Capítulo 44
La Habana, 26 de Febrero.
El carruaje cruzó a toda velocidad la ciudad. Los tranquilos viandantes tuvieron que lanzarse hacia los lados para no verse arrollados por el vehículo. Al frente de la carroza había dos hombres. Uno negro, que azotando a los caballos hacía esfuerzos por imprimir más velocidad al vehículo. A su lado, un hombre blanco que gritaba a la gente para que se apartase. El carruaje frenó justo cuando, atravesando las callejuelas, se abalanzaba sobre el puerto. En el último momento giró bruscamente y continuó su marcha frenética entre los marineros y las prostitutas.
La búsqueda fue inútil. Recorrieron varias veces toda la zona, pero no encontraron ni rastro de Helen. Al final, Lincoln logró convencer a Hércules de que regresaran a la «Casa de doña Clotilde» y esperaran allí noticias de la chica.
Al llegar al edificio, el español saltó del carruaje y empujando a los hombres que intentaban entrar en el prostíbulo, subió a toda prisa las escaleras. Abrió la puerta y vio al fondo la figura del profesor. Estaba tan azorado y jadeante que no percibió el desorden del cuarto, los papeles en el suelo y apenas distinguió la extraña posición del profesor Gordon sobre el sofá.
La habitación a oscuras, tan sólo iluminada por el resplandor del pasillo y la leve luz que penetraba por la ventana, no permitía observar gran cosa. Cuando Hércules se giró, pudo ver con detalle la figura del profesor tumbada en el sofá con la cara vuelta hacia la ventana. En el suelo había una mancha negra.
—¡Profesor! —gritó corriendo hasta el hombre—. Profesor, ¿qué le pasa?
El cuerpo se mantenía inerte. Hércules le rodeó con los brazos y le incorporó levemente. La cara del profesor estaba empapada de sangre. Al moverlo, el hombre se quejó levemente. Intentó hablar, pero un pinchazo fuerte en el costado hizo que las palabras se convirtieran en un lamento.
—Profesor, ¿qué ha sucedido? —preguntó angustiado Hércules. Gordon abrió los ojos y miró al agente. Sus pupilas brillaron en la oscuridad. Movió los labios pero apenas se percibió un susurro. Hércules se agachó, acercando su oído a la boca del profesor.
—Se han llevado el libro —musitó por fin.
—¿El libro? ¿El libro de San Francisco?
—Sí, el libro de San Francisco. No puedes consentir que… —pero una punzada le paralizó y le hizo retorcerse de dolor.
—¿Quién? ¿Cuándo?
—Ellos. Tienes que recuperarlo. No pueden encontrar el tesoro.
—No haga esfuerzos, llamaré a un médico.
Lincoln entró en el cuarto y observó el desorden y a Hércules que sujetaba entre sus brazos el cuerpo del profesor. Se aproximó a los dos hombres y con un gesto de extrañeza preguntó qué había pasado.
—Esta misma noche. Tenéis que salir tras ellos. Me oyes —dijo el profesor levantándose pero un golpe de tos le hizo recostarse de nuevo.
—Tiene una herida en el costado —comentó Lincoln señalando la camisa del profesor teñida con un círculo rojo. Hércules le pidió un trapo limpio y taponó la herida con la mano para evitar que perdiera más sangre. El hombre se retorció de dolor al sentir la presión sobre la herida y estuvo a punto de perder el sentido.
—Busca a un médico. ¡Rápido! —gritó Hércules. Lincoln tardó unos segundos en reaccionar pero enseguida corrió escaleras abajo.
—Hércules, querido amigo. Mi vida importa poco, pero debes impedir que esos hombres —enmudeciendo al volver a sufrir una punzada—, que esos hombres se hagan con el tesoro de Roma.
—No hable, intente descansar. En unos minutos estará aquí el médico. Se pondrá bien.
—Tenéis que salir para Baracoa. El tesoro está en Baracoa. Cerca de una cueva muy próxima al mar. En la playa de la Higuera, en la montaña Yunque —dijo el profesor antes de desmayarse por el esfuerzo y Hércules continuó abrazándole sin poder evitar un nudo en la garganta.
Madrid, 24 de Febrero.
Pablo se quedó frente al edificio como había prometido. Miguel subió las escaleras de la entrada, llamó a una campanilla y esperó hasta que una criada con cofia le abrió la puerta. Cruzó unas palabras y el hombre se introdujo en el edificio. La criada le llevó hasta un salón grande, iluminado por dos grandes ventanales que, en aquel frío y gris día de invierno, apenas lograban captar algo de luz del exterior. Se mantuvo de pie, muy erguido, hurgó en sus bolsillos de la chaqueta, para comprobar que la carta continuaba en su sitio y jugueteó nerviosamente con ella. Sobre una mesa auxiliar había un globo terráqueo, se aproximó a él y colocándose las lentes empezó a mirar continentes y países.
—Interesante, ¿verdad? —dijo una voz con un fuerte acento americano. Miguel se volvió y contempló a un hombre enorme, elegantemente vestido con un traje cruzado. Debía tener más de treinta años, pero la cara llena de pecas, el pelo rojizo y la piel sonrosada le hacían parecer mucho más joven. El hombre le sonrió y extendió la mano—. Señor Unamona.
—Unamuno —corrigió el español dándole la mano. Notó la palma del gigante fría y sudorosa. Después le repitió su nombre—. Miguel de Unamuno.
—Ok. Por favor, siéntese —dijo el norteamericano con un amable gesto.
—Gracias.
Los dos hombres tomaron asiento uno enfrente de otro. El norteamericano parecía incómodo con aquel cuerpo enorme saliéndosele del sillón.
—¿Quiere ver al embajador?
—Sí. Tengo que entregarle una cosa personalmente.
—Puedo preguntarle qué quiere entregarle.
—Algo muy importante.
—Pero, puede decirme de que se trata. Perdone —dijo golpeándose ligeramente la frente. No me he presentado, ¿verdad? Soy Peter Young, secretario personal del embajador.
Unamuno le miró por encima de las gafas y sin pestañear observó detenidamente al hombre. Su amigable sonrisa y su mirada de bobalicón norteamericano del medio oeste no encajaban con unos ojos inquietantes y escrutadores.
—¿Puede entregarme esa cosa a mí? Yo se la daré al embajador.
—Lo lamento, pero debo entregárselo al embajador en persona —insistió Miguel.
—Desgraciadamente el embajador no se encuentra en Madrid en estos momentos. Pero si me lo da a mí, yo se lo haré llegar lo antes posible. Puede estar seguro.
—Gracias, pero no es posible —dijo Unamuno poniéndose de pie—. Prefiero esperar a que el embajador regrese a la ciudad.
—Pero puede tardar días en volver.
—Esperaré. Sería tan amable de dejarle un mensaje.
—¿Cómo no? —dijo Young, forzando la sonrisa.
—Le puede dar esta dirección y decirle que deseo verle para entregarle un mensaje de vital importancia para su país.
—Naturalmente. Aunque insisto en que podría dejar el mensaje en la embajada. Si es muy urgente, puedo enviárselo telegráficamente.
—Muchas gracias. Es usted muy amable, pero creo que regresaré cuando el embajador pueda recibirme —dijo Unamuno extendiendo la mano. Young la apretó con fuerza y sin soltarla dijo.
—No entiendo sus receles. Somos dos pueblos amigos, hermanos, que pasan por un difícil momento. No hay lugar para la desconfianza. ¿No cree?
—Puede soltarme la mano, por favor —dijo el español frunciendo el ceño.
El secretario le soltó, pero su congelada sonrisa se transformó en una expresión de enfado. Fueron unos segundos. Repentinamente, tan rápido como había desaparecido, la sonrisa brotó de nuevo y acompañó al español hasta la salida.
—Si cambia de opinión, puede encontrarme aquí en cualquier momento. Esto es —dijo extendiendo los brazos— como mi hogar.
Unamuno se dio la vuelta y bajó las escaleras. No pudo ver la cara del secretario, pero notó su mirada penetrante atravesándole el abrigo y calándole hasta los huesos. Cruzó la calle y suspiró al ver a su amigo Pablo Iglesias en la acera de enfrente.
—No has tardado mucho. Aunque, si te soy sincero, estaba empezando a congelarme. ¿Qué tal con el embajador?
—No está en Madrid —dijo Miguel.
—Qué extraño, en un momento como éste. En mitad de un conflicto diplomático lo normal es que el embajador esté en la embajada.
—Eso digo yo —dijo Unamuno sonriendo—. Bueno, por lo menos es la excusa perfecta para estar unos días más en la ciudad.
—No te preocupes, lo pasaremos bien.
En la ventana superior de la embajada un hombre de avanzada edad caminaba de un lado al otro del pasillo. Cuando llegó el secretario se detuvo frente a él y le preguntó:
—¿Quién era?
—Alguien que quería una información para visitar nuestro país.
—Ah —dijo el hombre—. Tengo que terminar de redactarle la carta. Espero que no haya más interrupciones.
—Sí, señor embajador —dijo el secretario al tiempo que se sentaba en el escritorio.
Woodford se aproximó a la ventana y vio alejarse a dos hombres. Uno de ellos le resultó familiar, pero su mente regresó de nuevo al informe que debía enviar a Washington, cerró la cortina y comenzó a dictar.
La Habana, 26 de Febrero.
Helen echó a correr sujetándose la falda. Sus botas, largas hasta casi la rodilla, le impedían ir muy deprisa. El corazón empezó a latirle con fuerza, la respiración entrecortada apenas le dejaba tomar aire. Los pasos irregulares a su espalda se tornaron en un trote. Cada vez sentía su aliento más cerca. Tenía la esperanza de llegar a la avenida que bordeaba el puerto. Allí, a esas horas, todavía había algunos tugurios abiertos y marineros, borrachos como cubas, buscando algún lugar donde dormir la mona. Al fondo de la callejuela, podía verse un pedazo de bahía oscura. La blusa le apretaba la garganta, casi no podía respirar, bañada en sudor con los pies destrozados, no llegaría muy lejos si alguien no le prestaba ayuda.
El hombre se aproximaba. Su jadeo podía percibirse ya a la altura del oído de Helen. Entonces, el perseguidor extendió su brazo y lo posó sobre el frágil hombro de la muchacha. Un escalofrío recorrió el cuerpo tembloroso de Helen, que por el peso de la mano se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. El otro brazo le agarró la cintura y al final la periodista frenó en seco. El hombre logró controlar el equilibrio y, al mismo tiempo, mantenerla sujeta. El aliento del desconocido le daba en la nuca. Una mezcla de tabaco y whiskey. El corazón le iba a estallar.
—Helen —dijo una voz que le resultaba familiar—. No creía que pudiera correr tanto y tan aprisa.
La periodista se dio la vuelta y observó la sonriente cara del señor Winston Churchill, que jadeante la miraba con sus grandes ojos salto25nes. Nunca se alegró tanto de ver al petulante periodista. El hombre la soltó, se ajustó la pajarita y la camisa y apoyando sus manos en las caderas le dijo: —Compañera Helen, gracias a la hadas del destino, la he visto tomando algo con el capitán Potter. Enseguida he comprendido que le estaba sacando información privilegiada. Sé dónde está la noticia, puedo olfatearla—dijo Churchill al tiempo que movía la nariz.
—Pues esta vez, además de darme un susto de muerte, no ha olfateado usted bien. El señor Potter es un viejo amigo de mi familia —contestó Helen recuperando la compostura, aunque todavía respiraba con cierta dificultad.
—No dudo tal extremo. Las mujeres siempre saben hacer los amigos adecuados. Usted se las da de mujer liberal, profesional, al mismo nivel que los hombres, pero es capaz de realizar el mayor acto de coquetería para extraer una información.
—Se equivoca de nuevo —dijo Helen frunciendo el ceño.
—Claro, por eso paseaban del brazo por la bahía. Muy profesional.
—No tengo por qué darle explicaciones sobre mi vida privada —espetó la mujer, dando la espalda al inglés.
—Ni yo se las pido, señorita. Lo que solicito de usted es información —dijo Churchill dándole la vuelta.
—Si quiere información pregunte usted mismo al capitán.
—Si tuviera su esbelto cuerpo —dijo Churchill mirando de arriba abajo a la mujer—. Pero me temo que la naturaleza me ha dotado con otros encantos. ¿Verdad?
—Naturalmente. La petulancia, la arrogancia y la descortesía —contestó Helen.
Churchill sonrió y con un gesto teatral indicó a la periodista que se pusieran a caminar. Ella dudó por unos instantes, pero luego se dio cuenta de que cuanto antes se pusieran en marcha, antes perdería de vista al reportero aristócrata.
—Déjeme por lo menos acompañarla a su hotel. Aunque, creo que por aquí no se va a su hotel, ¿verdad?
—Eso a usted no le importa.
—Lo comprendo, pocas mujeres liberales como usted pueden presumir de dormir cada noche en un lupanar.
—¿Cómo se atreve? —dijo Helen deteniéndose en seco y lanzando una bofetada al periodista inglés. Churchill en el último momento agarró la mano y detuvo el golpe.
—Perdone señorita, pero no voy dejar que me dé un golpe por decir la verdad —dijo Churchill sonriente—. ¿Acaso teme por su reputación? Ah, no, las mujeres liberales no tienen miedo de su reputación.
—Creo que disfruta con todo esto. Le aseguro que prefiero estar en un lupanar que en una de sus decadentes mansiones de su decadente Inglaterra. Ahora será mejor que me deje sola.
—No, he dicho que la acompañaré hasta su… residencia. ¿Qué menos puede hacer un caballero por una dama en mitad de la noche?
El resto del viaje lo hicieron en silencio. Al llegar al edificio observaron un grupo de gente haciendo corrillo en la puerta. En la entrada, dos guardiaciviles pedían la documentación y un buen número de hombres a medio vestir hacían cola enseñando sus papeles.