Capítulo 51
Cayo Hueso, Florida, 2 de Marzo.
Algo más de cincuenta hombres estaban en posición firme en aquel patio de la base mientras el Capitán Sampson les tomaba en juramento. Después, Marix, utilizando el Reglamento de la Marina, les recordó su obligación de denunciar cualquier comportamiento anómalo de sus compañeros, fueran éstos oficiales o soldados. Todos permanecieron callados, por lo que Marix añadió:
—Si alguno de ustedes, caballeros, tiene algo que alegar de la noche en la que se hundió el Maine, contra algún oficial o marinero del barco, que dé un paso al frente.
Nadie se movió. Aquel acto terminaba con dos días de interrogatorios minuciosos. La Comisión llegaba a la última fase de las investigaciones y la presión de Washington crecía de día en día. Long, el secretario de la Armada, quería el resultado de unas conclusiones cuanto antes, pero Sampson tenía que consultar primero los últimos informes de los buzos.
Los interrogatorios no habían aclarado gran cosa. El más lúcido y contundente fue el del cadete de Marina Wat Cluveries, que en el momento de la explosión se encontraba en su camarote. El cadete declaró que lo primero que escuchó fue una ligera detonación, después una gran vibración en el camarote y otra fuerte explosión. A continuación empezó a entrar agua por el comedor de oficiales y se escuchó un chasquido, como si algo se estuviera rompiendo.
El alférez de navío George Mambís afirmó que el sonido de la primera explosión se asemejaba a otros que había escuchado en explosiones submarinas, sus apreciaciones fueron consideradas por la Comisión, ya que se trataba de un especialista en explosiones subacuáticas.
Los miembros de la Comisión decidieron por mayoría regresar a La Habana, debían comprobar las últimas averiguaciones sobre los restos del Maine. Potter se opuso a la medida que, según él, colocaba a los Estados Unidos en un estado de expectación mientras sus enemigos se rearmaban, pero al final tuvo que ceder.
Después de varios días de discusiones y recopilación de información, la Comisión salió de nuevo para La Habana, todos sabían que en sus manos estaba evitar una guerra.
Base naval de cayo Hueso (Florida)
Washington, 6 de Marzo.
Las flores comenzaban a brotar en los almendros de la Casa Blanca. McKinley pudo disfrutar aquella jornada de las primeras flores blancas, que rompían los tallos paludos de los árboles y anunciaban que la primavera era inminente. Aquel invierno en la capital federal había sido especialmente duro y no sólo en lo meteorológico. El presidente había soportado una gran presión, pero sabía que como aquellas flores, el asunto estaba a punto de explotar. Aquella mañana no paseaba solo, como tenía por costumbre, el secretario Long le acompañaba robándole uno de los pocos momentos de intimidad que le quedaban.
—Señor presidente, sabe que no soy partidario de esta guerra, pero debemos prepararnos para lo peor.
—Señor Long, todavía no tenemos las conclusiones de la Comisión. Tengo las manos atadas —dijo McKinley levantando sus enguantados dedos.
—Hoy mismo tiene que llamar a O’Neil y poner el Negociado de Armamento en estado de alerta —apremió Long.
—¿Y cuántos dólares puede costarnos esta guerra?
—Es difícil calcular. Pero para empezar, armar varios barcos y abastecernos de municiones puede tener un coste aproximado de cuatro millones de dólares.
—El Congreso y el Senado tendrán que aprobar la partida presupuestaria. Hay que armarse, aunque sea para la paz —concluyó McKinley.
—Esperemos que así sea, señor presidente.
Long hizo un gesto con el sombrero y apoyado en su bastón aceleró el paso. El presidente le observó mientras desaparecía entre los árboles. Una vez solo, sintió el peso de la preocupación. Nunca había pensado que llegaría al máximo cargo político de su país, pero lo que ni remotamente imaginaba era que tendría que llevar algún día aquella dura carga.
El presidente escuchó el cantó de un pájaro, miró a los árboles, pero no vio nada. Cuando afinó el oído comprobó que el sonido provenía del suelo. A unos pasos, un ave con la pata rota intentaba remontar el vuelo, daba vueltas, sacudía las alas y emitía un silbido inquieto. El presidente se acercó, se inclinó y tomó la pequeña ave entre las manos. El pájaro temblaba de frío y agotamiento; secó sus plumas con la mano y le lanzó hacia el aire. Éste remontó el vuelo y se alejó del jardín, tomando altura. McKinley le siguió con la mirada hasta que se perdió en el cielo blanquecino de Washington.