Capítulo 18
Nueva Haven, Connecticut, 10 de Febrero.
La tierra estaba congelada aquella mañana. En los últimos días la nieve había cubierto la ciudad, pero aquella mañana la temperatura había bajado tanto que la veintena de personas que rodeaban la fosa parecían petrificadas por el gélido viento que sacudía los paludos árboles del camposanto. Después de la misa la comitiva se había dirigido al pequeño cementerio católico y el sacerdote hacía sus últimas oraciones mientras el resto de la comitiva intentaba no congelarse moviendo ligeramente las piernas.
—Hermanos, James E. Hayes era un hombre querido por toda la comunidad. Gracias a su esfuerzo, los católicos de Nueva Haven tienen el respeto que se merecen. Nuestro hermano tuvo una vida larga y fructífera, sus obras, como olor fragante, han llegado hasta la casa de Dios. Que la Virgen, todos los santos y el padre McGivney le guarden en su camino hacia el paraíso.
La comitiva asintió deseando escapar hacia los carruajes que esperaban a unos metros, al otro lado de la verja. Dos enterradores bajaron el ataúd, que con un golpe seco retumbó al fondo de la fosa. Los asistentes, tomando un puñado de tierra, arrojaron los terrones helados, que rebotaban sobre la madera muerta con un gran estruendo.
Unos minutos después, todavía once hombres permanecían de pie frente a la tumba abierta. Habían mandado a los enterradores que volvieran en otro momento para terminar su trabajo. Cuando estuvieron completamente solos, el Caballero Segundo empezó a recitar el juramento secreto, todos repitieron monótonamente mientras sus palabras se helaban con el frío aire de Nueva Haven. Después, lanzó la espada y la capa de Caballero Supremo sobre el ataúd. Con un gesto ordenó a dos de los hombres que arrojaran algunas paletadas de tierra para ocultar los símbolos.
—El tercer Caballero Supremo nos ha dejado. Ahora se abre ante nosotros una nueva era de esperanzas. No se puede echar vino nuevo en odres viejos. El padre McGivney fue nuestro profeta, el Padre Celestial, Christophorus Colonus, el portador de Cristo, nos indicó el camino. Por fin ha llegado el renacimiento de nuestra Iglesia —dijo y se detuvo unos segundos para contemplar la cara del resto del Consejo Supremo—. Ha quedado vacante el puesto de Caballero Supremo. En manos de Dios está la elección de otro siervo.
El grupo de hombres hizo un círculo alrededor del Caballero Segundo y poniendo las manos sobre él empezaron a repetir al unísono
—Dios lo quiere, Dios lo quiere.