Capítulo 11

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La Habana, 19 de Febrero.

La habitación permanecía en penumbra, pero Hércules no lograba dormir la siesta. Por la noche tenían que hacer una particular bajada a los infiernos, recorriendo los prostíbulos más sórdidos del puerto. El español los conocía muy bien, no en vano, en los últimos meses, se había deslizado a lo más bajo de la sociedad habanera. Hasta que Doña Clotilde, que en el fondo tenía un corazón que no le cabía en su prominente pecho, le había adoptado como hijo en su casa.

A las once de la noche los dos hombres abandonaron el hotel y caminaron hacia el otro lado de la bahía. Las calles, de suntuosas mansiones y edificios adornados con todo tipo de capiteles y columnas clásicas, dejaron lugar a un infecto barrio de casas de madera, tan deslucidas que la poca pintura que quedaba en sus fachadas no le proporcionaba ninguna tregua a la mugre. La basura ocupaba las calles embarradas sin adoquinar y podía verse a las ratas saltando entre los desperdicios, mientras una legión de niños harapientos se les acercaba para pedir limosna o intentar robarles la cartera. Los mocosos los siguieron un par de manzanas, pero cuando los dos agentes se introdujeron en «La Misión», se quedaron atrás. Cualquier niño, por harapiento y miserable que fuera, sabía que los que entraban dentro de esas calles no volvían jamás con vida.

Apenas había luz en las calles de «La Misión», tan sólo el resplandor que se escapaba de las puertas y ventanas de las cantinas y los prostíbulos. A partir de aquí, fulanas de todas las clases, colores y edades se lanzaban sobre ellos, medio desnudas, intentando disimular con un maquillaje seco, los ojos amoratados, la cara inflamada por la sífilis y la fiebre amarilla. Aquel lugar era donde los cubanos estaban ganando la guerra a los españoles. No había noche en la que tres o cuatro soldados no salieran apuñalados, recosidos a machetazos o enfermos de muerte para sus campamentos. Del glorioso ejército español, más de cincuenta mil enfermos habían muerto en los últimos tres años, muchos de ellos contagiados en aquellas calles nauseabundas.

El olor nauseabundo que desprendían las montañas de basura acumulada en la calle, los perros famélicos rebuscando entre los desperdicios y los marineros tambaleándose de un prostíbulo a otro, componían una visión repugnante.

Lincoln estaba acostumbrado a vivir entre la miseria. En su barrio se hacinaban miles de pobres hambrientos y desesperados, pero nunca había visto a niñas tan pequeñas venderse en plena calle. Mover sus cuerpos escuálidos intentando provocar con sus inexistentes curvas, mientras guiñaban sus ojos todavía vírgenes por la inocencia. Notó cómo se le revolvía el estómago, pero las palabras de Hércules le sacaron del nauseabundo trance.

—Lincoln, seguro que nuestro amigo peruano ha pasado por aquí —dijo Hércules con la cara inexpresiva, y el norteamericano se preguntó qué le había pasado a su compañero para que sintiera tanta indiferencia por lo que le rodeaba. Después añadió—: En este agujero es posible comprar cualquier cosa. Aquí traen las madres a sus hijas para vender su virginidad por unos reales. Se puede conseguir todo tipo de drogas, marihuana, cocaína, opio y alcohol. Todo se vende y se compra en «La Misión».

Hércules se detuvo enfrente de la que parecía la más grande de aquellas casuchas de madera putrefacta y con un gesto invitó a Lincoln a que pasara. El salón, forrado de madera renegrida, estaba en penumbra, tan sólo brillaban las luces rojas de las lámparas de las mesas. En cuanto franquearon la entrada, dos chicas, casi unas niñas, se acercaron a ellos, pero el español las despidió y se dirigió directamente hasta la barra. Detrás del mostrador, un negro con una prominente barriga, desdentado y con una poblada barba servía copas en vasos de barro mellados. Hércules pidió dos aguardientes y preguntó por alguien. Un nombre que Lincoln no pudo escuchar por las risas de los marineros, que sentados en las mesas, rodeados por mulatas de todas las tonalidades, jugaban a las cartas, bebían y cantaban canciones de sus países lejanos.

El español puso una mano sobre el hombro de su compañero y los dos hombres subieron unas escaleras destrozadas. Cruzaron un pasillo oscuro, a ambos lados, unas cortinas mugrientas y raídas apenas ocultaban lo que pasaba en su interior, aunque el ruido que salía de ellas era totalmente inconfundible. El olor a sudor y suciedad corría por todo el pasillo. Al final se encontraba la única puerta de la planta. Llamaron y, sin esperar respuesta, Hércules abrió. Dentro, el mundo sórdido de «La Misión» se transformaba en una plácida habitación de un hotel de lujo. Paredes forradas de seda, una mesa de caoba y unos muebles estilo inglés, una lámpara dorada de oficina, alfombras persas, jarrones chinos, un leopardo disecado y varias estanterías con libros. Un agradable perfume inundaba el cuarto. En un elegante sofá Luis XIV, un hombre delgado, vestido con esmoquin los miró por encima del hombro. Se acercaron al sofá y el desconocido les señaló dos pequeños taburetes. Al tenerlo tan cerca, Lincoln pudo mirarlo con detenimiento. Bien conjuntado, con cierto porte, con el pelo peinado hacia atrás, la piel muy blanca y unos ojos grandes, negros, ribeteados por unas venitas rojas.

—Hacía semanas que no te veíamos por aquí —dijo el hombre con una voz infantil.

—No creo que me hayan echado mucho de menos —contestó Hércules muy serio. Varias imágenes le golpearon de repente y respiró hondo intentando pensar en otra cosa.

—Ya sabes que en nuestra casa nunca faltan borrachos ridículos capaces de hacer cualquier cosa por una copa, aunque sea la cerveza meada de un marinero. Veo que estás acompañado por un caballero negro. Es raro ver uno por estos lares, aquí los negros son un trozo de carne torpe que sólo sirve para trabajar, reproducirse y morir —dijo el proxeneta y un brillo maligno le iluminó los ojos mientras volteaba la cara hacia Lincoln.

—No hemos venido aquí para escuchar tus amables palabras —ironizó Hércules.

—Estoy buscando a alguien.

—Eso a mí no me interesa. Por favor, estoy esperando a alguien. ¿Podéis marcharos antes de que os eche a patadas?

—Necesitamos una información, podemos pagarla bien —dijo Lincoln.

—¡Di a tu negro que esté bien callado! ¿No ha mirado a su alrededor? ¿Cree que necesito algo?

Lincoln frunció el ceño y apretó los puños, echando el cuerpo para adelante. Hércules miró a su compañero y le hizo un gesto para que se callara. El hombre sonrió y tomó una copa de fino cristal de la mesa.

—Perdónale, es forastero —se disculpó Hércules.

—Ya lo sé. No hay nada que pase en la ciudad de lo que yo no esté al corriente. Mis informadores están por todos sitios. Por eso has venido —comentó el hombre, al tiempo que se frotaba sus huesudas manos con la copa.

—Necesitamos información sobre un peruano.

—No me interesan vuestras investigaciones sobre ese barco yanqui; cuando los españoles salgáis con el rabo entre las piernas, los norteamericanos necesitarán igualmente mis servicios.

—Hernán —dijo Hércules pronunciando por primera vez su nombre—. Juan ha muerto.

Por un momento, la maliciosa sonrisa del proxeneta desapareció, fueron unos segundos, pero cuando recuperó su irónico gesto, no pudo disimular su contrariedad. El hombre se levantó y se llenó la copa. Se la bebió de un trago y llenó el vaso de nuevo.

—El peruano tiene algo que ver —añadió Hércules.

—No te preocupes, sé de quién hablas. En menos de una hora estará destripado y despellejado en el fondo de la bahía —dijo Hernán, dejando que la espuma de su saliva le cubriera la comisura de la boca.

—Si haces eso, nunca sabremos quién mató a Juan.

—Está bien. Ese maldito cabrón se aloja en El Margarita, ese tugurio de mala muerte al lado de la catedral, pero la mayoría de las noches viene aquí. Es raro que no te hayas cruzado con él en el salón.

—Gracias Hernán.

—No vuelvas a pronunciar ese nombre —ordenó el hombre, dio otro trago y les señaló con la mano la salida.

Los dos agentes se levantaron y salieron en silencio de la habitación. Nada más cruzar la puerta Lincoln intentó preguntar a Hércules quién era ese tipo, pero el español le hizo un gesto poniéndose un dedo sobre los labios. Bajaron las escaleras y observaron las mesas. La mayor parte de ellas estaban repletas de borrachos y jugadores, pero en una, un tipo con rasgos indígenas fumaba con la mirada perdida. Se acercaron hasta él y le miraron directamente a los ojos. El indígena no hizo el más leve movimiento. Entonces, Hércules lanzó una bala sobre la mesa y adelantando la cara le espetó:

—Veníamos a devolverte esto. El hombre observó el pequeño metal aplastado y tomando el proyectil lo miró sin prisa, como si tuviera un diamante entre sus dedos amarillentos.