Capítulo 27
La Habana, 21 de Febrero.
La luna llena de aquella noche alargaba la sombra de Vicente Yáñez. No le gustaba escaparse de su casa mientras su esposa dormía, pero junto al resto de los caballeros sentía el calor de una hermandad que trascendía a los lazos familiares. Unos meses antes vivía sin rumbo, empujado por la palpitante situación política de la isla, admirando a Martí, el líder de la revolución cubana, pero todo había cambiado. La causa revolucionaria era un pequeño reflejo de una lucha más importante y profunda. Entró en el edificio, descendió al sótano y tomó asiento en silencio esperando a que llegara el resto de sus hermanos. Poco a poco, todos los miembros de la orden fueron ocupando sus puestos, mientras charlaban animadamente unos con otros. Cuando llegó el Caballero Piloto los cuchicheos del resto de participantes cesó. Se sentaron alrededor de la mesa y pusieron sus espadas sobre ella. Tras el breve ritual de apertura, el Caballero Piloto comenzó a hablar.
—Esta hermandad lleva pocos años constituida en la isla pero, como parte de la gloriosa Orden de los Caballeros de Colón, el Caballero Supremo ha puesto en nuestras manos la llave para cambiar el futuro. No podemos permitirnos cometer más fallos. ¿Cómo es posible que todavía no hayan conseguido el libro de San Francisco?
—No se preocupe Caballero Piloto, esta misma noche recuperaremos el libro y el Caballero Supremo tendrá la llave para que la Iglesia de Roma recupere su grandeza perdida —dijo Vicente Yáñez con nerviosismo en la voz.
—Eso espero. Mañana llega el escudero León, tiene una misión secreta que cumplir, espero que le ayuden en todo lo que necesite. El informe que lleve al Caballero Supremo debe ser favorable.
Los caballeros se levantaron y tras convocarse a la Virgen Santísima, al gran Padre Celestial y a la Santa Iglesia de Roma, se despidieron. Yáñez salió de la sala y dejando los ornamentos en la entrada, tomó su sombrero y subió las escaleras. Ahora era un caballero de cuarto grado y los caballeros de cuarto grado conocían todos los misterios, pero también tenían que estar dispuestos a todos los sacrificios.
Madrid, 21 de Febrero.
Tras cerrar la puerta del consulado el secretario cruzó la calle a oscuras. Las farolas de gas escaseaban en la ciudad y los faroleros encendían manualmente las lámparas que apenas reflejaban una luz exigua y mortecina. La noche era extrañamente cálida para ser mediados de febrero, Young no se acostumbraba al clima español. En su ciudad, Nueva York, el clima era extremo pero sabías qué ponerte en cada momento. Caminó por la calle Alcalá hasta la Puerta del Sol y se perdió entre las callejuelas que llevaban al Teatro Real. La ópera en España era de muy baja calidad, pero una compañía italiana estaba en la ciudad y el secretario necesitaba relajarse un poco y olvidar las últimas semanas de trabajo agotador.
Dejó el sombrero y el abrigo en el ropero, subió hacia el palco y se sentó en la primera fila. El palco estaba vacío, un pequeño capricho que el secretario podía permitirse en un país pobre. No le gustaba que los ruidosos españoles le molestaran en uno de los pocos momentos en los que recuperaba la calma necesaria para seguir adelante.
La ópera empezó con puntualidad, otra rareza en el informal horario hispano. Se levantó el telón y Young por fin pudo cerrar los ojos y escuchar la música. Una sombra al fondo del palco se aproximó hasta colocarse justo detrás del secretario.
—Señor secretario, veo que compartimos gustos.
El secretario se estremeció, la voz era conocida, pero nunca hubiera esperado que ese individuo fuera capaz de asaltarle en un lugar público como aquél.
—¿Qué hace usted aquí? Nadie puede vernos juntos —susurró Young mirando a los palcos más cercanos.
—No se preocupe, he entrado cuando la ópera había comenzado.
—¿Qué quiere? ¿Más dinero?
—No. Tan sólo advertirle de que usted y su amigo no están cumpliendo su palabra. El embajador está haciendo intentos para llegar a un acuerdo con España. Nosotros estamos haciendo todo el trabajo sucio, pero si esto se supiera en Washington puedo asegurarle que rodarían muchas cabezas y la primera sería la suya.
—No se preocupe, el acuerdo es imposible, el gobierno español nunca aceptará renunciar a Cuba pacíficamente.
—Eso esperamos —dijo amenazante la voz.
La sombra salió del palco con tanta rapidez que Young tardó un momento en darse cuenta de que estaba de nuevo a solas. La visita inesperada de ese individuo había estropeado su único momento de tranquilidad. Teodoro tenía que saber lo antes posible que aquellos tipos empezaban a impacientarse.