Prólogo
Washington, 25 de Noviembre de 1911.
El mal que hacen los hombres los persigue después de muertos; el bien, muchas veces, queda enterrado con sus huesos. En aquella noche, cuando la brisa nocturna dejó paso al estruendo, cientos de diminutos fragmentos de cristal centellearon hasta la cama, como un millar de luciérnagas nocturnas. La Dulce Maña se acercó descalza hasta la ventana. Sudaba abundantemente y su respiración se aceleró al ver el cielo de la noche iluminado. Todavía se erguían orgullosos los dos largos mástiles y las dos gigantescas chimeneas exhalaban un humo gris formando extrañas figuras. Los aullidos de los marineros parecían distantes; ahogados por las voces del pasillo, donde los clientes y las putas huían despavoridos.
Hércules, todavía somnoliento, se arrastró hasta la ventana y sentándose en el quicio con la mirada perdida, miró sin ver el resplandor que iluminaba la ciudad. Su cuerpo sudoroso se pegaba al marcó lleno de diminutos cristales, dejando escapar pequeños hilos de sangre que teñían los cristales hasta convertirlos en rubíes.
—Aquella noche, señores senadores, la sangre de Hércules Guzmán Fox se mezcló con la de nuestros desgraciados compatriotas —dijo el hombre desde el pequeño estrado. La mirada de todos se posó sobre sus manos que revoleteaban a medida que les contaba la historia de los últimos días del imperio español y el nacimiento de una nueva potencia: los Estados Unidos de Norteamérica.