Capítulo 9
La Habana, 19 de Febrero.
Las aguas turbias del puerto se movían ligeramente por el viento que entraba en la bahía. Sigsbee levantó la mirada y contempló de nuevo los restos de su barco hundido. Miró el reloj y masculló una maldición. Los hombres que debían venir a entrevistarle llevaban más de media hora de retraso. Recuperó la calma y su mente volvió a recordar los últimos días, los interminables días que llevaba anclado en ese puerto pestilente.
La misión del Maine estaba rodeada de riesgos, —pensó el capitán al recibir las órdenes.
Sigsbee no se sentía bienvenido en la ciudad. Tenía que recibir a cubanos de la alta sociedad constantemente, poniendo en peligro la seguridad del barco y, por si esto fuera poco, el cónsul Lee se pasaba las horas muertas a bordo hablando de la necesidad de una intervención armada. Además, el capitán llevaba tanto tiempo navegando, que anhelaba regresar a su casa y vivir los últimos años que le quedaban junto a su esposa.
Cuando no había visitas oficiales Sigsbee pasaba muchas horas en su camarote escribiendo cartas, redactando informes sobre las defensas de La Habana o leyendo libros de la biblioteca del barco. En cambio, los oficiales a su mando disfrutaban de las fiestas en la ciudad y de la compañía de las jóvenes casaderas de la zona. Él prefería imaginar cómo iba a ser su tranquila vida en Albany, donde pensaba residir tras su jubilación.
Llegada del Maine a La Habana el 25 de Enero de 1898. Algunos interpretaron esta acción como una declaración de guerra.
Sigsbee, marinero de vocación, estudió en la Academia Naval, pero su experiencia en la Guerra Civil, los bombardeos a las ciudades del sur y, sobre todo, la batalla de Mobile Bay, le quitaron la ilusión por navegar. Llevaba casi dos años gobernando ese barco y la monotonía invadía cada uno de los actos del día.
Por eso, cuando aquella noche regresó al camarote notó algo extraño. No sabía lo que era, pero percibía que alguien había estado allí. Miró todos los rincones, pero no faltaba nada. En la Marina nadie se arriesgaba a un consejo de guerra por algunas baratijas. Él no llevaba nada valioso. Tan sólo unas medalla de su participación en la guerra, pero eran dos piezas redondas bañadas en oro sin mucho valor. Después de examinar concienzudamente el camarote, se tumbó en el catre con el uniforme puesto, riéndose de las manías de viejo que empezaban a rondar su cabeza. Entonces notó un pequeño pinchazo en la espalda. Buscó entre las sábanas y apareció un pequeño alfiler de corbata. Cogió las gafas de la mesita auxiliar y lo examinó a la luz de la lámpara. Un pequeño escudo con las letras K y C y tres símbolos: una paloma, una cruz y un globo terráqueo.
Al principio no dio mucha importancia a ese incidente, pensó que alguno de los ayudantes, mientras arreglaba el cuarto, habría perdido el símbolo de alguna universidad, fraternidad o cualquier club estudiantil. Unos días después volvió a ver ese escudo en la corbata de uno de los visitantes cubanos que subieron al barco. Cuando preguntó a éste el significado del mismo, el cubano, con claros gestos de contrariedad, no quiso dar explicaciones y abandonó el barco, poco después.
A Sigsbee le dio por pensar que aquel símbolo tendría algún origen cubano, pero entre los miembros de la tripulación no se encontraba ningún soldado de familia cubana, por lo que el capitán Sigsbee no logró encontrar relación entre los dos símbolos. Tras el hundimiento del barco perdió el interés por aquel misterio y lo echó en el olvido. Casualmente, aquel pequeño símbolo fue una de las pocas cosas que el capitán del Maine salvó de sus pertenencias aquella terrible noche.
La Habana, 19 de Febrero.
Hércules y Lincoln llegaron al Alfonso XII poco antes del mediodía. La barcaza que los iba a acercar al buque estaba anclada en el embarcadero en ese mismo instante. En su interior había una señorita que no pasó desapercibida a la pareja de investigadores. Los dos hombres recordaban haberla visto en el salón del hotel Inglaterra mientras desayunaban. El aspecto norteamericano de la joven y la pequeña libreta que siempre llevaba a cuestas no dejaban lugar a dudas, se trataba de la reportera de algún periódico de los Estados Unidos que buscaba carne fresca para vender más ejemplares de su rotativa.
Hércules tomó su sombrero con la mano izquierda saludando a la mujer, mientras extendía la mano derecha para ayudarla a salir de la barcaza. La periodista no aceptó la mano extendida y con gran agilidad pisó tierra firme. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos, pero acto seguido Lincoln entró en el bote y llamó a su compañero.
En unos minutos estaban en la cubierta del barco. El capitán Sigsbee los esperaba recostado sobre una baranda; desde el primer día no perdía detalle de los trabajos de la comisión española que rodeaba su desgraciado barco, algo le impedía alejarse de allí.
—Capitán Sigsbee, George Lincoln, agente especial del gobierno. Me gustaría hacerle unas preguntas —dijo Lincoln aséptico.
El capitán del Maine se ajustó las gafas que llevaba en la frente para poder mirar por los prismáticos y observó detenidamente al agente americano. Después desvió la vista hasta Hércules, que muy serio permanecía un paso por detrás de su compañero.
—No entiendo. ¿Ustedes forman parte de la comisión de la Armada? No esperaba que llegaran hasta dentro de unos días —dijo Sigsbee sin mucha convicción, ya que, hasta lo que él sabía, no había ningún oficial negro en la Marina de los Estados Unidos.
—No, señor. Somos agentes comisionados por el presidente McKinley —dijo Lincoln extendiendo la orden de puño y letra del presidente—. ¿Podemos hacerle unas preguntas?
Sigsbee leyó atentamente la carta mientras con la mano izquierda mesaba su gran mostacho entre rubio y cano. Después, levantó la vista y devolvió la carta a Lincoln.
—Comprendo. Ustedes dirán —dijo cruzándose de brazos.
—¿Le importaría hablar en español? Mi compañero es un representante del presidente Sagasta —comentó Lincoln. No había terminado de pronunciar las últimas palabras cuando el gesto adusto del capitán se tornó en abierta antipatía.
—Por supuesto —contestó el capitán con un afectado acento norteamericano.
—Soy Hércules Guzmán Fox. Si quiere puede hablar en inglés, mi madre era norteamericana y aprendí el idioma de pequeño.
Lincoln frunció el ceño y dándose la vuelta lanzó una mirada fulminadora a su compañero. ¿Por qué no le había dicho nada?, —pensó.
Parecía que disfrutaba poniéndole en evidencia.
—Bueno, capitán Sigsbee, ¿prefiere hablar aquí o en otro lugar? —dijo Lincoln recuperando la calma.
—Aquí mismo, prefiero no separarme mucho de mi barco —dijo Sigsbee señalando los restos del Maine. Su mirada se volvió melancólica y dio un suspiro.
—¿Puede relatarnos brevemente los hechos?
—No hay mucho que relatar. Me encontraba en mi camarote escribiendo a mi esposa. Desgraciadamente he perdido todas sus cartas en el naufragio —se lamentó el capitán. Luego empezó a enumerar todas sus pérdidas—: Las cartas, mis uniformes y las dos medallas concedidas por el congreso. Toda una contrariedad. Como les iba diciendo, aquella noche, como todas, me encontraba en mi camarote. Justo cuando empezaba a desvestirme para ir a dormir, escuché una explosión en la zona de la proa. Me puse la chaqueta y apenas había dado unos pasos cuando una segunda explosión sacudió todo el barco. Esta segunda explosión fue muy violenta y me lanzó al suelo. Enseguida el barco empezó a escorarse hacia babor. Cuando logré subir a cubierta la confusión era espantosa. Marineros corriendo de un lado para otro, humo por todas partes, soldados con la cabeza ensangrentada. Ordené que lanzaran al mar los botes. Los botes salvavidas de la proa habían estallado por los aires, pero los de la popa estaban intactos. Revisé que todos los marineros subieran a las embarcaciones. Llegaron enseguida marineros de los barcos de alrededor y comenzaron a rescatar a los soldados que estaban en el agua. En ese momento no puede evaluar los daños ni las bajas—cuando llegó a este punto de la narración, tuvo que parar unos segundos y respirar hondo. —Hay 266 hombres muertos o desaparecidos. Marineros que estaban bajo mi mando y mi responsabilidad.
El capitán agachó la cabeza y, visiblemente afectado, se apoyó en la barandilla.
—No se preocupe, entendemos su preocupación —dijo Lincoln incómodo por la situación.
—Además he perdido un barco muy importante para la Armada y precisamente en un momento tan crítico.
—Capitán, usted no pudo hacer nada. El accidente o sabotaje fue sin previo aviso —dijo Lincoln mientras adelantaba un brazo con la intención de apoyarlo en el hombro del oficial, pero éste se puso rígido y se echó para atrás. Lincoln bajó el brazo y retrocedió.
Marineros recuperando algunos enseres del barco.
—¿Cómo era la rutina de seguridad en el barco? ¿Dónde se produjo exactamente la explosión? —preguntó Hércules, intentando suavizar la situación.
—Nuestra rutina de seguridad era de máxima alerta. Había hombres apostados en toda la cubierta que controlaban que ninguna embarcación se acercase. Tres en popa y dos en la proa. La guardia se reforzaba cada dos horas con una revisión por parte de un suboficial y dos cabos. Los soldados debían vigilar la cubierta y comprobar que ningún elemento se acercaba al barco. Además, no se permitía que ningún marinero dejara el barco después de las diez de la noche, a excepción de los oficiales —apuntó Sigsbee.
—Pero, ¿tuvieron visitas de los habitantes de la ciudad? —preguntó Hércules cruzando los brazos.
—Además del embajador Lee, visitaron el barco las autoridades portuarias y destacados miembros de la sociedad cubana.
—Podría facilitarnos una lista de las personas que subieron al barco.
—Tendrán que hablar con el embajador, el diario de a bordo se hundió con el barco, pero los visitantes fueron invitados por él.
—¿Puede que alguno de esos visitantes manipulara algún mecanismo?
—Imposible, las revisiones a las calderas y los pañoles, donde se guardaba el armamento eran constantes y, tras la guardia, los marineros llevaban las llaves a mi camarote —dijo el capitán, comenzando a sudar.
—¿Entró en el puerto con torpedos armados? —preguntó Hércules alargando las palabras para que pareciera una afirmación más que una pregunta.
—Naturalmente que no. Los detonadores estaban en popa —contestó Sigsbee, pero su voz temblaba ligeramente.
—Entonces, ¿cuál piensa que fue la causa de la explosión?
—Señor Guzmán, cuando he podido acercarme al barco he comprobado que la quilla está completamente volteada, pero la popa está intacta.
—¿Dónde se produjo exactamente la explosión? —preguntó impaciente Hércules.
—Es difícil de determinar hasta que lleguen los buzos. Pero particularmente creo que la primera explosión fue producida por una mina.
—Pero, ¿ningún marinero observó nada? —preguntó Hércules frunciendo el ceño.
—La mayor parte de los marineros de Proa están muertos o heridos. Hasta que declaren los supervivientes no podremos saber qué vieron —dijo el capitán Sigsbee. Sacó un reloj del bolsillo de su chaqueta y miró la hora.
—También logró salvar su reloj —comentó Lincoln.
—¿Qué? Ah, sí, el reloj. Tan sólo me queda lo puesto, caballeros. Sigsbee introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y después de unos segundos la sacó con un gesto de dolor. —¡Ah!
El capitán Sigsbee poco antes del hundimiento del Maine.
—¿Qué sucede? —preguntó Lincoln.
—Este maldito alfiler —dijo el capitán sacando un alfiler dorado de corbata con un escudo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hércules aproximándose para verlo mejor.
—Algo que encontré en mi camarote al poco tiempo de mi llegada a La Habana. Es un escudo con un emblema y las letras K y C —dijo mientras enseñaba el emblema entre sus dedos.
—¿Le importa que nos lo llevemos para investigarlo? —preguntó Lincoln.
—En absoluto. Alguno de mis ayudantes debió de perderlo al visitarme en el camarote.
Lincoln intentó coger el alfiler, pero Hércules fue más rápido, lo tomó de mano del capitán y lo guardó en la chaqueta. El agente norteamericano refunfuñó y se despidió del capitán.
—Muchas gracias por todo capitán —dijo Lincoln dando un apretón de manos a Sigsbee. Hércules miró al oficial y con un leve gesto con el sombrero siguió a su compañero. Una vez en el embarcadero los dos hombres comenzaron a charlar.
—¿Cree que dice la verdad? —preguntó el español.
—Un oficial de la Armada nunca mentiría —contestó Lincoln molesto.
—Ni siquiera para salvar su jubilación. ¿Puede pedir que nos manden un informe sobre la carrera del capitán? —preguntó Hércules. La candidez de su compañero le enfadaba.
—Naturalmente, aunque sólo será una pérdida de tiempo. Ahora debemos investigar qué es ese misterioso alfiler —dijo Lincoln.
—Querido compañero, primero iremos a comer algo y después buscaremos información sobre la primera pista.
—¿Sigue pensando que unos cigarrillos peruanos pueden decirnos algo sobre el hundimiento del Maine? —El tabaco es más peligroso de lo que usted cree, querido compañero—dijo Hércules sacando un pequeño puro.