Capítulo 34

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La Habana, 21 de Febrero.

En la puerta del consulado norteamericano un hombre de aspecto desgarbado fumaba apoyado al lado de uno de los pilares de la verja. Su traje gris y pesado, con un corte anticuado le daba un aspecto aristocrático, pero de esa clase que sólo se encontraba a orillas del Támesis. Los ojos salto25nes destacaban en su cabeza grande y cuadrada. Se trataba de sir Winston Leonard Spencer Churchill, la última persona que Helen deseaba ver aquella tarde. El noble inglés y ella se habían encontrado en el hotel Inglaterra poco después de su llegada a La Habana. El periodista se dirigió a ella en el hall del hotel, intentando impresionarla con sus aristocráticas formas, pero Helen odiaba todo lo que representaba el noble inglés. Para Churchill La Habana era una vieja conocida. En 1895 había pasado una temporada en la isla como corresponsal del Daily Graphic, haciendo lo que los corresponsales llamaban corresponsalía de salón. Desde un primer momento se puso del lado de los españoles, ya que veía inconcebible una república negra en Cuba. Después de servir a su Majestad británica en la Guerra de Sudán, el caprichoso noble inglés había olfateado el delicado momento que pasaban las autoridades españolas en el Caribe y quería volver a sacudir a la opinión pública inglesa con sus envenenados comentarios.

No sabía cómo, pero había convencido a Helen de que la mañana anterior le acompañara al campamento del general Máximo Gómez. La periodista había accedido a la proposición del inglés, sin darse cuenta de que todo era una encerrona para estar a solas con ella. Lo único que consiguió Helen aquella mañana fue levantarse muy temprano y contemplar la cara roja de Churchill, después de que ella le propinara un sonoro bofetón. Al pasar junto al aristócrata intentó ignorarle, pero el inglés interpuso el brazo y comenzó a charlar.

—Bonita mañana.

—Sí —respondió Helen secamente, intentando apartar el brazo del hombre.

—¿Cómo puede ser que una señorita como usted haya pasado toda la noche fuera de su hotel?

—Eso no le interesa a usted —dijo Helen, al tiempo que empujaba con más fuerza.

—¿No me interesa? Me preocupo por su bienestar y su seguridad. No es prudente que una dama se mueva por una ciudad como ésta sola —comentó el inglés haciendo una mueca.

—¡Déjeme pasar! —ordenó Helen.

—¿Adónde se dirigía anoche? Observé cómo cogía una berlina por la tarde —le interrogó el inglés.

—Le repito, si es un caballero, déjeme pasar.

—No hay duda de lo que soy yo. Pero, ¿qué es usted? Parece una mujer, pero no se comporta como tal.

—Las mujeres de mi país no son meras esclavas. Son dueñas de su vida —dijo Helen y su rostro resplandeció, e hincando la mirada en los ojos salto25nes del inglés, intentó apartar el brazo.

—¿País? No sé cómo puede llamar país a esos territorios salvajes, repletos de indios, ladrones y esclavos.

—Nuestro país ha ganado en dos guerras a su gran imperio.

—Imperio, efectivamente. Algo que ustedes nunca serán. Adelante, señorita.

Churchill se echó a un lado y observó cómo la mujer entraba en el recinto y comenzaba a subir las escalinatas.

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Winston Churchill durante su periodo de corresponsal del Daily Graphic.

—A propósito, diga a su amigo el profesor Gordon, que su casa ha ardido por los cuatro costados.

—¿Qué profesor? —preguntó Helen, sin volverse.

—El hombre al que fue a ver ayer en la universidad.

—No sé de qué me habla.

—Los seguí, pero les perdí la pista cuando salieron corriendo de la casa.

La mujer ignoró las últimas palabras y entró en el edificio. Churchill tiró el puro al suelo, lo aplastó con el pie y comenzó a caminar calle abajo, agarrado a sus tirantes. Comenzó a silbar, mientras recordaba la cara de enfado de la norteamericana.

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Winston Churchill.

En aquel momento, en otra parte de la ciudad, un marinero desaliñado abandonaba su barco para perderse entre la multitud de pasajeros, vendedores y pescadores del puerto de La Habana. Nunca había viajado más allá del norte de los Estados Unidos, su vida había transcurrido en las sucias calles de Detroit, Cleveland y Nueva York, pero intuyó que tras ese sol perfecto y junto a las palmeras paradisíacas se escondían las mismas miserias que en los barrios obreros de las populosas ciudades de su país. Sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta la dirección y con un malísimo español preguntó por una calle. No estaba sólo en aquella isla perdida en mitad del Caribe, sus hermanos le esperaban, allí también tenía un hogar. León salió del puerto y repasó mentalmente las instrucciones del Caballero Segundo. Eran sencillas, encontrar y eliminar el objetivo marcado.