Capítulo 30

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La Habana, 21 de Febrero.

El eco de los cascos de varios caballos se detuvo frente a la villa del profesor Gordon. Cinco hombres descabalgaron apresuradamente y tomando sus rifles entraron en el jardín de la casa. El ruido no pasó desapercibido a sus moradores. Lincoln y Hércules miraron a través de las cortinas y preguntaron al profesor si había alguna salida trasera que pudieran usar. Gordon dudó unos segundos, recogió el librito de la mesa, lo apretó contra su pecho y con un gesto les indicó que le siguieran. Caminaron hasta la cocina y escaparon por una puerta que daba al jardín. Justo cuando cruzaban el jardín trasero de la casa, escucharon a sus espaldas el estruendo de una puerta que se hacía añicos y el chasquido de varios cristales rotos. Huyeron por la pendiente hasta un bosquecillo y tomando algo de aliento, Hércules propuso que el grupo se dividiese en dos. Lincoln debía acompañar al profesor hasta «La Misión»; Helen y él se reunirían más tarde con ellos.

Lincoln agarró al profesor del brazo y se alejó entre los árboles. Helen y Hércules marcharon en dirección contraria. La mujer no avanzaba mucho, su vestido no le permitía correr muy deprisa. Pero, en contra de lo que pensaban, nadie los perseguía aquella noche.

Vicente Yáñez entró en la casa con la esperanza de encontrar al profesor Gordon y sacarle, por las malas o por las buenas, dónde había escondido el libro. Cuando entraron no vieron a nadie. Las luces del salón estaban aún encendidas, encima de la mesa quedaban algunas tazas de té, pero ni rastro del maldito profesor. Revolvieron todos los cajones, rebuscaron en las estanterías, cubriendo el suelo con decenas de libros y rasgaron hasta los colchones de plumas, pero no encontraron nada.

Yáñez se sentía furioso. Gritó a sus hombres que lo quemaran todo. Estaba seguro de que el libro no lo habían escondido allí. El profesor era muy precavido, pero, si no se encontraba en el despacho ni en su casa, ¿dónde podía estar a esas horas el viejo profesor?

Lincoln se puso delante de una berlina cuando llegaron a la calle principal. El cochero frenó los caballos que estuvieron a punto de arrollar al agente. El profesor y él subieron con rapidez. El norteamericano indicó la dirección al cochero, pero éste le advirtió que los dejaría a dos manzanas de aquella zona, no quería meterse en líos. Los hombres aceptaron y el caballo empezó a correr calle abajo hasta la bahía.

El agente norteamericano no entendía por qué Hércules quería reunirse con ellos en aquel antro. Acaso temía que los que perseguían al profesor les hicieran una visita en su hotel. Cada vez las cosas se embrollaban más y él estaba convencido de que el maldito libro al que el profesor se abrazaba los alejaba de su verdadera investigación.

Hércules y Helen escaparon en mitad de la noche. La periodista se cayó y levantó varias veces, enredada en su propia falda, rechazando el brazo del español. Cuando ella pensaba que no podía correr más, Hércules le indicó una calle y salieron a una plaza amplia. Al fondo, unos cocheros dormitaban en sus carrozas. Montaron en la primera y le indicaron el destino al cochero.

—Una noche intensa —señaló Hércules observando a la mujer de arriba abajo.

—Muy intensa. Estoy acostumbrada a tratar con delincuentes, pero no a escapar de ellos —dijo Helen jadeante. El pecho le subía y le bajaba con fuerza. Hércules la miró y la chica se sintió azorada y se ruborizó.

—Los que han entrado en la casa del profesor no eran delincuentes, me temo que eran caballeros de la orden de la que usted nos habló. Quieren el libro y no ahorraran medios para conseguirlo —continuó diciendo Hércules, apartando la vista y vigilando por la ventana.

—Ya les comenté que en Nueva York no se andaban con chiquitas. Esas personas son verdaderos fanáticos y creen formar parte de un ejército al servicio de Dios.

—Usted no nos contó todo lo que sabe de ellos, ¿verdad? —preguntó Hércules, mirado a los ojos de la chica, que brillaban dentro de la cabina de la carroza.

—Siempre hay que guardar un as debajo de la manga —contestó ella sonriente.

—Irrumpe en medio de nuestra investigación y quiere que confiemos en usted, pero no es totalmente sincera con nosotros.

—No puedo decirle más, primero tengo que comprobar unos datos —se excusó y bajó la mirada.

Hércules contempló su pálida cara, que aparecía y desaparecía reflejada por la intermitente luz de la ventana.

—Me temo que no le agradará mucho el sitio adonde nos dirigimos —comentó Hércules a sabiendas de que la periodista presumía de una gran entereza.

—No se preocupe, no hay nada más sórdido que los puertos de Nueva York —comentó la periodista, pero se equivocaba. Sí lo había y no tardó mucho en descubrirlo.