Capítulo 40

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La Habana, 24 de Febrero.

Trabajar por la noche y descansar por el día se estaba convirtiendo en una costumbre para Hércules y Lincoln. El español parecía encantado y se movía con más naturalidad a aquellas horas y en aquel ambiente decadente de la noche habanera que por el día. El norteamericano, en cambio, prefería actuar a la luz del sol, a partir de las nueve de la noche su cuerpo respondía con lentitud y su mente se embotaba, pero, como los burdeles están más animados por la noche, y ellos tenían que pasar desapercibidos, no quedaba otro remedio.

Ser cliente de un burdel, aunque fuera en misión oficial, no entraba en los principios de Lincoln. Su padre, aunque no le gustaba hablar de ello, había sido predicador itinerante por Indiana. Un día sí y otro también salían a pedradas de los pueblos, donde un reverendo negro que alborotara a los esclavos no era bien visto. Ahora Lincoln, rompiendo la tradición familiar, iba a visitar el tercer prostíbulo en menos de una semana, y esta vez como cliente.

La casa de las putas francesas no tenía nada que ver con el antro repugnante de Hernán y dejaba como un cobertizo a la «Casa de doña Clotilde». A aquel lugar no iban los marineros del puerto, los pescadores o los soldados. Aquello era un burdel de lujo.

En la puerta, dos hombres corpulentos vestidos con esmoquin guardaban la entrada. Lincoln pensó que no le dejarían pasar. Incluso en su país, en algunos estados, no era bien recibido según en qué ambientes. Pero traspasó la puerta al lado de Hércules sin que los dos gorilas se inmutaran.

El hall era espectacular. Luminoso, amplio con una gran lámpara de araña. Nada que ver con los oscuros antros donde se movían últimamente. Las mujeres no parecían putas. Vestían como damas; paseando del brazo de hombres mayores o tomando ponche junto a una gran mesa repleta de exquisitos manjares. En el gran salón una orquesta tocaba melodiosos valses y dos docenas de parejas revoloteaban sobre sus pies, girando sin parar. Algunas damas estaban sentadas en sillas esperando que alguien las sacase a bailar.

Lincoln se sentía aturdido, llegó a pensar que se habían equivocado y se habían colado sin querer en alguna de las fiestas de la alta sociedad. Pero Hércules continuó caminando, examinándolo todo y recogiendo una copa de champán de una de las bandejas de los camareros.

—Lincoln, haga el favor de relajarse. Está pálido, y en su caso no es ningún cumplido —dijo el español sonriendo. Después se acercó a una de las chicas y la sacó a bailar. Mientras Hércules daba vueltas alrededor de la pista, el norteamericano comenzaba a impacientarse. No habían ido allí para pasarlo bien. Tenían que cumplir una misión.

Hércules sonreía, bebía y a ratos hablaba al oído de la mujer. Cuando terminó el segundo baile, el español dejó su compañía y se acercó a Lincoln.

—Es usted un verdadero muermo —dijo dejando la copa de champán intacta sobre una mesa. Lincoln cruzado de brazos miró a Hércules y, sin poder contenerse, le increpó.

—Le he visto actuar negligentemente, poner en peligro la misión, desviarnos de nuestro objetivo escuchando las fantasías del profesor, pero, en el fondo, creía que se tomaba más en serio su trabajo.

—Yo me lo tomo en serio, aunque observo que usted no. Estamos aquí para sacar información a unas señoritas, que como sospechen que somos agentes, no soltarán ni una sola palabra.

—Y usted, quiere marearlas con bailes, y una vez bien mareadas, sacarles la información, ¿verdad?

—Pues, gracias a aquella señorita de allí —dijo Hércules señalando a la atractiva mujer con la que había bailado— sabemos dónde están las chicas que estuvieron en el Maine. Lincoln bajó la mirada e intentó decir algo, pero las palabras se negaban a salir de su boca.

—Tenemos que encontrar a Michelle y Amelie —le espetó Hércules.

—¿Dónde están?

—Ellas no bajan al salón. Son dos de las damas más cotizadas de esta casa. Tienen un par de señores fijos que les dan todos los caprichos.

—Entonces, ¿cómo nos entrevistaremos con ellas?

—Sencillo. Pagando.

—Pero ha dicho que…

—Estas mujeres se compran, querido amigo. Sólo hay que tener el dinero suficiente.

Lincoln sacó todo lo que tenía de los bolsillos. Siempre llevaba todo el dinero encima, no se fiaba de los hoteles y prefería esconder su dinero cerca de la piel. Hércules le hizo un gesto cuando el norteamericano dejó cinco dólares en su mano, y volvió a registrar dentro de sus ropas sacando un fajo de billetes de diez.

—Espero que sea suficiente —dijo Hércules acercándose a un hombre que vigilaba la escalinata que llevaba a la planta superior. Hablaron algo y luego el español regresó—. Vamos a tener suerte. Esta noche las señoritas están libres.

Unos minutos más tarde, los dos hombres subían la escalinata. Lincoln caminaba a trompicones, con las manos en los bolsillos; su compañero con la cabeza levantada y los brazos atrás.

El hombre los dejó en la puerta de un salón. Entraron y vieron la sala ricamente decorada como la antecámara de las habitaciones de un príncipe. A cada lado había una puerta cerrada. Primero dudaron, pero después se sentaron en el sofá. Unos minutos más tarde, como en una especie de coreografía, entraron dos mujeres, una por cada puerta. La de la derecha era morena, de piel blanca y demasiado flaca para los gustos de la época. La de la izquierda era de pelo trigueño, con dos grandes ojos azules y unas pronunciadas curvas. Cuando estuvieron a la altura de los dos agentes se sentaron frente a ellos y les quitaron los zapatos, empezando a hacerles un masaje en la planta de los pies. Lincoln apartó el pie, pero la rubia, con una sonrisa, lo volvió a tomar y empezó a aflojar la bota.

—Señorita —dijo Lincoln bruscamente. Hércules le dio un codazo y sonrió a las chicas.

—Perdonadle, es novato en esto.

Las dos mujeres continuaron el masaje entre risitas.

—Ha sido una suerte que estuvieseis libres esta noche —dijo Hércules entablando conversación.

Ninguna de las dos abrió la boca, el norteamericano pensó que no sabían castellano. Al fin y al cabo eran francesas.

—Unos oficiales amigos nuestros nos hablaron muy bien de vosotras. Mi amigo —comentó señalando a Lincoln— es norteamericano. Últimamente hay muchos por aquí ¿verdad?

Ellas no hicieron caso al comentario y después de descalzar los pies a los hombres fueron a buscar unas bandejas con copas de champán y dulces.

—Mis amigos me dijeron que se encuentran vivos gracias a vosotras. Si no hubiesen estado aquí la noche que estalló el barco estarían muertos.

Se miraron una a la otra, pero esta vez no se rieron. Dejaron el sofá y escaparon hacia la puerta. Hércules corrió detrás de ellas descalzo y las agarró por las muñecas. Intentaron escabullirse, pero bruscamente tiró de ellas y las llevó de nuevo al sofá. Lincoln seguía sentado. No le había dado tiempo a reaccionar.

—¿Adónde vais palomitas? ¿Por qué tanta prisa? —preguntó Hércules.

—Será mejor que se marchen —dijo la morena con acento argentino.

—¿Por qué? Por hablar de unos amigos. ¿Acaso está prohibido?

—Nosotras no hablamos, trabajamos.

—Será mejor que no me ande con rodeos. Vosotras estuvisteis hace unos días en el Maine. ¿Quién os invitó a subir al barco?

Las chicas se quedaron calladas, pero su gesto arrogante se había ido convirtiendo en verdadero pánico.

—¿De qué tenéis miedo?

—Son hombres muy poderosos. Si decimos algo nos matarán —dijo la morena, a punto de echarse a llorar.

—Puedo protegeros.

—Y, ¿puedes darnos esto? —preguntó la morena señalando a su alrededor.

—Esos hombres no os dejaran con vida. Para ellos tan sólo sois dos putas que sabéis demasiado.

Lincoln comenzó a ponerse las botas. Notaba cómo un sudor frío le recorría todo el cuerpo.

—Nosotros podemos protegeros.

—No hemos hecho nada malo —dijo la rubia rompiendo a llorar.

—Lo sé —comentó Hércules dejando de apretarle el brazo y suavizando la voz.

—Ellos nos obligaron.

—¿A qué?

—A sacar información de los dos oficiales.

—¿Qué información?

—Cuándo se iba a marchar el barco, cuántos hombres se quedaban vigilando por la noche, a qué hora se cambiaba la guardia. Datos del barco.

—¿Quién os envió?

—Un norteamericano rico, pero no sé su nombre —dijo la morena al tiempo que miraba asustada hacia la puerta.

—Sí, pero actuaba en nombre de otros. De alguien importante.

—¿De quién? —preguntó Hércules volviendo a apretar la mano sin darse cuenta.

—Me hace daño —dijo la rubia.

Lincoln terminó de ponerse las botas y se puso en pie. Se acercó a las mujeres y comenzó a interrogarlas.

—¿Dónde estaban la noche de la explosión?

—Con unos clientes —dijo la rubia. La morena le hizo un gesto y después le increpó.

—Quieres callarte. Vas a conseguir que nos maten.

—¿Qué clientes?

No había terminado de hacer la pregunta el norteamericano cuando dos hombres corpulentos entraron en la habitación. Uno de ellos llevaba una pistola pequeña en la mano. Las mujeres se pusieron a gritar histéricas. El gorila apuntó a la rubia y disparó dos veces sobre ella. Lincoln sacó su revólver y dudó unos segundos antes de disparar sobre el hombre armado. La primera bala falló, pero la segunda le dio en una pierna.

—Cabrón —dijo el matón sujetándose la pierna con una mano. Disparó al norteamericano pero no acertó. El otro matón se lanzó sobre Hércules con una navaja en la mano. La chica morena aprovechó que el español la soltaba y corrió a la salida, pero el otro hombre disparó sobre ella. La mujer pegó un pequeño grito y calló al suelo. Lincoln disparó una tercera vez dando de lleno al matón, que se desplomó sobre la alfombra.

Hércules notó el frío de la hoja de la navaja en el brazo, pero logró derribar al hombre y ponerle debajo de su cuerpo. Golpeó la mano del gorila contra el suelo hasta que éste soltó la navaja y comenzó a golpearle la cabeza. No podía parar, aplastaba el cráneo del hombre contra el suelo y escuchaba el crujir de los huesos, los quejidos del matón y el sonido seco de los golpes. Lincoln le apartó del hombre inconsciente.

—Déjelo ya —dijo el norteamericano—. Se ha desmayado, tenemos que salir de aquí.

Observaron los cuatro cuerpos inertes sobre la alfombra y se dirigieron hacia la ventana. Había una considerable altura, pero no podían salir por la puerta principal, más matones no tardarían mucho en subir a ver qué pasaba. Tomaron impulso y se lanzaron sobre un gran árbol que había junto al edificio. Hércules estuvo a punto de caer al vacío. Al aferrarse al tronco, la herida le produjo un calambre que le obligó a soltarse unos segundos, pero volvió a aferrarse a las ramas. Descendieron del árbol, saltaron la valla por la otra calle y mientras corrían sobre los adoquines, el español se dio cuenta de que continuaba descalzo. Le vino la imagen de las dos chicas muertas sobre el suelo y notó una punzada en la cabeza. Habían muerto para nada, pensó. Llevaba mucho tiempo rodeado de prostitutas, pero era la primera vez que las veía como personas. Demasiado tarde, se dijo intentando borrar de su mente las caras de las dos chicas.