Capítulo 15
Lima, 24 Diciembre de 1887.
Esa mañana no parecía igual a las demás. En unas horas, la cena de Nochebuena recordaría a Manuel Portuondo que llevaba más de un año lejos de su casa y de sus amigos, pero ése no era el único hecho excepcional de aquel día. El general Máximo Gómez había logrado burlar los barcos españoles y, tras un largo viaje, se encontraba por fin en el Perú. En el país había mucha gente que veía con buenos ojos y apoyaba la causa cubana. Una simpatía que no compartía su presidente, Andrés Avelino Cáceres, que a pesar de las numerosas negociaciones se había negado a recibir al general.
En Lima, en aquel entonces, tres organizaciones secretas apoyaban la causa cubana, aunque muchas veces estaban enfrentadas entre sí. El Leoncio Prada, el Independencia de Cuba, al que Manuel pertenecía, y el Mártires del Virginius, una sociedad compuesta exclusivamente por mujeres. A pesar de sus diferencias, los tres se unieron para apoyar la visita.
Esa mañana, Manuel tenía que recoger al general de la casa de Antonio Alcalá, donde se alojaba, y llevarle a las oficinas de José Payán, el hombre más rico del Perú.
La entrevista con Payán fue en los mejores términos, se firmaron importantes acuerdos de exportación y negocio, que se llevarían a cabo tras el triunfo de la revolución, de esta forma, el general conseguía las armas y víveres necesarios para seguir su lucha. Cuando los tres hombres terminaron la reunión era la hora de comer, por lo que Manuel Portuondo llevó al general a la casa de un famoso ingeniero, un tal Blume, que en los últimos años se había interesado por la causa cubana.
Ilustración del ingeniero Blume aparecida en la revista La Ilustración española y americana del año 1895.
Manuel no sabía demasiado de Blume, pero se rumoreaba que este medio alemán y medio venezolano era uno de los inventores más inteligentes de América. Años antes había realizado sus estudios en Berlín y había ejercido su profesión en muchos países, entre ellos Estados Unidos, Puerto Rico y Cuba. Llevaba más de treinta y dos años en Perú y en la actualidad era ingeniero del estado.
La casa del señor Blume era humilde a pesar de que todo el mundo sabía la fortuna que había reunido el ingeniero con la construcción de los ferrocarriles nacionales. El edificio combinaba la sobriedad del ladrillo con un porche de madera ricamente adornado. En la entrada los recibió una criada indígena y los llevó hasta un elegante salón estilo inglés. El alemán no se hizo esperar, los saludó con extrema cortesía y les ofreció una copa de jerez antes del almuerzo. Pasaron a un salón y el propio Blume les sirvió las copas.
Ninguno de los cubanos sabía el motivo de la invitación, pero imaginaban que su anfitrión quería contribuir de alguna manera a su causa. Charlaron sobre Cuba, apuraron sus copas y después se dirigieron al comedor. Allí no había ninguna señora Blume; parecía que el ingeniero, absorto en sus investigaciones, no tenía tiempo para atender a una familia. No pudiendo esperar más, Manuel preguntó al ingeniero el motivo de su amable invitación. Blume interrumpió su comida, y para que sus invitados salieran de dudas, les presentó un asombroso proyecto.
—Estimados señores, tengo una propuesta que podría ayudarles a ganar la guerra —dijo Blume.
Los dos hombres se miraron intrigados. El general dejó la cuchara y escuchó la propuesta del ingeniero. Éste se puso en pie y comenzó a moverse por el comedor.
—Hace unos ocho años inventé un submarino para ayudar a la armada peruana en su guerra con Chile. Se probó el prototipo y todos los resultados fueron satisfactorios. Como sabrán, gracias a mi colaboración, la armada pudo hundir dos barcos del enemigo, el Loa y la corbeta Covadonga. Pero poco después terminó la guerra y el ejército desechó el proyecto y hundió el prototipo.
—Muy interesante, pero, ¿cómo puede beneficiarnos eso a nosotros? —preguntó el general, después de limpiarse la cara con la servilleta.
—Guardé todos los planos sobre el submarino y un prototipo de mina hidrostática. Con esos elementos ustedes podrían destruir a la Armada Española antes de que ésta pudiera reaccionar.
—¿Qué costaría ese proyecto a la causa cubana? —preguntó el general mientras se mesaba el bigote.
—Nada, el invento es mío y yo puedo facilitárselo a quien quiera. Su causa me parece lo bastante justa.
—Pero, ¿será muy caro hacer un prototipo de ese calibre? ¿Qué tipo de ingenieros podrían montarlo? —preguntó Manuel.
—Los planos le mostrarán lo fácil y barato que es realizar un prototipo de estas características —dijo Blume desapareciendo de la sala. Los dos hombres se miraron sorprendidos. Unos minutos después regresó con dos cuadernos y unos planos metidos en un tubo metálico. Apartó los platos y extendió los planos sobre la mesa.
Planos del submarino de Blume encontrados en la Biblioteca del Congreso (USA).
—Sencillo, muy sencillo —comentó el ingeniero invitando con un gesto a que los dos cubanos se acercaran.
—¿En cuánto tiempo podría estar listo? —preguntó el general.
—Eso depende de ustedes, nosotros tardamos en montarlo y armarlo seis meses.
Horas después los dos cubanos salieron con los planos del prototipo debajo del brazo. El general sabía que el proyecto necesitaba del apoyo de Macero y de la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York, pero se veía entusiasmado ante la perspectiva de romper el bloqueo de los barcos españoles. Antes de que Máximo Gómez regresara a Cuba, ordenó al comandante Manuel Portuondo que realizara varias copias y enviara una a la Junta en Nueva York y otra al general Maceo.
Unos meses más tarde, el general Maceo y todos los jefes militares mambises desecharon el proyecto. Los costes eran muy elevados, no se contaba con ingenieros que llevaran a cabo el proyecto y el realizar el submarino en algún astillero extranjero hubiera levantado las sospechas de España. El submarino de Blume y su mina quedaban desestimados. Los miembros de la Junta Revolucionaria de Nueva York, por el contrario, no estuvieron de acuerdo con la resolución, pero como tampoco pudieron reunir los medios materiales y técnicos para llevar a cabo el proyecto, terminaron por renunciar a él.