Capítulo 33
La Habana, 21 de Febrero.
El club de oficiales permanecía en penumbra durante las horas más calurosas del día. El aroma a puros habanos, café y el perfume a rosas frescas de los floreros creaban una atmósfera relajante, parecida a la de un salón de caballeros de Londres. Los salones, vestidos con finas telas, maderas nobles y lámparas de araña, tenían la suntuosidad de las mansiones parisinas. Aquél era el último refugio de los restos del imperio español. Unas estancias que rezumaban la grandeza perdida, casi extinguida por una imparable decadencia.
En uno de los cómodos sofás el capitán Del Peral leía los periódicos de Madrid y de Washington. El oficial intentaba entretener su mal humor relajándose con las desgracias de un mundo que se deshacía. En el cenicero descansaba su puro y en una mano removía sin parar una copa de brandy. El todavía joven oficial prefería acudir a aquellas horas al club. Mientras la mayor parte de sus compañeros dormía la siesta bajo las mosquiteras de sus casas y el salón estaba desierto y en silencio. Pero, a pesar de que estaban todos los elementos que le producían placer, no lograba apartar de la mente la humillante escena en el puerto. El Almirante Mantorella los había obligado a entregar una copia de su informe a los norteamericanos. Algo inadmisible. En primer lugar, porque el informe no estaba terminado. Quedaban demasiados cabos sueltos, pero lo que era aún más importante, esos yanquis no se merecían tanta cordialidad.
Hércules logró colarse en el club gracias a su amistad con algunos de los soldados que hacían guardia en la puerta. Los convenció de que a aquella hora nadie advertiría su llegada. Lo realmente complicado consistió en que permitieran la entrada del agente Lincoln. Un hombre de color y norteamericano, algo inadmisible para los exclusivos clubes del ejército. Al final, el nombrar al Almirante Mantorella fue suficiente para que les franquearan la entrada del edificio. Subieron por la escalinata central de mármol blanco y una vez en el salón principal, se acercaron al único hombre que estaba sentado en el amplio salón.
—Capitán Del Peral —dijo Hércules con una voz neutra. El capitán alzó la mirada del periódico y tras observar unos segundos a la extraña pareja, decidió ignorarlos. Hércules volvió a repetirle—: Capitán, como comprenderá esto me gusta menos a mí que a usted.
—No sabía que dejaban pasar a borrachos en este club —contestó Del Peral sin levantar la vista. Hércules se contuvo. Sabía que si respondía a sus provocaciones no podrían sacarle ni una sola palabra.
—Capitán, le ruego que olvide el pasado. Estoy aquí en calidad de agente de la Armada.
—Ya había oído ese disparatado asunto. Un borracho comisionado para descubrir el misterioso hundimiento del Maine. Veo que vienes acompañado de tu esclavo negro.
Lincoln cerró los puños y apretó los dientes. No iba a admitir un insulto de ese tipo. Su padre había sido esclavo la mayor parte de su vida y no estaba dispuesto a aceptar que aquel tipo le ofendiera. Hércules le puso la mano en el hombro y con un gesto le tranquilizó. Hércules avanzó un paso y muy tieso le dijo: —George Lincoln es un agente de los Estados Unidos—. Típico de ti, introduces a un espía de un gobierno extranjero en un club de oficiales y esperas que hable con él sobre una investigación de la Armada de su Majestad. Veo que a estas horas ya estás completamente beodo—dijo el capitán tomando un trago, mientras saboreaba su victoria.
—Esta investigación está autorizada por el Almirante y apoyada por los presidentes español y norteamericano. Tu deber es colaborar —dijo Hércules perdiendo la paciencia.
—¿Mi deber? Tú me hablas de deber —dijo Del Peral, mientras soltaba el periódico y con el dedo índice señalaba a su antiguo compañero—. Con tu deserción nos dejaste a todos en una difícil tesitura. Se disolvió la agencia de inteligencia y todos fuimos investigados y enviados a destinos de castigo, por aquel asunto de los campos de concentración.
—¡Lo siento!
—Lo siento, sólo se te ocurre decir eso —dijo el capitán, al tiempo que su cara enrojecía.
—Por el bien de todo lo que dices defender, por favor colabora con nosotros y respóndenos a unas preguntas. ¿Prefieres que tu orgullo quede intacto o evitar la muerte de más gente inocente? —le pidió Hércules en tono reconciliador.
El oficial se acarició la barba y sosegándose volvió a recostarse sobre el sillón. Por su mente pasaron como un rayo los últimos años. Hércules y él habían estudiado juntos, compartido destino y pertenecido a la agencia de inteligencia de la Armada. Ahora, eran poco más que dos desconocidos separados por un abismo de rencor.
—Responderé a lo que pueda —determinó el capitán al tiempo que recogía el puro del cenicero.
—Está bien —dijo Hércules aproximando una silla. En ese momento uno de los camareros de color se acercó, pero al ver a Lincoln dudó unos instantes y terminó alejándose sin ofrecerles nada de beber. El agente español comenzó preguntando al capitán—. Seremos breves. ¿Cuáles han sido las conclusiones del estudio?
—Nos faltaban muchos datos. El capitán Sigsbee nos facilitó algunos planos del barco y conseguimos las descripciones de algunos buzos, aunque éstas eran muy imprecisas y vagas. El hecho irrefutable es que una explosión hundió el barco. Mejor dicho, dos explosiones, una más pequeña y otra posterior más grande.
—La explosión fue externa o interna.
—Ése es el punto más importante de la investigación. Si la explosión fue externa, eso quiere decir que un agente indeterminado hizo explosionar un artefacto con la intención de propiciar un incidente diplomático y posiblemente la guerra. Puede que, en el caso de tratarse de una explosión exterior, los que realizaron la acción no pretendieran que el barco se hundiera, pero que fortuitamente pusieron la carga explosiva en una zona delicada, en contacto con las calderas y los almacenes de municiones y la quilla no lo resistió.
—Según esa teoría, los autores no sabrían la magnitud de la tragedia.
—Exacto, podrían ser desde insurgentes revolucionarios hasta los propios marinos norteamericanos, que buscaban un incidente diplomático, pero sin intención de causar tanto daño.
—Pero los marinos norteamericanos sí conocían las características del barco y la cantidad de explosivo necesario para hundirlo —argumentó Hércules.
—Con toda probabilidad sea así.
—Pero, también pudo ser algún grupo de españoles incontrolados. Simpatizantes de la antigua mano dura del general Weyler.
—Improbable. Cualquier oficial español conoce cuáles son nuestras posibilidades frente a la Armada de los Estados Unidos. De todas formas, nuestro informe defiende que la explosión fue interna —concluyó el oficial.
—¿Por qué? —preguntó Lincoln. El capitán le miró de reojo y continuó hablando.
—En primer lugar, no hubo columna de agua. Siempre que se produce una explosión en un elemento líquido, la fuerza de la explosión desplaza una columna de agua hacia arriba. Ningún testigo vio una columna de agua. En segundo lugar, el agua amortigua el estruendo de la explosión, pero los testigos afirman que escucharon la explosión perfectamente. En tercer lugar, no se encontraron peces muertos alrededor del barco, hecho que siempre se produce debido a una explosión externa.
—¿Cómo explicas lo de la doble explosión? —preguntó Hércules.
—Explotó un primer artefacto colocado por alguien en el interior del barco, después los paños de municiones estallaron. Si los paños de municiones hubiesen estallado a causa del calor excesivo de las carboneras, sólo se habría producido una explosión. Por tanto, descarto un accidente como causa de la explosión.
—Entonces, ¿crees que alguien desde dentro hizo estallar una bomba? —preguntó Hércules.
—Las llaves del capitán Sigsbee se encontraron en su camarote. No sé cómo alguien pudo acceder a esa sala y poner una bomba.
—Alguien consiguió hacer una copia, devolver las llaves del capitán en su sitio y manipular los termostatos de las calderas. Limpio y sencillo. También pudo ser el propio capitán —comentó Hércules.
—Pero eso dejaría sin resolver el asunto de las dos explosiones, Hércules.
—La caldera explotaría en primer lugar y luego, los paños de municiones.
—El estado de las calderas, cuando puedan verlas, podrá aclarar ese punto —concluyó el capitán.
—¿No te parece extraño que todos los oficiales, menos dos suboficiales y el capitán estuvieran aquella noche fuera del barco? —preguntó Hércules.
—Los oficiales norteamericanos estaban encantados en La Habana. Muchos durmieron aquella noche en algunos de sus burdeles y otros fueron al teatro.
—Pero, ¿todos los oficiales?
—Yo mismo estuve con algunos de ellos aquella noche, y puedo asegurarte que no tenían prisa por volver al barco —dijo el capitán esbozando una sonrisa.
—Muchas gracias por todo —contestó Hércules al tiempo que se levantaba.
—A propósito, el Almirante vio aquella noche al capitán del Maine.
—¿Mantorella? —preguntó extrañado el español—. No sé de qué hablaron, pero fue el último español que subió a ese barco.
—Gracias otra vez.
Hércules y Lincoln salieron del edificio asombrados por las declaraciones del capitán Del Peral. El agente español se sentía indignado. El Almirante no le había referido en ningún momento su visita al Maine.
—Todo esto deja dos nuevas incógnitas abiertas: ¿qué había motivado la visita del Almirante aquella noche al Maine? Y lo peor de todo, ¿por qué no nos ha dicho nada a nosotros? —dijo Hércules con el ceño fruncido.
Lincoln subió los hombros y en silencio se dirigieron a la comisaría de La Habana.