Capítulo 38

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La Habana, 22 de Febrero.

El olor del café recién hecho despertó a Hércules. Sus compañeros se habían levantado antes y se habían marchado a la ciudad. Helen tenía que enviar unos telegramas y Lincoln debía informar a sus superiores. Tan sólo el profesor, por su obligado encierro, permanecía en la habitación. Los dos hombres desayunaron solos aquella mañana. El profesor Gordon estaba pensativo. Apenas cruzaron palabra durante toda la comida, pero cuando Hércules empezaba a levantarse, el profesor comenzó a decirle: —Me alegro de que hoy podamos hablar a solas. No he querido descubrir el secreto completo del libro de San Francisco ni el tesoro que encierra. No puedo confiar en nadie, la riqueza es capaz de torcer las más justas intenciones—dijo en tono intrigante el profesor.

—No le comprendo, profesor.

—La otra noche hablé demasiado, pero me temo que nuestros amigos norteamericanos no dieron mucho crédito a mis palabras.

—Entiendo que ese libro es para usted un tesoro, pero comprenda que para unos profanos en la materia como nosotros sólo es un montón de páginas antiguas —dijo Hércules.

—No, Hércules. El otro día, cuando indiqué que el libro ocultaba un tesoro, no me refería a uno intelectual. Hablaba de un tesoro real. El tesoro de Roma.

—¿El tesoro de Roma? Nunca he oído hablar de nada parecido.

—Es natural, el tesoro de Roma es uno de los secretos mejor guardados de la Historia. Tan sólo unos pocos hombres saben de su existencia, te lo puedo asegurar.

—Entonces lo que buscaba aquel profesor de la Universidad Católica de Washington y los Caballeros de Colón no era un libro antiguo con un gran valor histórico, era un verdadero tesoro físico —dijo sorprendido Hércules.

—Efectivamente. Un tesoro, el tesoro de Constantino, conocido también como el tesoro de Roma y el tesoro de Colón.

Hércules estaba acostumbrado a que el profesor le sorprendiera con las historias más increíbles, pero debía reconocer que aquello le parecía lo más descabellado que había escuchado nunca. Observó por unos momentos a Gordon y pudo contemplar el brillo de sus ojos, ese brillo siempre aparecía cuando el profesor entraba en una especie de trance, en el que comunicaba los apasionados descubrimientos de sus investigaciones.

—Un tesoro que no se cansarán de buscar y me temo que dentro de poco me encuentren a mí y al plano que les llevará hasta él —dijo el profesor apretando el libro de San Francisco.

—Pero, ¿cómo puede ser que durante todos estos siglos ese tesoro haya permanecido oculto?

—Un grupo de hombres pensó que era mejor así. Que ese tesoro era de la Iglesia y que ésta lo recuperaría cuando la cristiandad estuviese en peligro.

—Y, ¿cómo pudieron ocultarlo durante todo este tiempo?

—¿Has oído hablar de la Donación de Constantino? —preguntó el profesor.

—Naturalmente.

—Durante siglos se ha creído que era falsa. Un invento del papa Adriano para no sucumbir ante el poder de Carlomagno. En el 778 la corte pontificia se veía rodeada de enemigos. Por un lado, los lombardos amenazaban con destruir el poder del Papa en Roma y por otro, Carlomagno se convertía en ostentador de la hegemonía en Europa, intentando rescatar la idea del poder imperial. La tradición histórica dice que entonces Adriano sacó a relucir un documento falsificado por él mismo: el Constitutum Constantini. —«La Donación de Constantino»—. Exacto. El documento que presentó Adriano al emperador Carlomagno no era falso, pero sí estaba parcialmente manipulado. Adriano quería demostrar al rey franco que Constantino había dado el poder imperial a la Iglesia, pero no quería advertir al rey de la existencia del fabuloso tesoro donado por Constantino al Papa.

—Pero, ¿dónde estaba ese fabuloso tesoro? —preguntó Hércules.

—En el documento se habla de una de las donaciones que se hicieron al papa Silvestre.

—¿Cuál?

—El palacio de Letrán. Residencia del emperador Constantino y una de sus más preciadas posesiones. ¿Sabes qué había en el palacio de Letrán? —preguntó enigmático el profesor.

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La Basílica de San Juan de Letrán está construida sobre el antiguo palacio de Constantino.

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En la primera representación de estilo bizantino se observa claramente cómo Constantino entrega al Papa una bolsa con dinero

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En la segunda figura se ve claramente como Constantino entrega su corona al Papa, pero señala con su mano derecha a un caballero que parece acarrear en su cabalgadura unas alforjas de oro.

—No.

—Constantino no confiaba en los ciudadanos de Roma y mucho menos en sus senadores. El Emperador guardaba el tesoro del estado en su palacio de Letrán. El pueblo de Roma le guardaba un franco rencor por dos cosas: el desprecio a los dioses al no querer participar en los sacrificios del Senado en su visita en el año 326 y por fundar Bizancio; que si se convertía en la nueva capital del Imperio, dejaría a la Ciudad Eterna fuera de la órbita imperial. Por todo ello, Constantino sacó el tesoro del Palacio Palatino y lo llevó al de Letrán. El dinero quedó en manos del Papa y poco más de cien años bastaron para que el Imperio de Occidente terminara de hundirse.

—Entonces Constantino dejó su fabuloso tesoro a la Iglesia de Roma.

—Ese tesoro salvó a Roma en varias ocasiones. La más conocida fue cuando el papa León I el Grande utilizó una pequeña parte del tesoro para pagar la paz con Atila en el año 453.

—Por eso Atila no invadió Roma —dijo Hércules y después preguntó al profesor—. Pero, ¿qué sucedió después con el fabuloso tesoro de Roma?

—Decidieron ocultar su existencia; los papas sabían su paradero y reservaban aquel fabuloso tesoro para salvar a la Iglesia de los peligros que pudiera sufrir. Pero al final hubo que trasladar el tesoro a otro sitio. Un nuevo emperador, Otón III descubrió gracias a un traidor la existencia del tesoro.

—En el siglo X hubo varios intentos de los emperadores germanos de dominar Italia —comentó Hércules, intentado repasar la historia aprendida en la escuela.

—Sí. Los germanos por el norte, los musulmanes y normandos por el sur. Todos querían dominar Italia, pero lo que realmente buscaba el emperador era el fabuloso tesoro de Roma.

—Y, ¿cómo logró la Iglesia proteger el tesoro?

—Otón III nombró a Gregorio V, un alemán, papa de Roma. La Iglesia estaba disconforme con la elección y temía que todo fuera un subterfugio para hacerse con el tesoro. Muchos obispos creían que el anterior papa, Juan XV, por miedo había revelado al emperador de Alemania la existencia del tesoro de Roma. Los Crescencio, una noble familia de Roma, habían sido comisionados por los papas para guardar el secreto. Juan Crescencio consiguió situar a su candidato, Juan XV como papa, pero éste era un hombre débil, que se negó, tras su elección, a obedecer a Juan Crescencio por miedo al emperador. Los Crescencio desde hacía décadas dominaban la ciudad con el título de patricio. Pero tras la muerte de Juan Crescencio, su hermano Crescencio II humilló repetidamente al Papa. Al final, Juan XV huyó de Roma y pidió ayuda a Otón III, pero a cambio de su ayuda se cree que le reveló el secreto del tesoro de Roma.

—Entonces, ¿Crescencio II echó a Juan XV de Roma?

—En cierto modo, pero al saber que el emperador se dirigía hacia Roma para exterminar a sus enemigos, él mismo dejó la ciudad. ¿Hacia dónde crees que se dirigió?

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Bautismo de Constantino.

—No sé.

—A Ostia, la salida de Roma al mar. Quería asegurarse de que el tesoro estuviera a salvo. Era el deber de su familia. Debía buscar una vía de escape en el caso de tener que sacar el tesoro urgentemente. Juan XV regresó a Roma, pero antes de que el emperador llegara a la ciudad murió misteriosamente.

—¿Misteriosamente?

—Puede que fuera envenenado por los partidarios de Crescencio. Otón III se detuvo en Ravena y allí nombró a un alemán, un hombre de su confianza como papa, bajo el nombre de Gregorio V. De esta manera conseguía instalar un papa afín y al mismo tiempo hacerse con el secreto del tesoro de Roma. El 21 de mayo de 996 el nuevo papa coronó a Otón III como emperador en la ciudad de Roma.

—¿Y qué pasó con Crescencio II?

—Los patricios de Roma lograron que fuera eximido de su destierro y regresó a la ciudad.

—¿Volvió a Roma?

—Después de asegurarse de que Gregorio V seguía ignorando dónde se encontraba el tesoro y que éste estaba a buen recaudo. En junio de ese mismo año Otón III abandonó Roma. Crescencio volvió a manipular la ciudad y el papa Gregorio abandonó Roma en octubre de ese año.

—De nuevo tenía el poder.

—Sí, pero no podía ejercerlo directamente. Los patricios no querían que un emperador extranjero nombrara al papa, pero tampoco aceptaban el gobierno directo de Crescencio II. Entonces Crescencio propuso que se nombrara papa a Juan Filagato, que había sido maestro de griego del emperador. De esta manera, se recuperaba la dignidad papal y el equilibrio en la ciudad. Juan Filagato fue proclamado como Juan XVI. Poco después, en el año 998 el emperador regresó a Roma y persiguió a todos los disidentes. Crescencio II logró esconderse en el Castillo de Sant’Angelo. Cuando intentó escapar fue ahorcado en las murallas del propio castillo, para escarmiento de los romanos.

—¿Qué sucedió con el papa Juan XVI?

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Papa Gregorio V y papa Juan XV. El retrato de Juan XVI fue borrado de toda Roma y se intentó difamar su memoria.

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—Sufrió el más cruel de los castigos. El papa Gregorio V le torturó para que desvelara el secreto del tesoro. Le amputó las orejas, los ojos y la nariz. Como se negó a hablar terminó por cortarle también la lengua. Pero Gregorio V murió poco después, algunos dicen que envenenado por los propios obispos de la corte papal.

—¿Y el secreto del Tesoro se fue a la tumba con Juan XVI?

—No, Crescencio II reveló el secreto a su hijo Juan II Crescencio, que tras la muerte de Otón III recuperó de facto el poder en Roma controlando al papa Silvestre II y a todos los papas hasta la llegada de Sergio IV en el año 1009. Pero el último de los Crescencio sabía que los emperadores no descansarían hasta ver el tesoro de Roma en sus manos y lo entregó a una princesa vikinga, para que fuera transportado a los nuevos territorios descubiertos pocos años antes.

—¿Quiere decir a América?

—Bueno, ellos no la denominaban de esa manera todavía —le explicó el profesor.

—¿Quién era esa princesa?

—La viuda de Thorffinn, la princesa Gudrid, que tras la muerte de su esposo decidió ir desde su Islandia natal hasta Roma en peregrinación. Se cree que realizó el viaje en el año 1011, poco antes de que Juan II Crescencio y el papa Sergio IV murieran en misteriosas circunstancias.

—Y el libro de San Francisco. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—La princesa Gudrid, la esposa del vikingo que se cree fue el descubridor de América, escribió un diario con todos los detalles de su viaje.

—¿Y la princesa transportó todo el tesoro a Islandia y de allí a América?

—Esa historia es muy larga para contarla en breves palabras, pero puedo decirte que el tesoro de Roma debía quedar escondido hasta que el hombre de la Providencia, el portador de Cristo, Cristoforo, apareciera y lo recuperara para salvar a la Iglesia.

Un ruido sacó a los dos hombres de su apasionante historia. Hércules se dirigió a la puerta y la abrió. Detrás se encontraba Hernán. El proxeneta miró al agente español y sin demostrar el más mínimo nerviosismo comenzó a hablar.

—Hércules, venía a deciros que anoche logré hablar con el criado.

—¿Qué criado? —preguntó el español, mientras observaba desconfiado a Hernán.

—El del Caballero de Colón. Ya sé dónde se reúnen los caballeros.

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Llegada de los vikingos a América en el siglo X

Hernán explicó brevemente la dirección a Hércules e hizo un ademán de marcharse. El español le sujetó por el brazo y mirándole a los ojos le preguntó.

—¿Puedes decirme cuánto tiempo llevabas en la puerta escuchando?

El proxeneta se revolvió intentando soltarse, pero Hércules le tenía bien sujeto.

—Veo que olvidas que estás en mi casa y bajo mi techo —se quejó el proxeneta.

—Sabía que no podía confiar en ti —se dio la vuelta sin soltar a Hernán y dijo al profesor—. Será mejor que nos marchemos de aquí. Éste ya no es un sitio seguro.

—Pero, ¿y si regresan la señorita y el agente? —preguntó el profesor al tiempo que guardaba el precioso libro bajo su chaqueta.

—Los localizaremos, no se preocupe. Vamos —dijo Hércules empujando a Hernán. Bajaron sin ningún contratiempo. A esa hora la cantina estaba desierta y los matones de Hernán dormían la mona lejos de allí, en algún camastro. Cuando se encontraron lo suficientemente lejos de «La Misión», soltó a su rehén.

—¿Lo va a dejar marchar? —comentó incrédulo el profesor.

—¿Qué otra cosa puedo hacer?, dijo Hércules encogiéndose de hombros.

—Pero ha escuchado todo lo que hemos hablado. Sabe lo del tesoro de Roma.

—Tendremos que correr ese riesgo —dijo el español que no terminaba de creer la fabulosa historia que le había contado el profesor.

Encontrar a sus compañeros no fue muy difícil. Lincoln estaba en el hotel Inglaterra aseándose un poco. Helen todavía se encontraba en la oficina de telégrafos. Cuando Hércules les explicó lo sucedido y que tenían que buscar un nuevo refugio, los dos norteamericanos se sintieron aliviados. No les gustaba nada dormir cada noche en el prostíbulo. Cuando el español les informó que su nueva residencia, con vistas al puerto era la «Casa de Doña Clotilde». No podían ni imaginar que aquello era otro burdel de la ciudad.

La Habana, 22 de Febrero.

En la colina, donde moría la ciudad antes de perderse en interminables selvas y plantaciones de azúcar, se aposentaba la mansión de los marqueses de los Naranjos, una de las familias más antiguas de la isla. Los Naranjos fundaron la ciudad en 1519 con el nombre de San Cristóbal de La Habana junto a un puñado de soldados y colonos que comenzaban a extender sus dominios más allá de la isla La Española, a la vecina isla La Juana, más conocida como Cuba.

El edificio destacaba entre todas las construcciones por su tamaño y suntuosidad. Lincoln pensó al contemplarlo que la Casa Blanca, a su lado, parecía una choza maloliente. La mansión estaba rodeada de una cerca muy alta, con unos barrotes labrados y retorcidos que imitaban ramas de árboles. Los jardines sobre la ladera eran escalonados, rematados con pequeños muretes del mismo color que la fachada, de un rosa pálido. En el centro, una escalinata abierta en dos canales se cerraba y dividía en dos tramos. El cielo plomizo del anochecer había oscurecido el día antes de tiempo; a última hora de la tarde unos negros nubarrones habían descargado una lluvia torrencial, que había conseguido apagar el bochorno de las últimas semanas. El reflejo del suelo empapado, los charcos formados por el aguacero y la limpieza del aire convertían la noche en una experiencia mágica.

Se acercaron a la valla en la única parte que parecía vulnerable; en uno de los extremos, que intentando salvar una gran mole de piedra, reducía la altura de la cerca. Hércules ayudó a Lincoln y cuando éste se encontraba en lo más alto, extendió la mano para ayudar a su compañero. El salto25 al otro lado era menor debido al desnivel.

No se veía a nadie en el jardín. Según se habían informado, la familia, temiendo que la guerra estallara en cualquier momento, había optado por cerrar la casa y pasar una temporada en los Estados Unidos. Tan sólo el marqués permanecía en la isla, pero residía habitualmente en un palacete cerca de la catedral de La Habana.

Ascendieron por un lateral evitando la escalinata y escondiéndose, esperaron a que la noche cerrada atrajera a su presa. No tuvieron que hacerlo por mucho tiempo. Una hora más tarde llegaba el primer caballero embozado, que con una llave abrió la cancela y ascendió hasta el palacete. En menos de media hora, una docena de hombres entraron por el jardín y ascendieron hasta la mansión. Los agentes esperaron un poco más y cuando comprobaron que no había nadie se acercaron a la entrada. Estaba abierta.

—¿En qué lugar de la casa estarán? —le susurró Hércules.

Lincoln propuso que buscaran en la planta baja. Al tratarse de una orden secreta, debían escoger un lugar discreto para realizar sus ritos. Tras un rato de búsqueda, dieron con unas escaleras que desde la cocina daban a una especie de sótano excavado en la roca. Descendieron con cuidado, caminando de puntillas. Al final de la escalera había una sala amplia, escasamente iluminada por un candelabro que descansaba encima de una mesa cuadrada, en la que se podían ver algunos bastones, sombreros y otros objetos personales. La única puerta de la sala estaba entornada y de ella salían unas voces que parecían corear algo.

Los dos agentes se acercaron a la puerta y pudieron escuchar las últimas palabras de algo parecido a un rezo:

…Todo lo cual juro por la bendita Trinidad y el bendito sacramento que estoy para recibir, ejecutar y cumplir este juramento.

Se hizo el silencio hasta que uno de los hombres comenzó a hablar.

—Hermanos caballeros, estamos aquí reunidos para encomendar nuestra causa a Dios, al Maestro Supremo, el Gran Padre y nuestra madre, la Santa Iglesia de Roma.

Escucharon un murmullo de asentimiento. Hércules y Lincoln, inclinados en el suelo frío de piedra, se esforzaban por sacar algo en claro del hilo de voz que emergía por la puerta. No podían ver nada, ya que tras la puerta una pared recubierta de una tela roja impedía ver la escena del interior y amortiguaba las voces.

—El cuarto Caballero Supremo nos encomendó una misión sencilla y hemos fracasado, caballeros. No hemos conseguido el libro, desconocemos el paradero del profesor y ahora, esa periodista y los dos agentes infieles se han inmiscuido en nuestros planes.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó uno de los caballeros.

—Han montado un gran escándalo y nuestra premisa es la discreción y la persuasión. En cambio, el caballero de cuarto grado comisionado quemó una casa y realizó una persecución por las calles de la ciudad. Un verdadero desastre.

—Perdone Caballero Piloto, pero no esperábamos encontrar acompañado al profesor aquella noche —se excusó otra vez el caballero.

—¡No me valen los pretextos! Con su negligencia nos pone en peligro a todos y pone en peligro la misión. Estamos ante los últimos tiempos, la Iglesia se desmorona a los pies de comunistas, anarquistas, evolucionistas y masones.

—Tiene razón, pero… —El Caballero Piloto interrumpió al caballero de cuarto grado y continuó diciendo—: Desde los Estados Unidos ha llegado por fin nuestro hermano. Todavía no es caballero, es escudero, pero ha demostrado su valor y entrega a la orden realizando un importante trabajo en Nueva York. Él se encargará de todo este asunto. Hermano escudero.

Se produjo un silencio que heló la sangre de los dos agentes. Por unos momentos creyeron que la ceremonia había terminado, hasta que una voz monótona y sepulcral se escuchó.

—Caballeros de Colón, el tesoro de Roma salvará a la Iglesia. Un ejército de caballeros se extiende por todo el mundo. Más de cincuenta mil se entrenan en los Estados Unidos y dentro de pocos seremos millones —dijo una voz con un cerrado acento yanqui. Toda la sala se llenó de un murmullo de aprobación—. Esta noche tiene que morir el caballero de cuarto grado que nos ha fallado. Con su sangre pagará el impío y con su carne morirá el necio. Hércules tragó saliva y apretó los puños. Se sentía impulsado a detener ese crimen, pero temía que eso desbaratara todo. Lincoln le miró entre la penumbra y sacó su revólver de la chaqueta.

—Me entrego en sacrificio. Muchos hombres se han dado antes que yo para salvar a la Iglesia. En mis venas corre sangre de católicos por cincuenta generaciones. Que Dios se apiade de mi alma.

Un chasquido y el silbido de una hoja metálica fue lo único que pudo escucharse.

—Caballeros, celebremos con júbilo este sacrificio. Esta sangre es primicia de la victoria —dijo eufórico el Caballero Piloto.

El murmullo de la sala empezó a ascender y un gutural sonido envolvió todo el sótano.

—Caballeros no hay tiempo que perder. Tenemos que conseguir el libro de San Francisco y eliminar a los infieles.

Hércules y Lincoln sabían que se refería a ellos. Se levantaron despacio y salieron del sótano. Sus camisas estaban empapadas de sudor. Cuando llegaron a la planta baja, la cocina permanecía completamente a oscuras. Caminaron con los brazos extendidos para no tropezar con nada. Una vez en el jardín aceleraron el paso, sus corazones golpeaban pesadamente en sus pechos. Saltaron la verja y se perdieron calle abajo.