Capítulo 41
Isla de Guanahaní, Archipiélago de las Bahamas, 13 de Octubre de 1492.
Las tres carabelas estaban fondeadas frente a la playa de la isla. Aquella mañana, como tenían por costumbre, los indígenas se acercaron a los barcos y desde sus canoas ofrecieron a los marineros: papagayos, algodón y azagayas. Todos los españoles se sentían eufóricos. Nunca nadie había estado antes en esas tierras. Los naturales los veían como semidioses.
El Almirante Colón parecía más preocupado que antes de avistar tierra. Durante todo el viaje había mantenido una sangre fría admirable. Con firmeza controló varios conatos de rebelión, gestionó los víveres y no dudó ni por un instante del rumbo y el éxito de la misión, pero ahora parecía taciturno y pasaba muchas horas en su cámara.
Cristóbal Colón repasaba a todas horas el librito que había mantenido oculto de miradas indiscretas. Casi dos años antes, dos frailes amigos suyos en el monasterio de La Rábida se lo habían entregado secretamente. Ellos le habían convencido de que era el hombre elegido por la Providencia para salvar a la Iglesia del mal, aunque ahora, perdido en medio de la nada, se sentía confundido.
Inocencio VIII era un papa títere. Los Colonna, los Orsini y sobre todo, la familia Della Rovere, dominaban la Iglesia. Durante siglos los patricios de Roma e Italia habían puesto y quitado papas, pero en las últimas décadas las cosas marchaban mal para los seguidores de Cristo. Los franceses ambicionaban Italia y ante la invitación de Inocencio VIII de invadir Nápoles y derrocar a su enemigo Ferrante, ponían en peligro a la cristiandad. Los reyes de Francia siempre habían ambicionado dominar la Iglesia. Desde Carlomagno, los francos habían buscado la manera de recuperar la figura imperial, sustituyendo el trono santo del Vicario de Cristo, por el pagano cetro de los césares romanos.
Los padres franciscanos llevaban dos siglos intentando reformar la Iglesia, pero sus intentos habían sido inútiles. Los verdaderos cristianos perdían poder y los impíos copaban las dignidades eclesiásticas y los asientos en la cátedra de San Pedro. Pero la Providencia había provisto de dos instrumentos para devolver el depósito de la fe a sus verdaderos dueños: los Reyes Católicos, los monarcas más píos y sabios de Europa y la audacia de un marinero, Cristóbal Colón.
La nueva cruzada necesitaba dinero. Los Reyes Católicos estaban rodeados de enemigos y quitar del solio pontificio a Inocencio VIII suponía un esfuerzo oneroso. ¿Qué mejor momento que éste para recuperar el tesoro de Roma?
El Almirante reposaba recostado repitiendo en su mente las palabras de los dos frailes. Él mismo les había dicho a los Reyes Católicos que con el oro que les iba a llevar podrían realizar la mayor de las cruzadas de la historia. Ahora se encontraba en las costas de aquella tierra legendaria y las dudas le asaltaban. El diario de la princesa vikinga Gudrid, viuda de Thorffinn, el primer europeo en pisar aquellas tierras, le había conducido hasta allí, pero, ¿cómo podía buscar el tesoro en aquel mundo extraño?
El propio Almirante había viajado por el norte hasta Groenlandia, rodeando Islandia y se había adentrado más allá de La Bahía del mal, al oeste de Irlanda. Durante años había escuchado de boca de muchos marineros nórdicos que había un paso a tierras desconocidas desde Groenlandia a una tierra llamada Vinlandia o Tierra del Vino, pero hasta que leyó el diario de la princesa Gudrid, desconocía el paso a través del océano, dejando atrás las costas de las Islas Canarias.
Tomó entre las manos el manuscrito encuadernado y volvió a releerlo. Su latín era claro y la letra tan bien trazada, que le parecía increíble que una princesa bárbara de Islandia tuviese una caligrafía tan perfecta.
Año de nuestro Señor de 1019.
Las jornadas caen del árbol sagrado y ninguna primavera volverá a colocarlas en sus ramas. Hace seis largos años que estuve en la gran ciudad. Visité las cien iglesias y adoré en la gran basílica, delante del Santo Padre.
Mi esposo Thorffinn, príncipe de príncipes, lleva más de diez años navegando en su barco por el último mar, el que lleva a la costa donde está el Walhalla. Los genios le ascendieron después de que hubiera cumplido su misión, donde le espera el maestro Cristo. Thorffinn era un hombre valiente. Su esquife llevó a los hombres justos más allá de las costas de Vinlandia, hasta unas tierras cálidas llenas de aves de colores, árboles de frutos dulces y mujeres morenas.
Mi camino a Roma fue más corto. Surqué el mar del Norte hasta Cork, desde allí costeamos el continente hasta que por las columnas de Hércules entramos en el Mare Nostrum, recogimos víveres en Barcelona y proseguimos viaje hasta Ostia, donde desembarqué con mi séquito. La ruta norte parecía más segura en aquellos días, ya que eran numerosas las embarcaciones piratas, los navíos musulmanes y los barcos bizantinos que se enfrentaban a cualquier barco que vieran en el mar. Los normandos, nuestro pueblo hermano, también llegaron a Italia invitados por Meles, un noble lombardo que odiaba el poder bizantino. Por lo que el sur de la Península era el escenario de terribles enfrentamientos entre los musulmanes de la próxima Sicilia, los lombardos y los bizantinos.
Roma no estaba en aquella época mucho más sosegada. El nuevo papa, Benedicto VIII llevaba unos meses en el trono de San Pedro, cuando llegamos a la ciudad eterna. La elección del nuevo papa, al parecer, no había sido fácil. Los Crescencio tenían como candidato a un tal Gregorio, pero el emperador alemán Enrique II dio su apoyo a Benedicto, por lo que el Papa se encontraba en medio de la lucha entre los germanos y los bizantinos.
La Basílica de San Pedro era un edificio sencillo, pero en el que se sentía una espiritualidad especial. En la ciudad recorrí con emoción los lugares sagrados. Visité el Coliseo, donde tantos buenos cristianos habían sido sacrificados. El Foro estaba completamente destruido, pero me impresionó la belleza de un mundo que había desaparecido para siempre. En aquellas lejanas jornadas, traje a la memoria a mi hijo Snorre, él hubiera disfrutado más que yo la visita a las catacumbas; besando con devoción las tumbas de los santos y rezando delante de la Madonna.
El papa Benedicto VIII me recibió sin mucha pompa. Para él sólo era una mujer bárbara que venía del otro lado del mundo. Narré al altivo Papa los viajes que yo y mi amado esposo habíamos realizado a Vinlandia y cómo los vientos nos habían llevado a reinos exóticos, donde los árboles daban frutos tan grandes como la cabeza de un hombre y el clima era siempre suave y cálido. Rogué al santo Padre que me concediera la gracia de llevar en mi viaje de regreso a un grupo de monjes y monjas para Islandia, Vinlandia y a las nuevas tierras descubiertas, pero Benedicto VIII me miró con sus ojos salto25nes y con una leve sonrisa me comunicó en su educado latín, que en Noruega e Islandia ya había religiosos que podían hacer esa labor.
Reconozco que salí entristecida de mi audiencia. La peregrinación a Roma no había servido para que el Papa bendijese las nuevas tierras ni las cristianizase.
La última noche que pasaba en la Ciudad Eterna, justo antes de tomar de nuevo rumbo a mi amada Islandia, recibí una visita inesperada.
Cuando las tinieblas invadieron la populosa ciudad, un curioso personaje llamó a la puerta de la casa donde me alojaba con mi comitiva. Un siervo me anunció la llegada de un poderoso romano que quería verme antes de que marchara para mi patria. Al principio dudé en recibirle. Una mujer viuda y cristiana no debería recibir a un hombre en sus cámaras y menos, en mitad de la noche, pero he de reconocer que me pudo más la curiosidad. Prefería no llevarme un mal recuerdo de Roma y aquel curioso encuentro podía levantar mi decaído semblante.
Vestida con una larga bata esperé al desconocido. Tras un breve anuncio de mi siervo, entró en la cámara un hombre de pequeña estatura, de pelo canoso y algo chepudo. Cuando se acercó a la luz pude observar su rostro arrugado y unos enormes ojos verdes que penetraron hasta el más oculto de mis pensamientos. Conocía a aquel hombre. Le había visto en la corte del Papa.
El misterioso personaje me saludó con gran respeto y después de deshacerse en halagos me explicó el motivo de su intempestiva visita. Las velas que iluminaban la estancia fueron consumiéndose mientras que Crescencio, con ese nombre se presentó el extraño, me relató cómo su familia había servido al Papa y a la Iglesia durante más de quinientos años. Los Crescencio habían sido chambelanes de la corte pontificia, guardianes de las llaves del tesoro del Santo Padre y protectores de los secretos de Roma.
Tras narrar, con el semblante macilento, los desgraciados últimos quince años, en los que seis papas y dos supuestos antipapas habían traído el oprobio a la Iglesia, sus ojos se llenaron de lágrimas. Me contó con todo lujo de detalles la suerte del papa Juan XVI, la crueldad con la que el emperador y el Papa Gregorio V le había tratado, arrancándole sus ojos, sus orejas, la nariz y más tarde la lengua.
Por desgracia, hasta la propia Islandia habían llegado los rumores sobre la cruel muerte de Juan XVI, pero lo que no sabía era que el verdadero crimen del papa cruelmente asesinado había sido no querer desvelar el escondite de un fabuloso tesoro, que el emperador Constantino había donado a la iglesia hacía más de setecientos años.
Crescencio me explicó cómo los germanos buscaban desesperadamente el tesoro de Roma. De hecho, estaba previsto que el emperador de Enrique II viniera a Roma para ser coronado y buscar el tesoro, para realizar sus sueños imperiales.
Cuando el hombre terminó de contar todo su relato, le miré y le pregunté por qué me había confiado aquella dura carga. El pequeño hombre se aproximó hasta mi oído y en un susurro me dijo: Observé en vuestra audiencia la virtud que desprendía vuestro devoto semblante. Viuda Gudrid, hace muchos años que la codicia y los deseos engañosos del corazón no anidan en vuestro ánimo. Usted se acerca con paso firme a la santidad y es por eso que la Iglesia necesita que realice una misión muy importante.
Me aparté un poco del hombre y le observé por unos segundos. Sus feos rasgos expresaban sinceridad y desesperación. Me sentía tan confundida, ¿cómo yo, una pobre viuda, podía servir a la Iglesia de Cristo?
Crescencio me miró y como si leyera mis pensamientos dijo: En el servicio a Dios, el más pequeño es el más grande y el último es el primero. Escuché su apasionado relato sobre las nuevas tierras descubiertas. Esos hombres necesitan conocer el mensaje de la fe, pero sólo puede llegarles si vos se compromete a guardar el tesoro de Roma.
El tesoro de Roma. Aquel hombre me pedía que llevara hasta la lejana tierra meridional el precioso e inigualable tesoro de Roma. Pero, ¿cómo? Tan sólo poseía el pequeño barco de mi hijo y un grupo reducido de siervos. Le reconvine sobre los mil peligros a los que se exponía el tesoro. Piratas, naufragios y asalto25s. Además, ¿qué podía hacer la Iglesia sin su fabuloso tesoro? ¿Cómo defendería sus fronteras?
El chambelán me informó que si el tesoro no salía de Italia, Enrique II se haría con él. Aquel tesoro debía cumplir un papel importante en la historia de la Iglesia, pero no debía usarse hasta que el hombre de la Providencia fuese enviado por el Altísimo. Intenté convencer al hombre de que tardaría años en cumplir mi misión. Que debería recorrer con el tesoro todo el Mare Nostrum, cruzar las columnas de Hércules, costear Hispania, después Normandía, Inglaterra, Escocia e Islandia. Esto en una primera parte del viaje, pero que la segunda parte era más peligrosa y temible. Crescencio sacó de debajo de su abrigo un pergamino y sonriendo lo extendió sobre el suelo. El mapa de Sartorio, me dijo. Un general rebelde que en la época de la República de Roma había viajado hasta las tierras que yo había descrito al Papa, pero por una ruta más corta. Atravesando el mar tenebroso, aprovechando unos vientos que nacían cerca de Mauritania. Crescencio se comprometió a facilitarme dos naves, más provisiones y hombres para realizar el viaje. Debía acudir con mi barco hasta Tingris, cerca de las columnas de Hércules, donde dos barcos que saldrían aquella misma noche nos esperarían. Estaba asombrada. Me consideraba una mujer arrojada, pero la misión encomendada me hacía sentir perplejidad. Crescencio dejó el mapa en el suelo y se puso en pie. Me dirigió su mirada y con la voz quebrada me rogó que salvara a la Iglesia de Cristo. Acepté la misión con el convencimiento de que sólo triunfaría si Dios viajaba en aquellos barcos. No tenía nada que perder. Mi vida no significaba nada para mí, no temía las olas embravecidas y esperaba servir a aquel que consideraba mi maestro.
Crescencio me advirtió que por nada del mundo debía hablar del proyecto con mis siervos. Que escribiera el punto exacto donde estaría oculto el tesoro y la ruta seguida. Una vez terminado el viaje debía enviarle el mapa y el sitio donde se ocultaba el tesoro. Aquella noche me moví inquieta en mi lecho. Cuando el alba anunció el nuevo día hice mis oraciones y realicé la solemne promesa de que si mi viaje se coronaba con el éxito, dedicaría mi vida a la religión.
—Almirante. Escuchó Cristóbal Colón en la puerta de su cámara. Ocultó el libro y caminó hasta la puerta. Era el segundo cristiano que llegaba hasta aquellas tierras. ¿Sería él el hombre de la Providencia? Se preguntó mientras ascendía a cubierta.