Capítulo 56
La Habana, 11 de Marzo de 1898.
—Entonces, según usted, capitán Converse, en base a estos planos, ¿puede afirmar que se produjeron dos explosiones? —preguntó Sampson a regañadientes. No aceptaba que el capitán de fragata, George Converse, jefe de cuerpo del Montgomery, declarara como técnico, tratándose de un chupatintas de Negociado; pero había sido impuesto por Long, como técnico especialista.
—Sí, señor. Eso explica que las placas del fondo y la quilla estén dobladas y tengan la forma de V invertida.
—¿Dónde se habría colocado la mina? ¿En un lateral del barco?
—No, señor. La mina fue depositada en el fondo del puerto.
—¿Podría una explosión interna en los paños de municiones doblar la quilla de ese modo? —volvió a preguntar el capitán Sampson.
—Tan sólo una explosión submarina en esa zona pudo doblar la quilla, señor.
Marix, que hasta ese momento apenas había realizado preguntas a ningún testigo, se dirigió a Converse y le preguntó:
—Señor Converse, mirando el plano del Maine, la ubicación de los paños de municiones de 23 y de 14 centímetros situados en proa ¿sería posible que éstos hubieran hecho explosión y hubieran dañado los dos lados del barco? ¿No pudo ser la fuerza del agua entrando simultáneamente por los dos lados, la que dobló la quilla?
—Me resulta difícil de aceptar que ese efecto fuera producido por una explosión del tipo que estamos suponiendo —contestó Converse empezando a juguetear con el plano nerviosamente.
—Entonces, ¿cómo es posible que los paños de municiones de proa también estallaran?
—No lo sé, señor.
Se hizo un silencio y Potter, intentando recuperar la credibilidad del testigo, sonrió y argumentó:
—Hay muchas cosas que nunca sabremos. Hoover no nos ha dicho nada de esta nueva teoría del capitán Marix. Usted, Marix, no es técnico de la Armada, ¿verdad? —el capitán Marix enrojeció—. Tampoco nos han hablado de esta teoría Powelson y sus buzos. El especialista que usted eligió, capitán Sampson—recalcó Potter.
—Llevamos dieciocho días con esta comisión, no podemos permitirnos el lujo de comenzar a investigar una nueva teoría. Washington y, lo que es más importante, los ojos de América están sobre nosotros. Debemos terminar nuestro trabajo y volver a casa.
Sampson, que en estos casos era siempre la voz discordante, se rindió. Presiones desde la secretaría de Long, presiones del embajador Lee, cartas amenazantes de los importadores azucareros y los periódicos de toda Norteamérica echando leña al fuego era demasiado, incluso para él.
—Escribamos ese maldito informe y salgamos de esta ciudad —dijo Sampson disolviendo la sesión.
La Habana, 11 de Marzo de 1898.
Los últimos días habían sido absorbentes. Lincoln había redactado y enviado a Washington varios informes, entrevistado a varios testigos en Cayo Hueso, visitado al embajador Lee y acompañado a Hércules en sus salidas nocturnas, para preguntar a la fauna noctámbula si había visto u oído algo sospechoso aquella noche. Helen escribió varios artículos.
Entre ellos, su amplia entrevista al general Máximo Gómez vendió más periódicos que todas las tiradas juntas del año anterior. Varios rotativos compraron el artículo y la periodista ganó, en pocos días, una fama inusitada en su país.
Los dos agentes y la periodista sabían que la Comisión estaba a punto de escribir sus conclusiones, por eso aceleraron su ritmo de trabajo. Helen sacaba información a Potter por las tardes, visitaba a Churchill y Gordon por las mañanas, llevando siempre pegado un guardaespaldas negro que Hércules había contratado. Mientras que ellos dos hacían preguntas por toda la ciudad, buscando algún nuevo testigo.
El 11 de marzo se respiraba más que nunca un ambiente prebélico en La Habana. Los cambios se veían por todas partes. El ejército español tomó las calles y las defensas de la ciudad fueron reforzadas. Los militares norteamericanos no podían salir de sus barcos y Lincoln, gracias a su falsa credencial de periodista, todavía no había sido expulsado de la isla. Por la noche había toque de queda y era peligroso aventurarse a salir. Pero Hércules desempolvó su vieja enseña militar y con sus contactos, los agentes se pudieron mover con cierta libertad.
Aquella noche, Lincoln se dirigió al Montgomery para hablar con el capitán del Maine, Sigsbee. Le costó mucho conseguir que le recibiera. El capitán se excusaba diciendo que hacía unos días habían tenido una entrevista y no tenía nada que añadir a su declaración. Después de varios intentos, aquella noche estuvo dispuesto a recibirle. Subió al barco y un marinero le llevó hasta los camarotes de oficiales. Llamó a la puerta y escuchó una voz que le invitaba a pasar. El capitán estaba sentado escribiendo. Cuando el agente entró, apenas levantó la vista y le indicó con la mano que se sentase en una silla.
—Disculpe que le moleste —dijo Lincoln intentando atraer su atención.
—Molestar, acierta con la expresión. No entiendo qué es eso tan importante que tiene que preguntarme —dijo Sigsbee refunfuñando.
—Tiene razón, pero nuevos datos me han obligado a volver a verle.
—¿Nuevos datos?
El capitán levantó la vista y observó por primera vez al agente. Su mirada reflejaba sorpresa y temor. Dejó la pluma y se incorporó hacia atrás.
—Soy todo oídos.
—Tenemos unos testigos que afirman dos asuntos que usted no incluyó en su declaración. En primer lugar, usted recibió una visita a eso de las ocho, la noche de la explosión.
Lincoln aguardó unos instantes, para observar el efecto de sus palabras. El capitán comenzó a sudar y a dar pequeños sorbos a su taza de té.
—Absurdo —dijo por fin.
—Conocemos la identidad de la persona que le visitó aquella noche. La información proviene de la Comisaría de policía de La Habana.
Sigsbee palideció. Las manos le temblaban y empezó a rehuirle la mirada. Lincoln imprimió más ritmo a la charla, intentando que el capitán no tuviera mucho tiempo para preparar sus respuestas.
—El Almirante Mantorella. ¿Conoce al Almirante Mantorella? —preguntó incisivamente Lincoln.
—Claro que le conozco, es el jefe del puerto. Por cortesía nos hemos entrevistado varias veces —dijo Sigsbee soltándose alguno de los botones del cuello de la camisa.
—¿Estuvo a bordo el Almirante la noche que explotó el Maine? El capitán dudó por unos instantes, pero terminó negando con la cabeza.
—Sabe que mentir a un agente federal es un delito muy grave. Ésta es una investigación oficial. Le he dicho que tenemos testigos y un informe de la policía de La Habana —Lincoln balanceó unos papeles delante de la cara del interrogado.
—Bueno, estuvo, pero se marchó antes de la explosión —terminó por confesar.
—Eso ya lo sabemos, capitán Sigsbee. El Almirante no estaba durante la explosión, porque se marchó con usted, capitán.
—¿Qué dice? ¿Se ha vuelto loco? —el capitán tartamudeaba.
—Usted y el Almirante salieron una hora antes de que el barco explotara. Creemos que se dirigieron a un prostíbulo en la parte alta de la ciudad, allí bebieron con dos señoritas, que, por desgracia, están muertas. Dichas señoritas, visitaron este barco unos días antes.
—No le consiento —dijo Sigsbee levantándose de la silla.
—Siéntese capitán. Creemos que fue víctima de una trampa. Alguien quería que esa noche usted estuviera fuera del Maine y lo consiguió. Mantorella y usted mintieron. Sabía que abandonar un barco de guerra en plena crisis diplomática, con la práctica totalidad de los oficiales fuera de servicio, era una falta gravísima. Pero le dio tiempo a llegar, en medio de la confusión nadie se dio cuenta de su ausencia —dijo Lincoln. Esperó unos segundos a que el capitán recapacitara y luego le preguntó—. ¿Cree usted que Mantorella le tendió una trampa?
—No, Mantorella es un buen amigo.
—¿Son amigos?
—Desde que llegué a La Habana, los dos mantuvimos una correcta relación de caballeros. Él no deseaba la guerra y yo tampoco. Por desgracia yo serví en la Guerra Civil y puedo asegurarle que fui testigo de atrocidades terribles. Mantorella y yo luchábamos juntos para evitar la guerra.
—Entonces, ¿quién le pudo tender una trampa?
—No lo sé. A lo mejor el embajador Lee, desde mi llegada a La Habana no dejó de presionarme para que mandara informes negativos sobre la situación en la ciudad. Incluso me insinuó que provocar un incidente diplomático podía ser muy oportuno.
—¿Por qué no declaró eso a la Comisión?
—¿Y mi honor, mi esposa, la carrera que durante tantos años he mantenido limpia e intachable? —Sigsbee se derrumbó. Ya no podía soportar la culpa. Su propia mentira había terminado por hundirle.
—¿Tiene algo más que añadir? —preguntó Lincoln suavizando la voz.
—Los muertos —dijo desgarrado.
—¿Qué muertos?
—Mis marineros.
—¿Qué pasó?
—No pude reconocer a muchos de ellos.
—Pero eso es normal, la explosión seguro que los desfiguró y el impacto de todo lo acontecido —intentó explicar Lincoln.
—No me entiende. La mayor parte de los muertos no eran marineros del Maine.
—¿Qué?
—Eran desconocidos. Nunca los había visto.
—¿Por qué no lo denunció?
—Tenía miedo a que los que organizaron todo presentasen pruebas de que yo no estaba aquella noche al pie del cañón. Pensé que alguien de arriba ordenó que hundiesen mi barco.
Los ojos de Sigsbee centellearon de rabia. Aquel hombre impasible parecía consumirse por dentro.
—Entiendo.
—Fueron enterrados rápidamente, para que nadie pudiera verlos.
—Me deja sin palabras, capitán, sin palabras —comentó Lincoln. La verdad comenzaba a flotar en medio de la emponzoñada bahía de La Habana.
La Habana, 11 de Marzo.
La casa estaba iluminada aquella noche. Los Mantorella celebraban una fiesta. Alicia Mantorella, la primogénita, cumplía catorce años y comenzaba a ser mujer. Hércules no sabía nada de la celebración pero, por respeto a la señora Mantorella, vestía un traje nuevo, un sombrero sin agujero de bala y estaba afeitado. Llamó a la puerta y un criado vestido de gala le llevó al estudio del Almirante. Unos minutos después, Mantorella entró vestido con frac en el estudio y muy cordialmente saludó al agente.
—Hércules, creía que se te había tragado la tierra —le dijo abrazándole. El agente se mantuvo rígido y no hizo ningún ademán de devolverle el saludo.
—¿Por qué me has utilizado? —le preguntó a bocajarro.
—No te entiendo —dijo el Almirante congelando la sonrisa.
—No sigas jugando conmigo. Lo sé todo. Sé que esa noche estuviste en el barco, lo de tu amistad con Sigsbee, lo del burdel francés.
—¿De qué hablas? ¿Has vuelto a beber?
Hércules cogió a Mantorella por la solapa y a un centímetro de su cara con los dientes apretados, le miró a los ojos.
—Pensaste que un borracho no se enteraría de nada, que el pobre Hércules, el fracasado, no descubriría lo de Sigsbee.
—Nosotros no tenemos nada que ver con el hundimiento del barco —contestó Mantorella aturdido.
—Lo hundieron delante de vuestras narices y no os disteis ni cuenta.
—Sigsbee y yo nos hicimos amigos. Buscamos las fórmulas para impedir la guerra.
—¿Impedir la guerra? Si hubiera sabido lo que sé ahora, quizás habría encontrado algo, pero puede que ya sea demasiado tarde; que los que hundieron el Maine estén lejos y hayan conseguido su objetivo.
—Déjame.
El agente soltó al Almirante y éste se fue al fondo de la mesa y se sirvió un coñac. Le ofreció a Hércules, pero éste negó con la cabeza. Allí enfrente, con su pajarita torcida y los ojos rojos, Mantorella parecía una sombra de sí mismo. Miró a Hércules e intentó justificarse.
—Tienes razón, te oculté todo eso. Pensé que no era relevante para la investigación. Pero te escogí a ti, porque eras el mejor.
—Entonces, ¿por qué Sigsbee negó la posibilidad de un accidente?
—Un accidente le convertía a él en responsable y además, él sabía que alguien había volado el Maine. Creíamos que llegaríais a descubrir a los culpables sin nuestra ayuda.
—¿Quién os facilitó las prostitutas? ¿Lee?
—Eso pensaba yo, pero realmente fue Hearst, el periodista.
—¿Hearst en La Habana? —preguntó extrañado Hércules.
—¿No sabías que su yate estuvo varias semanas en el puerto hasta que los de aduanas le echaron?
—Sabía lo del yate, me lo dijo el comisario, pero no lo de Hearst. ¿Cómo te enteraste?
—El muy cabrón nos dejó su tarjeta de visita, pero en ese momento no lo entendí.
—¿Qué tarjeta?
—Esa noche, en mi puesto de guardia alguien dejo un periódico suyo. No le di importancia, pero cada vez estoy más convencido de que él tuvo algo que ver.
El yate de Hearst estuvo en el puerto, cerca del Maine, el magnate contrató a las prostitutas para alejar a las dos personas que podían impedir el hundimiento. Todo comenzaba a encajar, —pensó Hércules.
Miró la botella de ginebra y se sirvió una copa. El alcohol le quemó la garganta y por unos segundos recuperó la serenidad.
—¿Qué piensas?
—Nada, tengo que irme. Saluda a tu hija y a tu mujer de mi parte. Creo que todavía tenemos una oportunidad.
—La guerra es inminente, Hércules, no te engañes.
—Tal vez la guerra sí, pero es hora de que se sepa la verdad, cueste lo que cueste.