Capítulo 61

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Washington, madrugada del 28 de Marzo.

Una patada derrumbó la puerta y un grupo de soldados entró en el edificio; registraron las plantas superiores, detuvieron a unas diez personas que realizaban trabajos administrativos y a un grupo indeterminado de seminaristas. Cuando descendieron al sótano, descubrieron la sala del Consejo Supremo. La misma operación se repitió en una treintena de sedes. Todos los miembros del Consejo Supremo fueron detenidos en sus domicilios, todos menos uno. El Caballero Supremo no fue localizado. No lograron sacar al testigo su nombre y paradero. Los nuevos detenidos tampoco dieron detalles sobre su líder. Descabezada la sociedad secreta fue relativamente fácil desarmar a los caballeros de los campamentos de entrenamiento. Únicamente en uno de ellos, un pequeño grupo opuso resistencia. La operación se llevó en el más absoluto secreto y se pactó con los principales periódicos el silenciar las actuaciones por razones de seguridad nacional.

Aquella mañana, muy temprano, transportaron al testigo principal, el capitán Marix, al edificio de la Armada. Pero alguien ordenó que le soltasen y el capitán salió por su propio pie de la sede. El capitán no compareció en una reunión con algunos miembros del Congreso, excusó su ausencia alegando problemas de salud. Nadie volvió a verlo jamás.

El periódico de Helen fue preventivamente clausurado acusado de transmitir secretos de la defensa nacional y su director preventivamente detenido, la periodista no fue localizada.

Washington, 28 de marzo

En el hotel podía verse a las más distinguidas damas de la capital tomar té, mientras los camareros de color caminaban entre ellas con gracia, vestidos con sus trajes de chaqueta blanca y pajarita negra. Helen, Lincoln y Hércules estaban sentados en una de las mesas más próximas a la entrada. Llevaban casi media hora esperando y empezaban a pensar que su contacto no iba a aparecer. Por fin, Helen vio a un oficial de la Marina que con su impoluto traje blanco entraba en el salón y escrutaba con la mirada las mesas. La periodista levantó la mano y el oficial se acercó hasta ellos.

—No los veía —comentó saludando a los tres. Primero besó la mano de Helen, saludando con un apretón de manos a Hércules y Lincoln—. Caballeros, veo que por fin han dejado el periodismo —bromeó.

—Capitán…

—Por favor, Helen, ¿desde cuándo te diriges a mí por mi rango?

—Potter —dijo al fin la mujer—. Estamos en una situación delicada. El A.I.N. nos anda buscando, por no hablar de la policía y el ejército en pleno.

—No os alarméis. Tan sólo quieren reteneros hasta que el Congreso realice la votación. Después, nada de lo que digáis podrá evitar la guerra.

—Pero, Potter, fuimos nosotros los que hundimos el Maine.

—¿Nosotros? No, querida Helen, nosotros no hundimos nada. Por eso estoy aquí, charlando amigablemente con vosotros. No quiero engañaros, siempre he estado a favor de esta guerra. Si hubiera sido por mí, no hubiera creado ni la Comisión. ¿Qué le otorga el derecho a España de dominar Cuba y Puerto Rico?

—La Historia —dijo Hércules que comenzaba a cansarse del petulante capitán.

—No, amigo. Es la fuerza. Los pueblos se dominan unos a otros por la fuerza. Ahora, nosotros somos más fuertes, eso es todo.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Hércules haciendo amago de levantarse.

Helen le agarró del brazo y con un gesto le pidió que se sentase.

—Entiendo lo que dices, pero ¿puede construirse un imperio basado en la mentira? —preguntó Helen mirando directamente a los ojos del capitán. Éste se quedó por unos instantes callado, como si le costase responder.

—No, Helen, por eso estoy aquí. No me habéis dejado terminar. A pesar de que deseo esta guerra más que nada en el mundo, a pesar de que sé que todos los miembros del A.I.N. serán sancionados, a pesar de eso, creo que el presidente debe conocerlo todo y tomar la decisión más correcta. Puedo introduciros en la audiencia del Senado donde hablará McKinley el día 30 de marzo, pero cuando os capturen, negaré cualquier vinculación con vosotros. ¿De acuerdo?

Los tres afirmaron con la cabeza. Potter se levantó y se despidió afectuosamente de Helen. Cuando estuvieron solos, los tres dieron un suspiro, por fin podrían encontrarse con el presidente. De mejor humor abandonaron el salón. Helen les comunicó que deberían disculparla, necesitaba pasar un momento al excusado.

Lincoln y Hércules se entretuvieron observando a la petulante clase alta, que ignorantes de la guerra y del dolor, paseaban sus trajes caros y sus sombreros a la moda por el hall del hotel. No vieron que entre la gente se movía un hombre vestido de negro, que al pasar junto a ellos les lanzó una mirada de odio.

Unos segundos después escucharon unos gritos. Los dos hombres se miraron y corrieron hacia los servicios. Un grupo de mujeres gritaban horrorizadas tapándose los ojos. Hércules se hizo hueco y entró en el baño. En el centro había un gran charco de sangre y tendida en el suelo, con las piernas encogidas y la mirada perdida estaba Helen Hamilton. Los dos agentes se quedaron paralizados, sin palabras, con los brazos caídos. Hércules sintió un pinchazo fuerte en el pecho y se inclinó, atrajo el cuerpo y lo abrazó. Todavía estaba caliente. Sujetó el rostro de Helen con la mano y la llamó. La llamó con todas sus fuerzas, como si intentara despertarla de un mal sueño. Su voz se quebró y los ojos empezaron a rebosar de lágrimas.

—Helen, Helen —repitió balanceándose con el cuerpo abrazado.

Cuando Hércules levantó la vista, los ojos empañados de lágrimas le impedían ver con nitidez; en la pared, unas letras escritas con sangre comenzaron a aclararse frente a sus ojos: Natás.