Capítulo 59
Nueva Haven, Connecticut, 24 de Marzo de 1898.
Meterse en la guarida del zorro para intentar atraparle era sin duda una medida desesperada. El tiempo apremiaba y ellos sabían que únicamente con pruebas podían desarticular la trama que habían intentado comprender durante aquel largo mes de invierno. Los Caballeros de Colón eran una de esas piezas, de esas malditas piezas que no logran encajar en ningún sitio del puzzle y se dejan para el final, con la confianza de que en el último momento, por fin, terminará por ocupar el lugar que le corresponde.
¿Por qué los Caballeros de Colón habían contribuido a financiar el hundimiento del Maine? De que Helen, Hércules y Lincoln lograran responder esta pregunta, dependía que el presidente diera marcha atrás en el último momento y pudiera evitarse la guerra.
Los acontecimientos se aceleraban. La Comisión de Investigación de la Armada se mantuvo en Cayo Hueso unos días, terminó el informe y comisionó el día 19 de marzo al capitán Marix para que lo llevara a Washington junto a un grupo de oficiales del Maine. Marix llegó a la ciudad el 24 de Marzo.
El informe dejaba patente que la Comisión no había podido demostrar la autoría del atentado, pero determinaba que la explosión había sido provocada, lo que dejaba a España en una delicada situación. McKinley sabía que no podía demorar mucho tiempo el envío del informe al Congreso, y una vez que el informe llegara a las dos Cámaras, la suerte estaba echada. Por eso, era tan importante para Lincoln y Hércules encontrar el contacto entre los Caballeros de Colón y el A.I.N. De esta manera, se daría con la clave y se descubriría el hombre que ordenó la operación. El mismo que había ordenado que asesinasen a Juan.
Los agentes vigilaron la sede de la orden de los Caballeros de Colón. Helen les había facilitado la ubicación de la sociedad secreta, gracias a la información del fallecido señor Hayes. A pesar de todo, tenían un problema, no conocían el aspecto del nuevo Caballero Supremo, tan sólo sabían que su nombre secreto era Natás. Por lo que, debían introducirse en la casa, intentar fisgar en la reunión del Consejo Supremo y, si venía al caso, sacar la información por la fuerza a alguno de sus miembros.
Lincoln tomó el último trago de té frío de una pequeña cantimplora y miró a Hércules, que acostumbrado al templado clima caribeño, estaba enfundado en un gorro de lana, guantes, bufanda y todo tipo de artilugios contra el frío.
—Maldito clima —se quejó el español—. Ahora entiendo por qué los españoles no colonizamos estas congeladas tierras del norte.
El agente norteamericano sonrió. Ahora estaba en su terreno y disfrutaba observando el desconcierto de su compañero.
Poco a poco, todos los miembros del consejo fueron llegando a la casa. Los agentes contaron hasta trece y, después de asegurarse de que nadie más se acercaba al edificio, entraron en el jardín de la casa colindante, saltaron una pequeña tapia y penetraron en el sótano, por la trampilla de la madera para la caldera. Lo tenían todo estudiado. La noche anterior habían realizado varias veces aquella operación y nadie, al parecer, se había percatado de su presencia.
Una vez en el sótano, abrieron la puerta, penetraron en un pasillo semioscuro, iluminado tan sólo por unos candelabros con velas en la pared y se aproximaron a la sala del Consejo Supremo de los Caballeros de Colón. En la entrada, algunos bastones y sombreros descansando sobre una mesa anunciaban que la reunión ya había comenzado. Lincoln sacó su pistola y se puso a vigilar las espaldas del español. Éste, agachándose se introdujo en la pequeña antesala del salón del consejo. Allí, encogido, apenas sin respirar, para poder escuchar mejor los murmullos mortecinos que se escapaban a través de la puerta entreabierta, Hércules logró oír una voz siniestra que parecía muy enfadada.
—¡Nuestros planes corren un serio peligro! —gritó—. Los caballeros de Cuba no han cumplido su misión, han desbaratado todos nuestros planes. Años de preparación y muchos dólares tirados a la basura.
—Amado Caballero Supremo —dijo una voz apagada de acento cubano—. Esos entrometidos son los culpables. Nos hicimos con el libro, localizamos el lugar, pero algo falló. Los dos caballeros nunca regresaron, como si la tierra se los hubiese tragado.
—¿Cómo es posible que habiendo tenido el libro en nuestro poder, no sepamos dónde está el tesoro de Roma? —preguntó el Caballero Supremo.
—Amado Caballero Supremo, usted ordenó que sólo los dos caballeros leyeran el libro y conocieran la ubicación del tesoro. Nos advirtió que había que respetar lo estipulado por los padres franciscanos a Colón. Debían entrar dos sacerdotes, bendiciendo y consagrando la iglesia, para escapar de la muerte y de la ira de Dios.
—Dios nos castigó por algo —dijo el Caballero Supremo. Llenando con tanto odio la palabra Dios, que parecía una blasfemia en sus labios. Después continuó diciendo—. Los hombres están listos, un ejército de más de cincuenta mil caballeros y escuderos. Además, hemos conseguido unir a nuestra causa a los antiguos confederados que buscan la revancha contra esos malditos burócratas de Washington, pero necesitábamos ese dinero para hacernos con el control.
—Actuemos de todas formas. La Marina está volcada en preparar la guerra contra España, como queríamos. El gobierno tiene gran parte del ejército concentrado en Florida, conquistar Washington no puede ser muy difícil —dijo una voz que hasta ese momento no había intervenido, pero que a Hércules le era familiar.
—¿Tenemos el apoyo de los oficiales? —preguntó el Caballero Supremo.
—De muchos, sí. Aunque, por desgracia hay miles de miembros de la Iglesia que no quieren unirse a la causa. El legado del Papa tampoco termina de decidirse —dijo otro caballero.
—Esos cobardes. No me extraña que la Iglesia esté a punto de caer de rodillas ante los comunistas y socialistas. El Papa no deja de hacer encíclicas a favor de los obreros. Salvaremos a la Iglesia, quiera ella o no —dijo uno de los caballeros.
Se escuchó un murmullo de aprobación y Hércules aprovechó esos segundos para intentar recordar dónde había escuchado esa voz. Estaba seguro de que no era la voz de Sampson, tampoco la de Sigsbee ni la de Lee. ¿De quién era entonces?
—Debemos actuar con cautela, pero con rapidez. Tenemos muy pocos aliados en el Congreso y en el Senado. El ejército sólo está en parte con nosotros y, aunque todos los sureños y católicos se nos unieran, quedarían todavía millones de herejes y masones que combatir. Queridos caballeros, no olviden nuestro juramento secreto —dijo el Caballero Supremo.
Se escucharon unas sillas al moverse y el grupo de hombres comenzó a recitar su credo:
En presencia del Todopoderoso Dios, de la bienaventurada Virgen María… declaro y juro que su Santidad el Papa es viceregente de Cristo y que en virtud de las llaves para atar y desatar, dadas a su Santidad por mi salvador Jesucristo, tiene poder para deponer reyes herejes, príncipes, estados, comunidades y gobiernos y destruirlos sin perjuicio alguno.
Por lo tanto con todas mis fuerzas defenderé esta doctrina y los derechos y costumbres de su Santidad contra todos los usurpadores heréticos o autoridades protestantes o liberales.
Renuncio y desconozco cualquier alianza como un deber con cualquier rey hereje, príncipe o estado, llámese protestante o liberal, la obediencia a cualquiera de sus leyes, magistrados u oficiales. Declaro igualmente que ayudaré, asistiré a cualquier Caballero de Colón al servicio de su Santidad, en cualquier lugar que esté.
Prometo y declaro, no obstante, que me es permitido pretender cualquier religión herética con el fin de propagar los intereses de la Madre Iglesia, guardar los secretos y no revelar todos los consejos de los Caballeros de Colón, y a no divulgarlos directa o indirectamente, por palabra escrita o de cualquier otro modo, sino ejecutar todo lo que sea propuesto, encomendado y se me ordene por medio de ti, mi grandísimo Padre o cualquiera de esta Sagrada Orden.
Declaro además que no tendré opinión ni voluntad propia, ni reserva mental alguna, sino que obedeceré cada una de las órdenes que reciba de mis superiores.
Prometo y declaro que haré, cuando la oportunidad se me presente, guerra sin cuartel, secreta o abiertamente, contra todos los herejes, liberales, judíos, protestantes y masones, tal como me ordené hacerlo, extirpándolos de la faz de la Tierra; que no tendré en cuenta edad, sexo o condición; y que colgaré, quemaré, destruiré, herviré, desollaré, estrangularé y sepultaré vivos a estos infames herejes, abriré sus estómagos y los vientres de sus mujeres, y con la cabeza de sus infantes dará contra las paredes a esta execrable raza.
Todo lo cual juro por la bendita Trinidad y el bendito sacramento que estoy para recibir, ejecutar y cumplir este juramento secreto.
Hércules sintió cómo se le ponía la piel de gallina al escuchar aquellas palabras. Aquellos locos fanáticos querían dar un golpe de estado e instalar una especie de régimen dictatorial regido por sus leyes crueles.
Cuando las voces se ahogaron, el español salió de la antesala y con un gesto indicó a su compañero que abandonara el sótano. Una vez en la calle, el frescor del invierno pudo despejar su cabeza cargada con las horrorosas voces de aquellos juramentados.
Esperaron frente a la casa y, uno a uno, salieron los miembros del Consejo. Pero uno de los últimos en abandonar el lugar era un viejo conocido. Hércules señaló al hombre y comenzaron a seguirle hasta que penetró en una de las solitarias callejuelas de la ciudad. Los dos agentes aceleraron el paso y Hércules puso su mano sobre el hombro del individuo.
—Hola, no esperaba verle por aquí —dijo el español, mientras el hombre, con los ojos desencajados y la cara pálida, se paraba en seco.