Capítulo 50

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Algún lugar en las sierras que rodean a Baracoa, 2 de Marzo de 1898.

Antes de que el sol saliera, en mitad de una niebla densa y fría, el grupo de supuestos periodistas salió de la casucha que les había servido de refugio rumbo a lo desconocido. Eran conscientes de que ésa podía ser la última vez que vieran una cama, tomaran algo caliente y tuvieran un techo donde guarecerse, en los próximos días. Hércules se tomaba la excursión con humor. Intentaba imaginar a Helen moviéndose por aquella selva con su falda, su sombrerito de paja y esas botas que le llegaban casi hasta la rodilla. Pero cuando la vio salir de la choza se llevó una sorpresa. La periodista llevaba un pantalón bombacho, una camisa y un sombrero que le quedaba un poco grande. Con el pelo recogido y la mochila al hombro, parecía un muchacho delgaducho; un hermoso muchacho, por supuesto.

Caminar en mitad de la sierra puede parecer una aventura romántica, pero tras seis horas de marcha sin descanso, el cuerpo empieza a sudar por cada poro y parece que no llega suficiente aire a los pulmones. La periodista no se quejó ni una sola vez en toda la jornada, pero Churchill y Lincoln no hacían más que resoplar, pararse para apoyarse en algún árbol y secarse el sudor o echar un trago a la cantimplora. Sólo gracias a que en último lugar iba uno de los guías, ninguno de los rezagados se perdió.

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Mambises era el nombre con el que se conocía a los revolucionarios cubanos.

Hércules y Lincoln, para no levantar sospechas entre los revolucionarios, habían cambiado sus nombres por los de: John Fox y Abraham Washington. El español temía que los revolucionarios cubanos de La Habana hubiesen informado de sus investigaciones sobre el Maine. Cuando pararon para comer algo, Hércules se dio cuenta por primera vez de que no eran un grupo de periodistas que iban libremente a hablar con el general Máximo Gómez, desde ese momento eran prisioneros que podían ser asesinados y arrojados a alguna cuneta de alguno de los senderos perdidos en mitad de la sierra.

El último tramo del viaje tuvieron que hacerlo con una venda en los ojos. Aquella medida era del todo inútil, ya que estaban tan desorientados como si la hubieran llevado desde el principio. La marcha se hizo muy lenta. A cada paso, los guías tenían que levantar a alguno de los periodistas. Churchill se quejó varias veces, y anunció a los indiferentes mambises que presentaría una queja ante su excelencia el general Máximo Gómez.

Cuando todos empezaban a pensar que su inexperiencia los había traicionado y que aquel era un grupo de bandidos que les terminaría por robar y matar en mitad de la selva, llegaron al campamento del general.

Al destaparles los ojos pudieron contemplar que la oscuridad que los había acompañado durante el último trayecto había invadido ya toda la selva. Únicamente algunas fogatas encendidas esbozaban los rostros de los revolucionarios, que con los ojos cansados de guerra los contemplaban como si de un grupo de feriantes se tratara.

Helen había imaginado el acuartelamiento como los del ejército de los Estados Unidos, pero aquello parecía más bien un campamento gitano. Hombres desarrapados y medio desnudos, niños con los mocos colgando que jugaban a lanzar palos a las fogatas y mujeres, la mayoría negras, que hacían la comida o cosían pegadas al fuego.

Algunos caballos relincharon y se unieron al susurro de las hojas mecidas por el viento. Ni una sola voz en todo el campamento. Los ruidosos cubanos parecían mudos aquella noche.

En el centro del acantonamiento estaba en pie la única tienda que podía considerarse como tal. No era muy grande, pero lo suficiente para mantenerse erguido una vez en el interior. En la entrada dos hombres jóvenes hacían la guardia. Estaban firmes, con el rifle hincado en tierra en una mano y la otra pegada al cuerpo. A la periodista le sorprendió tanta disciplina en medio de aquella anarquía.

Uno de los guías habló algo al guardia de la derecha, que ágilmente entró en la tienda, para salir unos segundos más tarde. Descorrió un poco la tela de la entrada e hizo un gesto para que pasaran.

Churchill se adelantó bruscamente y se colocó el primero. Hércules y Lincoln cedieron el paso a Helen. Una vez dentro pudieron contemplar la guarida del hombre más buscado de Cuba.

El general estaba sentado frente a una mesa de campaña plegable. Encima de ella había unos planos que enrolló rápidamente cuando el grupo entró. Dos faroles colgados eran la única luz de la tienda, pero suficiente para observar las comodidades del general. Una pequeña cama, un par de cofres y una alfombra que tapaba el suelo de tierra.

Máximo Gómez levantó su pequeña cabeza, los pómulos hundidos marcaban sus rasgos, pero su cara debió ser en otra época redonda y carnosa. Un gran mostacho blanco le ocultaba los labios y con sus ojos pequeños y penetrantes miró al grupo con cierta curiosidad. Al percatarse de la presencia de Helen, se puso en pie y le besó la mano haciendo una pequeña reverencia. Al resto del grupo les dio un apretón de manos, pero tan fuerte, que en el rostro de Churchill pudo verse un gesto de dolor.

—Caballeros, perdonen que no pueda ofrecerles más comodidades, pero la vida en la sierra es frugal —dijo el general levantando los brazos y mostrando la humilde tienda.

—Excelentísimo general —dijo Churchill mientras se apretaba una mano con la otra—. Permítame que levante una queja…

—¿Usted quién es? —preguntó refunfuñando el general.

—Soy Sir Winston Churchill, corresponsal del Daily Graphic —contestó el inglés con los ojos medio entornados.

—¿Ese periodicucho inglés que nos llama a los revolucionarios merienda de negros y república de ignorantes?

Churchill se quedó mudo y esbozó una sonrisa nerviosa, que a medida que la mirada del general le penetraba, se convirtió en una mueca hasta desaparecer de su rostro.

—Pero siéntense —dijo el general suavizando la voz. El asistente, que hasta ese momento había permanecido inmóvil al fondo de la tienda, acercó cuatro sillas plegables y los periodistas se acomodaron frente a su anfitrión—. El señor Churchill creo que trabaja para el Daily Graphic, pero ustedes no son ingleses, son norteamericanos.

—Efectivamente —contestó Helen—. Mi nombre es Helen Hamilton y soy corresponsal del Globe. Mis compañeros son Abraham Washington, del Independent y John Fox del International. —No conozco esas publicaciones—dijo el general escudriñando la cara de los periodistas.

—No es extraño. Nuestros periódicos son más bien locales, pero el asunto del Maine ha despertado el interés de nuestros lectores —respondió Helen.

—¿Sus amigos no saben español?

—No mucho, pero le entienden perfectamente —dijo Helen sacando una pequeña libreta.

—Ese desafortunado asunto del Maine tiene a toda la isla revuelta. Estamos en los últimos tiempos de esta guerra. Por fin Cuba recuperará su libertad —comentó el general.

—Sin duda, el desgraciado asunto —dijo incisivamente Helen y añadió—: ha servido para inclinar la balanza a su favor.

—Nosotros no necesitamos ayuda de los norteamericanos para ganar esta guerra. Tengo a más de 50.000 hombres bajo mis órdenes —gruñó el general.

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Representación a caballo del general Antonio Maceo.

—Pero esos hombres necesitan fusiles —añadió Churchill que comenzaba a recuperar su natural arrogancia.

—Los yanquis nos cobran a precio de oro los fusiles viejos que ya no usa su ejército —se quejó el general.

—¿Y los cañones? ¿De dónde provienen? ¿Es verdad que desde los Estados Unidos han recibido fuertes sumas de dinero? —preguntó Churchill.

—Hemos conseguido más apoyo y ayuda de algunas repúblicas centroamericanas y de México, que de los Estados Unidos.

—Hace un año, general, usted podía pensar que tenía la situación controlada, pero desde que se han puesto en funcionamiento las trochas y se ha reconcentrado a la gente, han perdido todas las batallas. Tan sólo mantienen su preponderancia aquí, en el Oriente —dijo Helen con un castellano atropellado, impaciente por atosigar al general. Máximo Gómez sonrió a la mujer y con una profunda calma observó a sus invitados. Después, sus pequeños ojos oscuros comenzaron a brillar, avivados por la inteligente experiencia del militar.

—Los españoles tienen las ciudades más grandes, pero no se atreven a internarse en la sierra. Señores y señorita, la fruta está madura. Nuestra querida y vieja metrópoli está exhausta, sola y únicamente le queda la puntilla que termine con su lenta agonía. La puntilla es ese barco.

—Señor general —dijo Hércules. Helen le miró incrédula. Antes de salir de viaje habían acordado que ella sería la que haría las preguntas. No podían arriesgarse a que los revolucionarios descubrieran su engaño. El agente español ignoró los gestos de la periodista y continuó diciendo—. Ustedes eran los más interesados en propiciar una guerra, ¿sus hombres han tenido algo que ver en la voladura del Maine? Máximo Gómez se puso muy serio. Se atusó el bigote y levantó el puño amenazante. A mitad de camino se detuvo y recuperando de nuevo la calma, contestó al español: —Es una descortesía por su parte venir a la casa de alguien para insultarle.

—Perdone si le he ofendido. No pretendo acusar a nadie, lo que busco es la verdad. La destrucción del Maine aseguraba la participación de los Estados Unidos y esto, la victoria.

—¿Qué victoria? No queremos cambiar de amos, señor. Lo que desea el pueblo cubano es la libertad. Una libertad que perdure a través del tiempo y que podamos dejar en herencia a nuestros hijos. Mire, señor, esta tierra está fundada sobre la sangre de millones de esclavos que, con su sudor, han convertido este fértil suelo en la tierra más bella del mundo. Eso es lo que los norteamericanos no pueden entender. Hace un tiempito estuve en su amada nación. Su maravilloso sistema de libertades se basa en la pobreza de muchos y la riqueza de unos pocos. Poder votar, pero morirse de hambre no es el modelo de gobierno que deseamos para Cuba.

—Que no desea usted —puntualizó Helen—. ¿Es en eso, precisamente, en lo que discrepaba con el fallecido José Martí? Le acusaba de querer convertir Cuba en un cuartel militar.

El anciano se puso rojo y su voz comenzó a tornarse más áspera a medida que subía el tono.

—Señorita —dijo señalándola con el dedo índice—. El pueblo es todavía un niño. Algunos de nosotros intentamos que no cometa errores. Cuando los ciudadanos tengan la madurez suficiente, ésta será la democracia más igualitaria de la tierra.

—¿Por qué rehúye la pregunta, general? ¿Fueron ustedes los que hundieron el barco? —preguntó Hércules subiendo el tono de voz.

—No rehuyó ninguna pregunta. Lo digo muy claro. El ejército revolucionario cubano no quiere la intervención directa de los Estados Unidos. El ejército revolucionario cubano no ha hundido el Maine. Nuestros métodos no consisten en matar a personas inocentes, ni actuar por medio de métodos cobardes —bramó el general, que llegando a las últimas frases apenas aguantaba el resuello.

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Foto del general Máximo Gómez, líder militar de los revolucionarios cubanos.

—Pero, ¿pudo hacerlo alguna otra facción revolucionaria? ¿El partido Revolucionario Cubano de Nueva York, por ejemplo? —preguntó Helen.

—¡No!

—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Churchill.

—El partido de Nueva York no tiene ni la experiencia ni la capacidad logística para perpetrar una acción de esa índole, pero sobre todo, no cree en ese tipo de métodos para conseguir sus objetivos revolucionarios.

—¿Qué me dice entonces del apoyo al asesinato de Cánovas del Castillo? —preguntó Churchill.

—Ningún cubano, que yo sepa, mató al presidente español.

—Pero, Michele Angiolillo, su asesino, contactó con el delegado de la Junta Cubana en París, Ramón Betances que le aconsejó que matara a Cánovas y no a la reina y el príncipe heredero, como éste tenía previsto.

—Ésas son especulaciones. Aunque, de todas formas, una cosa y otra no tienen nada que ver. Es diferente matar a un tirano, que con sus leyes castiga y asesina a miles de personas y otra muy distinta, ejecutar, a sangre fría, a doscientos marineros mientras duermen en sus camarotes —dijo el general con los puños cerrados y el gesto crispado.

—Entonces, ¿niega cualquier relación con el hundimiento del Maine? —preguntó Helen.

—¡Rotundamente! No vamos a hacer explotar un barco de nuestros principales aliados y luego pedirles ayuda. No tiene sentido —el general sacó un pequeño reloj de bolsillo y después les dijo—: Será mejor que descansen un poco. Imagino que su viaje debe haber sido agotador. Les hemos preparado dos tiendas; una para los hombres y otra para la dama.

Los periodistas salieron en silencio. Todo estaba tranquilo, los mambises dormían al lado del fuego o en las carretas y las improvisadas chozas. Caminaron entre los hombres tumbados y se introdujeron en las dos tiendas de campaña. Unos segundos después, Lincoln y Hércules abandonaron la suya y se pasaron a la de Helen. Comenzaron a hablar muy bajito, casi en un susurro.

—¿Qué os han parecido las declaraciones del general? —preguntó Helen.

—No podemos saber si dice la verdad, pero creo que Máximo Gómez no quiere una intervención directa de los Estados Unidos —comentó Hércules.

—¿Por qué crees eso? —preguntó Lincoln.

—En este momento tiene el poder supremo de la revolución. Si el gobierno norteamericano interviene, nunca dejará que un hombre como Gómez tenga el control. Demasiado independiente y desconfiado, para que McKinley ponga toda Cuba en sus manos.

—Me parece que exageras —dijo Lincoln—. Los intereses de mi gobierno, no diré que son altruistas, pero no pasan por una ocupación prolongada de la isla, la opinión pública se opondría.

—Yo no hablo de ejercer el poder directo. Hablo de que el gobierno de tu país se mete en esta guerra para poner a un presidente cubano que se amolde a sus dictados y a los de los grandes inversores azucareros.

—Pero, si Máximo Gómez no ha hundido el Maine, los Caballeros de Colón han mentido o alguien los engañó haciéndose pasar por revolucionarios, para poder perpetrar el atentado —dijo Lincoln.

—Yo confío en lo que me declaró el señor Hayes. Su veracidad la ha pagado con la vida —se quejó Helen.

—Lo que dice Lincoln tiene sentido. Los Caballeros de Colón engañaron a los supuestos revolucionarios facilitándoles dinero y datos técnicos, pero lo que no sabían era que a su vez sufrían un engaño.

—Los falsos revolucionarios conseguían los medios y si alguien averiguaba lo sucedido, las culpas recaerían sobre los verdaderos revolucionarios —terminó Helen.

—Pero todo eso no explica quién puso la bomba. Con esta teoría nos alejamos aún más de la resolución del enigma del Maine —dijo Lincoln hundiendo los hombros.

—No te desanimes Lincoln. Ahora podemos descartar a más posibles culpables. Eso reduce nuestro campo de acción —dijo Helen apoyando el brazo sobre el norteamericano.

—Recapitulemos. No fueron los Caballeros de Colón, aunque por una razón que se nos escapa, apoyaron el hundimiento del Maine facilitando dinero e información. Tampoco fueron los revolucionarios, ni el grupo de La Habana, ni el ejército del general Máximo Gómez, según ellos mismos han declarado. Gómez afirma que los revolucionarios de Nueva York no tenían la capacidad para cometer la acción. ¿Qué nos queda? —preguntó Hércules.

—Los españoles —dijo Lincoln.

—¿Empresarios azucareros de los Estados Unidos? —añadió Helen dubitativa.

—También oligarcas de la isla que deseaban terminar la guerra y favorecer sus intereses —comentó Lincoln.

—Pero el gobierno español y el gobierno autónomo de Cuba no querían una guerra —dijo Hércules.

—Ellos no, pero qué me dices de los elementos extremistas del ejército que añoraban la mano dura de Weyler. Los mismos que organizaron los disturbios del 12 de enero contra los periódicos independentistas —añadió Helen.

—Pero nos queda otro posible interesado en la guerra —dijo Hércules.

—¿Quién? —preguntaron al unísono los dos norteamericanos.

—Los Estados Unidos de América.

Helen y Lincoln fruncieron el ceño. La sola duda sobre la honradez del gobierno de su país les parecía un asunto provocador.

—Esta teoría es perfecta —continuó diciendo Hércules—. Norteamericanos se hacen pasar por revolucionarios, reciben apoyo de los Caballeros de Colón y cometen el atentado. La guerra está servida y las espaldas del gobierno de Washington cubiertas.

Justo cuando las últimas palabras del español estaban perdiendo fuerza, una cabeza se introdujo por la rendija de la entrada. Todos creyeron al principio que se trataba de Churchill, que intrigado por la tardanza de sus compañeros, venía a husmear lo que hacían, pero la cara de aquel hombre no tenía nada que ver con la del inglés. Era moreno con un largo bigote negro, ojos marrones y rasgos mestizos. El hombre miró a los tres y sin previo aviso entró en la tienda. Lincoln y Hércules se pusieron de pie, pero el hombre extendió las manos para mostrar que iba desarmado y se sentó en el suelo con los pies cruzados. Le observaron sorprendidos y el extraño les sonrió con una boca de dientes renegridos.

—Señores, sepan que arriesgo la vida hablando con ustedes. Pero el mundo tiene que saber.

—¿Saber el qué? —preguntó Hércules.

—La verdadera cara del general. Del general Máximo Gómez.

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Mambises huyendo de las tropas españolas, en uno de los múltiples enfrentamientos de guerrillas con los que atacaban a los intereses hispanos en la isla.