Capítulo 58
La Habana, 14 de marzo de 1898
Hernán se dirigía a la parte alta de la ciudad. Su carruaje, lleno de filigranas, no pasaba desapercibido a los viandantes que se paraban a mirar aquellos caballos cubiertos de telas azules bordadas en oro, máscaras doradas y plumas por encima de las crines. La carroza enfiló la calle y subió despacio la cuesta que conducía a la parte rica. Hércules sabía que una vez a la semana Hernán dejaba sus negocios y tomaba el té con su madre. En cierto sentido, madre e hijo jugaban a disimular lo que los dos conocían; los turbulentos negocios de los que se mantenía el patrimonio familiar.
Hércules pensó que atrapar a Hernán fuera de su madriguera era mucho más seguro y fácil que introducirse de nuevo en su terreno. El español visitó a la dama, a la que conocía gracias a su relación con Carmen, y ésta, muy agradecida, le invitó para que se quedara y esperara a su pequeñín.
El carro se detuvo y un hombre vestido con colores chillones, con un traje de seda, descendió y entró en el pequeño jardín delantero. A la señora de la casa no le gustaban los matones que acompañaban a su hijo, por lo que les tenía prohibido introducirse en su propiedad.
Hernán entró en el salón de té con los brazos extendidos.
Mamuchi, tu amado hijo está aquí, —dijo el individuo, pero al ver a Hércules sentado junto a su madre palideció y se paró en seco.
—Hernán, hijito, mira quién ha venido a visitarnos. ¿No es casualidad que precisamente hoy, el único día que dedicas a esta pobre anciana, venga a vernos tu amigo del alma?
—Hola Hernán —dijo Hércules levantándose y esbozando una sonrisa sincera. El rostro del proxeneta, con sus ojos y boca muy abiertos, era un espectáculo que no se hubiera perdido por nada del mundo.
—Como tendréis que hablar de muchas cosas, esta pobre anciana os deja a solas. Querido, el té está caliente, tus pastas preferidas están ahí. Por favor, excúsenme —dijo la mujer caminando con pasos cortos y cansados hacia la puerta.
—Mamá, no hace falta. Puede quedarse —dijo por fin Hernán, pero la mujer miró a su hijo y le hizo un gesto de reprobación. Cerró las puertas y dejó a los dos hombres frente a frente.
—Pasa Hernán, acomódate —insistió Hércules tomando asiento.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves? —contestó mientras fruncía el ceño.
—No me hagas una escenita. ¿Quieres que mamá se disguste? Me parece que el que debe muchas explicaciones eres tú.
—¡Maldito! —exclamó Hernán sacando un cuchillo del pantalón. Hércules se lanzó sobre él y lo desarmó sin dificultad. Después agarrándole por los brazos lo lanzó contra el sillón.
—Dejémonos de rodeos. Te haré unas preguntas y me marcharé por donde he venido. Te prometo que no volverás a verme.
—Maldito borracho.
—Déjate de cumplidos. Sé que unos tipos te contrataron para que les sirvieras una entrega especial. Un grupo de pobres diablos que debían morir en el puesto de otros.
—No sé de qué me hablas.
—Me temo que sí. El comisario de policía nos contó lo de los mendigos. Después el capitán Sigsbee corroboró que la mayor parte de los muertos del Maine no eran tripulantes de su barco. ¿Quién te contrató?
Hernán corrió hasta los grandes ventanales de salón para pedir ayuda, Hércules le puso la zancadilla y cayó de bruces.
—No te esfuerces. Tu matón a estas horas estará ya fuera de combate. Mi amigo Lincoln se ha ocupado de él.
—Me las pagarás —le amenazó, señalándole con su huesudo índice.
—Está bien, me vas a obligar a usar la fuerza —dijo Hércules levantado la navaja. Hernán comenzó a suplicar y se retorció en el suelo intentando protegerse con brazos y piernas.
—No, por favor. Te diré lo que quieres saber.
—¿Quién te contrató?
—Un tipo norteamericano, un director de periódicos.
—¿En qué consistía el plan?
—Debía entregarle unos doscientos borrachos vestidos y uniformados. Él mismo me facilitó los trajes. Aunque apenas conseguí poco más de un centenar.
—Te dijo para qué los necesitaba.
—No, pensé que sería para alguna broma de mal gusto. Pero yo no pregunto a mis clientes nada.
—Y los hombres que le acompañaban
—Algunos eran cubanos, hablaban en inglés pero el acento los delataba.
—Dijeron o hicieron algo que llamara tu atención.
—No.
—Haz memoria —insistió Hércules levantando del suelo al hombre.
—Mi inglés no es muy bueno, pero hablaban de cosas técnicas de marineros; quillas, proa, paños de municiones, qué sé yo.
—Algún nombre extraño, algún dato.
—No recuerdo —dijo Hernán levantando los hombros. El agente le colocó la navaja en el cuello y el proxeneta añadió—. Bueno, repetían mucho unas letras o siglas.
—¿Qué letras? —preguntó Hércules impaciente.
—Algo como A.I.N.
—A.I.N.
—Sí, eso. También hablaron de actuar rápido, que los españoles sospechaban y habían enviado un correo secreto a España.
—Muy bien. ¿No ves cómo no era tan difícil? —dijo Hércules sonriendo y lanzando la navaja contra la mesita donde estaba la bandeja de plata y las tazas chinas.
—¿Qué haces? —dijo Hernán desclavando la navaja de la madera de nogal—. ¿Quieres que me mate mi madre?
Mientras el español abandonaba del salón, Hernán le siguió con la mirada. Toda esa maldita magia negra no ha servido de nada contra ese cerdo, —pensó mientras veía cómo Hércules se despedía de su anciana madre.
Hércules entró al jardín y detrás de unos setos encontró a Lincoln. El norteamericano, pistola en mano, vigilaba al gorila de Hernán, que sentado en el suelo atado de pies y manos, daba grititos con la mordaza puesta.
—Vamos —dijo secamente el español.
—¿Ha descubierto algo? —preguntó Lincoln guardando la pistola.
—Tenemos que salir para los Estados Unidos lo antes posible —afirmó Hércules—. La clave se encuentra allí.
—Pero, ¿qué te ha dicho?
—¿Te suenan las siglas: A.I.N?
—Claro. ¿Cómo no me iban a sonar?
—¿Qué significan?
—Agencia de Inteligencia Naval. La agencia de inteligencia más antigua de los Estados Unidos. Pero, ¿qué tiene que ver el A.I.N. con el Maine?
—La A.I.N. hundió el Maine —le soltó Hércules.
—¿Estás seguro? —preguntó sorprendido Lincoln.
—Lo estoy.
La Habana, 15 de Marzo de 1898.
El barco salió muy despacio del puerto. El sol despuntaba por la bahía y la negrura dejaba paso a los verdes y turquesas. Los castillos que flanqueaban el paso estrecho, los mismos que durante siglos habían protegido a la ciudad de piratas y enemigos, parecían desafiar al buque de guerra norteamericano que abandonaba La Habana. En su interior, además de la tripulación, viajaba la Comisión de Investigación de la Armada. Su trabajo en la isla había concluido y ahora pasarían unos días en Cayo Hueso y de allí tomarían rumbo para Washington. Pero aquella mañana, tres tripulantes civiles se encontraban en la cubierta superior de popa. Helen Hamilton, George Lincoln y Hércules Guzmán de Fox observaron por última vez los restos del Maine. El mástil de proa y el grupo de barquitas que acordonaba la nave eran la parte visible de una terrible desgracia, pero también simbolizaban, en cierto modo, un enigma a medio desvelar, cuya parte más importante permanecía bajo el agua; reposando sobre el cenagoso fondo de la bahía.
No era usual que tres civiles viajaran en un barco de guerra, pero dadas las circunstancias y a punto de empezar una guerra, era normal que los tres ciudadanos de origen norteamericano abandonaran la isla cuanto antes. Ésa fue la excusa que Helen contó al capitán Potter y que éste, a su vez, trasladó al capitán del barco.
—Siento como si mirara por última vez La Habana —dijo Hércules con los ojos hincados en el horizonte.
—La Habana ha superado muchos desastres, también superará otra guerra —dijo Helen apoyándose ligeramente sobre el hombro de Hércules.
—No me refiero a eso, Helen. La Habana, tal y como nosotros la hemos conocido, está a punto de desaparecer.
—¿Te entristece que os tengáis que ir? —pregunto Lincoln.
—En parte sí. No se pueden borrar de un plumazo quinientos años de Historia, pero siento como si esta ciudad hubiera perdido su inocencia.
El barco puso sus motores a toda máquina y la costa comenzó a menguar delante de sus ojos, hasta que el mar invadió el horizonte por completo.