Capítulo 36
La Habana, 21 de Febrero.
La bodega tenía unas enormes tinajas de barro que ocupaban las estrechas paredes abovedadas. Las pequeñas mesas de madera, con las bancadas rígidas de sencillos tablones, dejaban un estrecho pasillo por donde algunos camareros con gracia paseaban con jarras de cerveza, botellas de ron y vino catalán de la peor calidad. En las mesas, los obreros reían a carcajadas intentando retrasar el retorno a sus casas. Cuando Helen entró en la bodega se hizo el silencio. Los hombres se miraron unos a otros, hasta que uno de ellos rompió el fuego lanzando todo tipo de obscenidades a la norteamericana, pero ella impasible pasó entre las mesas y se dirigió al fondo, donde Hércules y Lincoln la esperaban. Uno de los obreros intentó levantarle la falda, pero la periodista dándose la vuelta le soltó una sonora bofetada. Todos se rieron. Una vez en la mesa, Helen se quedó de pie con los brazos en jarra mirando a sus dos compañeros. Ellos la observaron sin poder evitar que una sonrisa corriera por su cara.
—Veo que disfrutan con todo esto —dijo Helen con el ceño fruncido.
—No sabe usted cuánto —contestó Hércules.
—Podíamos haber quedado en algún lugar más…
—¿Decente? Creía que usted estaba acostumbrada a los bajos fondos de Nueva York —dijo Hércules. Lincoln se tapó la boca intentando ahogar una carcajada. Ella le lanzó una mirada desafiante y se sentó en el banco.
—Espero que al menos hayan realizado su trabajo.
—No se siente, nos vamos —dijo Hércules levantándose.
—¿Cómo?
—Teníamos que vernos en algún lugar discreto, pero el profesor nos espera en…
—El burdel —dijo Lincoln reventando en una carcajada. Helen se puso en pie y salió de la bodega con la barbilla alta sin mirar a los lados.
Madrid, 21 de Febrero de 1898.
La escalinata del edificio estaba desierta. A aquellas horas tan intempestivas pocas personas entraban o salían del Ateneo. El horario de biblioteca había terminado, no era día de representación y los miércoles muy pocos socios se acercaban a los salones del centro. El hombre se caló la boina y con los cristales de las gafas empañados por el frío entró en el recinto. Un portero tomó su abrigo y boina, y el hombre se dirigió hacia la cafetería. En el pasillo se sucedían los retratos de los directores de la todavía joven institución. Los últimos años habían sido de relativa calma, pero sin duda se echaba en falta la época en que desde aquel modesto edificio se ponían en duda las decisiones gubernamentales. Pero aquel hombre no estaba aquella noche en el Ateneo para hablar de política. Un hombre corpulento le esperaba sentado en una mesa. El salón estaba completamente vacío.
—Miguel —dijo el hombre levantándose de la silla y abrazando al visitante.
—Pablo. Lamento que nos veamos en tan triste circunstancia —dijo el hombre con una voz afectada.
—La verdad es que te cuesta dejar Salamanca y venir a vernos.
—Madrid siempre está revuelto y más en estos días.
Interior del Ateneo de Madrid.
—Siéntate. ¿Recibiste la noticia? —dijo Pablo, mientras acercaba una silla a su amigo.
—Sí, Ángel y yo nos conocimos hace años, precisamente aquí. España ha perdido a un gran escritor y pensador —comentó señalando las cuatro paredes.
—La policía cree que se suicidó.
—Se lanzó al río. Según me decías en tu telegrama —dijo Miguel sacando un arrugado papel del bolsillo de la chaqueta.
—Al parecer dejó a su novia en casa y se marchó andando a su residencia e, incomprensiblemente, en mitad del puente se lanzó al helado río Dvina. Riga puede ser una ciudad muy deprimente en invierno. Hoy llegó el cuerpo. Al parecer, lo encontraron al día siguiente río abajo —explicó Pablo mesándose la barba blanca.
—Lamentable.
—También te he llamado porque en su casa encontraron unas cartas dirigidas a ti. Estaban con sello y todo, pero no debió de tener tiempo de enviarlas —el hombre sacó de una cartera de cuero negro muy usada un manojo de cartas atadas con un cordel rojo y se las entregó a Miguel.
—Gracias, Pablo.
—Podía haberlas enviado, pero prefería entregártelas en mano. El cuerpo sale mañana para Granada.
—Al bueno de Ángel Ganivet le hubiera gustado que le enterraran allí.
—Si me esperas un rato cenamos juntos.
—Muy bien. ¿Dónde podría leer sin que nadie me moleste? —preguntó Miguel.
—En la biblioteca, a esta hora ya no hay nadie.
—Estupendo.
Pablo se acercó a la puerta y llamó a uno de los conserjes. Un hombre con librea y guantes blancos se acercó al instante.
Foto de Miguel de Unamuno cuando visitó a Pablo Iglesias en vísperas de la Guerra de Cuba.
Foto de Pablo Iglesias. Su aventura con Miguel de Unamuno se ha desconocido hasta hace unos meses, cuando el descubrimiento de un diario en Córdoba (Argentina) del escritor argentino Joaquín Víctor González, que vivió en España durante los primeros años del siglo XX, ha sacado a la luz esta inimaginable historia.
—Por favor, sería tan amable. Acomode al señor Miguel de Unamuno en la biblioteca y traiga lo que le pida.
El criado dejó pasar al visitante y le llevó hasta la segunda planta. El hombre entró en la sala y se sentó en una de las confortables butacas. Deshizo el nudo del cordel y abrió la primera carta. Respiró hondo y observó el pedacito de cielo que asomaba por los grandes ventanales. Después se enfrascó en las últimas palabras de su gran amigo Ángel Ganivet.
La Habana, 21 de Febrero.
El profesor Gordon estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo a solas, pero permanecer obligatoriamente encerrado en un cuarto de un burdel de La Habana no era exactamente su idea de un día perfecto. A pesar de todo, no había perdido el tiempo. Entre los gustos literarios de Hernán estaba la construcción de barcos, la historia, la botánica y otras artes nobles, por lo que durante toda la jornada leyó sin parar. El suelo y la mesa estaban repletos de libros. El sillón, donde el profesor leía, tenía tres volúmenes abiertos y a su lado, una pequeña montaña de ejemplares se apilaba en un difícil equilibrio. Cuando la mujer y los dos hombres entraron en el cuarto, el profesor dejó su lectura y los recibió con efusividad.
—Queridísimos compañeros. Creí que me volvería loco entre estas cuatro paredes. ¿Escuchan el bullicio? —dijo pegándose la mano al oído. De fondo se oían gemidos, gritos y suspiros de todos los tonos—. Pues esto no ha hecho sino empezar.
—Profesor —dijo Hércules adelantándose—. Le prometo que es mejor para su seguridad que se quede aquí. Hemos estado hablando con el jefe de policía y creen que está fuera de la isla y que el incendio de su casa ha sido un accidente.
—Ya les dije que la policía de La Habana es la peor del mundo. Lo único que lamento es la desaparición de alguno de mis libros. ¿Me han traído los libros que les pedí?
—Sí —contestó Hércules sacando de un pequeño macuto varios ejemplares.
—Muchas gracias. Llevo todo el día meditando en este asunto —dijo el profesor mientras recogía los libros.
—Podemos hablar mientras cenamos algo —dijo Lincoln señalando su vacío estómago.
—Bien, bien. Si necesitan cenar, cenemos —comentó el profesor tomando un libro y volviendo a abstraerse en la lectura.
Unos minutos después todos habían cenado. Lincoln y Hércules explicaron a Helen y el profesor Gordon la información obtenida en sus dos entrevistas; la tensa reunión con el capitán Del Peral y la aburrida charla con el coronel de la Guardia Civil. Les comentaron las teorías de la explosión interna y las conclusiones provisionales de la Comisión española, haciendo especial énfasis en la extraña visita del Almirante Mantorella al Maine la misma noche de su explosión.
—Es muy extraño que el Almirante les haya ocultado una información tan valiosa. Ahora entiendo lo que me dijo Winston —dijo Helen.
—¿Quién? —le preguntó Lincoln.
—Winston Churchill, un periodista inglés. La arrogancia personificada —explicó Helen—. Me dijo que habían visto al Almirante y al capitán Sigsbee en una corrida de toros, pero que el embajador Lee no se encontraba con ellos.
—No sabía que mantenían ustedes una relación tan cordial —comentó Hércules indignado. No entendía cómo Mantorella le había ocultado una cosa así.
—Incluso, se rumorea entre los periodistas alemanes que la noche de la explosión Sigsbee no estaba en el barco. Que acudió en cuanto se produjo la explosión —dijo Helen.
—Tenemos que corroborar eso. Si el capitán del Maine no estaba en su puesto alguien lo debe haber visto en tierra —argumentó Hércules.
Helen sacó la lista de las visitas del Maine. Al principio el secretario del cónsul no quiso darle la información, pero sus contactos en Washington obraron el milagro. En la lista se encontraba la flor y nata de la sociedad cubana. Pero había un grupo de nombres femeninos que Hércules no pudo identificar. El español llamó a Hernán y éste echó un vistazo a la lista. El proxeneta empezó a reírse ante el asombro de los demás.
—Hércules, te puedo asegurar que estas chicas no son la flor y nata de la sociedad habanera. Son putas. De lujo, pero que muy putas.
—¿Prostitutas? Entraban y salían prostitutas del Maine —dijo Lincoln con los ojos abiertos como platos.
—Parece que sí. La mayoría de las chicas son de un burdel de lujo en las colinas. Es conocido como «Los campos Elíseos».
—¿Por qué? —preguntó Lincoln.
—La mayoría de las chicas son francesas. ¿No te has fijado en los nombres? —dijo Hernán señalando la lista.
—Gracias Hernán. A propósito, ¿has averiguado algo de dónde hacen sus veladas los Caballeros de Colón?
—No, pero espero que esta noche venga a visitarnos el criado del que te hablé.
—Gracias.
Hernán salió del cuarto y se dirigió a la habitación contigua. Abrió una pequeña mirilla y se quedó allí escuchando y observando a sus invitados. Hércules continuó relatando su encuentro con el comisario, les habló del yate de Hearst, de las desapariciones que se habían producido días antes de que explotara el Maine. —Tenía noticias de que el barco de Hearts estaba en La Habana, pero creía que era un rumor infundado. El señor Hearst lleva semanas intimidando a mi periódico—dijo Helen sorprendida de que fueran ciertos los rumores.
—Podría pedir información sobre ese barco —comentó Lincoln.
—Muy buena idea —respondió el español.
—Está claro que hay un gran número de elementos sospechosos en todo esto. Primero, el yate de un magnate de la prensa fondea al lado del Maine, en el que se cree que había miembros revolucionarios, después, al parecer al Maine sube todo tipo de personas, incluidas algunas prostitutas que, aleccionadas por alguien podían espiar a sus anchas. Además, el capitán Sigsbee y el Almirante mantienen una relación de amistad sospechosa y Mantorella visita la noche del suceso al capitán. Si a esto añadimos los rumores de que el capitán no estaba cuando se produjo la explosión, la historia se complica aún más.
—Todo es muy chocante. Con estos datos los sospechosos son sin duda los revolucionarios —añadió Helen.
—Tampoco olvidemos que ustedes mismos visitaron a un dirigente de la revolución que se encuentra en la ciudad, el señor Manuel Portuondo, que les cuenta la historia del submarino de Blume. Cuando empiezan a investigar les disparan desde un campanario y, es precisamente un revolucionario. Todo apunta hacia los revolucionarios cubanos, aunque ellos digan que no quieren una intervención de los Estados Unidos —argumentó el profesor.
—Pero, ¿por qué iban a colaborar con ellos el Almirante y el capitán Sigsbee? No puedo creer que sean unos traidores, y mucho menos unos revolucionarios —dijo Helen.
—Tiene toda la razón, señorita. Aunque hay otra posibilidad. Que ellos no actuaran, pero dejaran el campo libre para que se cometiera un atentado —explicó el profesor.
—¿Un norteamericano y un español? —dijo sonriente Lincoln.
—Puede que Sigsbee tuviera intereses ocultos o instrucciones de Washington, pero, ¿Mantorella? —añadió Hércules.
—Además queda lo del objeto encontrado en el camarote de Sigsbee —dijo Lincoln.
—¿Una pista falsa para atraer nuestra atención? —dijo el profesor.
—Los Caballeros de Colón existen. Usted lo sabe mejor que nadie —comentó Helen.
—Naturalmente, querida Helen, pero ellos buscan algo que yo tengo, no hemos encontrado ninguna relación entre ellos y el Maine. Tan sólo ese alfiler de corbata.
Helen se mantuvo callada por unos segundos, parecía que algo dentro de ella luchaba por salir, pero que no lograba vencer sus dudas. Hércules, que también se había mantenido en silencio comenzó a hablar.
—Todavía faltan muchas piezas para llegar a conclusiones definitivas. No podemos descartar ninguna posibilidad. Deberíamos seguir la pista de las prostitutas francesas, averiguar si el capitán estuvo o no estuvo aquella noche en el Maine y encontrar a los Caballeros de Colón. Todavía no hemos visitado a los dos profesores. Quedan muchas incógnitas por resolver.
Helen miró a sus compañeros y sintió alivio cuando la conversación comenzó a ir por otros derroteros. No le gustaba ocultarles información, pero había hecho una promesa a un hombre que ahora estaba muerto y, por ahora, tenía que cumplirla.