Capítulo 21

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La Habana, 20 de Febrero.

Salieron del hotel a la hora de más calor, como si recorrieran en forma inversa el camino de los demás viandantes. Tomaron una berlina y el monótono compás de las ruedas deslizándose por el empedrado los envolvió en el silencio. Media hora más tarde, el cochero los dejó frente a un edificio solitario y quejumbroso, que por todas las señas externas había sido antes un monasterio. Entraron por un alto portalón de madera a una galería corrida de grandes arcos que daba a un patio repleto de plantas. Caminaron por el corredor hasta que Hércules llamó a una de las puertas laterales. Sin esperar contestación, los dos hombres pasaron a una amplia sala de techos abovedados. Las paredes estaban cubiertas de libros, de pequeños armarios con vitrinas y de algunos retratos amarillentos; la mayor parte de hombres vestidos con hábitos blancos. Junto a una de las ventanas, sentado frente a una mesa muy larga, había un hombre de cara alargada, con una recortada barba morena y unas pronunciadas ojeras, que al verlos llegar se levantó sonriente y se aproximó a Hércules para darle un afectuoso abrazo.

—¡Querido Hércules! Hace mucho tiempo que no sé nada de usted.

—Profesor, me alegro de verle de nuevo. No ha cambiado nada, le encuentro en plena forma física.

—Es usted un adulador.

Lincoln observaba al profesor con extrañeza. No sabía por qué, pero en su mente, el hombre más sabio de América tenía que ser un anciano canoso, con una mirada dulce y la voz ronca de un octogenario. En cambio, el profesor no aparentaba más de cincuenta años.

El doctor Antonio de Gordon y Acosta era un hombre joven, pero pese a su edad, había logrado convertirse en uno de los científicos más preparados de su época. Criado por sus padrinos tras la trágica muerte de sus padres, había estudiado todas las carreras que se impartían en La Real y Literaria Universidad de La Habana. Primero se licenció en medicina, pero debido a la guerra del 1868 sus padrinos le enviaron a Cartagena de Indias durante un curso, donde se doctoró antes de cumplir los veinte años. Tras su regreso, se licenció en La Habana un año más tarde como cirujano. Después se licenció y doctoró en farmacia, para más tarde licenciarse y doctorarse igualmente en derecho, y filosofía y letras. Dominaba el latín, el griego, el hebreo, el sánscrito, el francés y el inglés. Por derecho, el doctor Gordon vistió todos los birretes de la Universidad de La Habana y se le consideraba el hombre más erudito del Caribe.

—Permítame que le presente al agente George Lincoln —dijo Hércules dándose la vuelta. Lincoln dio un paso y extendió la mano.

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Universidad vieja de La Habana, más conocida como La Real y Literaria Universidad de La Habana.

—Mucho gusto Sr. Lincoln. Hermoso país el suyo. Desde los grandes lagos hasta los hermosos cayos de Florida —le saludó el profesor Gordon, mientras le estrechaba la mano.

—¿Cómo sabe mi lugar de origen? —preguntó Lincoln. Su cara no podía ocultar su sorpresa.

—No es muy difícil deducirlo. Sólo un norteamericano puede tener en su nombre y apellido a dos de los grandes constructores de su patria. George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América y Abraham Lincoln, padre de la Unión y protector de los hombres de color. Si a eso unimos una chaqueta norteamericana, como las que venden en los grandes almacenes de Jack Street y un bombín hecho por la casa Landown, las conclusiones son claras. ¿No cree? —dijo el profesor sonriente.

—Me sorprende, doctor Gordon —dijo Lincoln aturdido todavía por las palabras del profesor.

—Lincoln, la gran capacidad de deducción del profesor fue lo que hizo que nos conociéramos —comentó Hércules, al tiempo que observaba la cara de sorpresa de su compañero.

—Y usted fue uno de mis mejores alumnos —contestó el profesor mientras achinaba los ojos.

—En el año 1895, el Estado Mayor, a petición del gobierno de Madrid, formó un grupo de inteligencia para actuar en las tierras de ultramar. Ese grupo estaba compuesto por oficiales de rango medio. El adiestramiento consistía en aplicar los métodos deductivos, lógicos, científicos y psicológicos, que se habían empleado con éxito en Gran Bretaña y los Estados Unidos. Durante un año aprendimos con el profesor desde idiomas indígenas, geografía o ciencia, hasta métodos deductivos, lógicos y algunos rudimentos de física y química; además, realizamos autopsias y técnicas de interrogatorio. El Almirante Mantorella era el oficial de enlace del grupo, otros miembros eran Pedro del Peral, Javier Salas… —explicó Hércules.

—Esos oficiales son miembros de la Comisión Española —recordó Lincoln. Esa misma mañana, Hércules le había hablado de los componentes de la Comisión Española, pero sin mencionar que habían sido compañeros suyos.

—Pero, el programa se interrumpió hace un año, tras la marcha del general —Hércules se detuvo, como si no se acordara del nombre del general, pero en realidad se había dado cuenta de que no había pronunciado el nombre de Weyler en todo ese tiempo.

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Foto del profesor Antonio Gordon y Acosta durante su breve servicio en la armada española.

—Por eso el Almirante lo eligió a usted —dijo Lincoln, mientras levantaba una ceja. Ahora entendía muchas cosas—pensó.

—Bueno, será mejor que no le robemos más tiempo al profesor y le comuniquemos el verdadero origen de nuestra visita —dijo Hércules al tiempo que extraía del bolsillo el pequeño símbolo del que no se había separado ni un segundo en las últimas treinta y seis horas. Lo depositó encima de la mesa y el profesor sacó una inmensa lente y acercó una lámpara que estaba sobre la mesa. El científico estuvo unos minutos en silencio observando la pieza. Después permaneció callado con los ojos cerrados, como si convocase algún tipo de espíritu. Hasta que achinando los ojos comenzó a decir—: Caballeros, son ustedes unos hombres afortunados. Pensé al principio que me traían algún tipo de acertijo que resolver, pero cuando me presentaron este pequeño simbolito, he de reconocer que me desconcertaron. Enseguida lo identifiqué con algo que había visto hacía un tiempo, algo que no podía rescatar de mi memoria.

—¿De qué se trata doctor? —preguntó Lincoln sin poder esperar más.

El profesor hizo un gesto con la mano y con la voz sosegada apuntó:

—Primero describamos el símbolo. Es un emblema triple como podrán observar —comentó el profesor levantando el alfiler—. Está compuesto de tres figuras: una paloma, una cruz y un globo. Un globo azul, con la tierra representada en color blanco, en el que se pueden percibir los contornos del continente americano. Una cruz roja con bordes dorados y pomos dorados al final de cada una de sus puntas y una paloma de color blanco volando hacia abajo, como si se lanzara en picado. La paloma es por antonomasia el símbolo clásico de la paz y, religiosamente hablando, representa a la tercera persona de la Trinidad o Espíritu Santo. Por tanto el primero de los símbolos es de iconografía cristiana. El símbolo de la cruz, es evidente, pero esta cruz es especial, es la cruz de los cruzados, que lucharon para recuperar Tierra Santa de los paganos, utilizada también por Isabel la Católica. La cruz representa a la segunda persona de la Trinidad, el Hijo de Dios. El globo, el orbe o la tierra, representa al Dios Padre Creador.

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Símbolo de los Caballeros de Colón de cuarto grado.

—¿A Dios Padre? —dijo Lincoln.

—Efectivamente. Es una representación de la Santísima Trinidad operando en América. Realizando una cruzada por el Continente. Pero también hay algún tipo de simbolismo en los colores.

—¿Qué colores? —preguntó Hércules.

—Los colores deben tener algún sentido. Blanco, rojo y azul.

—¿Qué puede ser? —preguntó Lincoln, que seguía las explicaciones del profesor sin pestañear.

—Qué tonto soy. Está claro, ésos son los colores de una bandera. La bandera de los Estados Unidos.

—¿Y las letras grabadas por detrás? —preguntó Hércules—. K y C. Por desgracia, he de reconocer que estas dos iniciales me han ayudado un poco. Significan Knights of Columbus —contestó el profesor.

—Caballeros de Colón —tradujo Lincoln.

—En efecto. La Orden de los Caballeros de Colón.

—¿Conoce esa orden? —preguntó Hércules.

—Sí, he oído hablar de ella, aunque hace de ello ya algunos años, pero curiosamente tuve recientemente un pequeño percance con un miembro de esta orden.

—Por favor profesor, explíquese —insistió Hércules.

—No sé si conocen mi obra investigadora, me temo que no. Hace unos años me doctoré en Filosofía y Letras con la tesis «Colón y sus viajes». Siempre me ha apasionado la figura del insigne descubridor. El año pasado recibí la visita de un profesor de los Estados Unidos. El reverendo Philip Garrigan, vicerrector de la Universidad Católica de América, en Washington. Me habló de una organización a la que identificó con las siglas K y C, compuesta por un grupo de caballeros católicos altruistas, que estaban interesados en crear una cátedra en su universidad, la Chair of American History. —Una cátedra para estudiar la Historia del Continente Americano—tradujo Lincoln.

—En efecto, pero que estos caballeros estaban especialmente interesados en investigar la vida y la obra del famoso navegante Cristóbal Colón. Sabían mis avances en esta materia y de algún modo conocían que hacía más de un año, después de pasar varios días en el monasterio de los franciscanos en Santo Domingo, yo había descubierto unos documentos de gran importancia para explicar las razones que movieron al ilustre navegante a descubrir nuestro querido Continente.

—Y… —dijo Lincoln, que hacía un esfuerzo para que no se le escapara ningún detalle, ya que le costaba entender todas las palabras en español.

—Publiqué un artículo adelantando algunas de mis conclusiones.

—¿Qué quería el vicerrector? —preguntó Hércules.

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Foto de un grupo de Caballeros de Colón a finales del siglo XIX.

—Quería comprar los documentos que había encontrado, incluso me ofrecía una plaza de catedrático en su universidad. Naturalmente me negué. El hombre reaccionó violentamente, golpeó con su bastón la mesa. Todavía quedan algunas muescas aquí —dijo tocando la tabla—. Salió del despacho gritando como un loco y amenazándome: Los Knighys of Columbus se ocuparán de usted. Téngalo por seguro—repetía.

—¿Tuvo más noticias de él? —preguntó Hércules. La luz de la calle iba perdiendo fuerza y las sombras se extendían por la amplia estancia.

—No, pero hace una semana ocurrieron dos cosas muy extrañas. Fue la misma noche que lo de ese barco norteamericano —dijo el profesor, intentando recordar el nombre.

—¿Qué sucedió? —siguió preguntando Hércules.

—La primera fue una mera casualidad. Me encontraba en la biblioteca buscando el Bellum Christianorum principum, por eso estaba al fondo de la sala, en una esquina no muy visible donde se guardan todos los incunables. Dos profesores entraron mientras me esforzaba en coger el libro que, como siempre, estaba en la parte más alta de la estantería. Comenzaron a hablar y no pude evitar escuchar su conversación.

—¿De qué platicaron? —preguntó Lincoln.

—No escuché bien el principio de la conversación, pero al parecer habían sido convocados a una reunión clandestina. Uno de ellos ya había estado en otra de las reuniones e intentaba convencer a su compañero de que asistiera esa noche. Caballeros de Colón —dijo el profesor. La reunión era de la Orden de los Caballeros de Colón. No sabía que tuvieran miembros en Cuba.

Cuando terminó de hablar, su cara parecía preocupada. Las arrugas de la frente se ondulaban, formando varios surcos paralelos, como una muestra externa de sus pensamientos.

—¿Y eso fue la noche en la que explotó el Maine?

—Creo que sí, era 15 de febrero, si mal no recuerdo.

—¿Cuál fue la otra cosa extraña? —preguntó Hércules.

—Alguien entró en mi despacho y lo registró todo. Cuando regresé a la mañana siguiente estaba patas arriba. Mis tubos de ensayo hechos añicos, los libros desparramados y algunos destripados. Una verdadera catástrofe.

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Grabado idealizado del descubrimiento de América. Los Caballeros de Colón sentían verdadera admiración por el Almirante.

—¿Avisó a la policía? —dijo Lincoln.

—Sí, vinieron unos guardiaciviles, pero sus métodos no son muy, cómo diría, científicos. Dijeron que si no faltaba nada debía tratarse de alguna broma de mis alumnos.

—¿Y le faltaba algo? —preguntó Hércules.

—No, pero había indicios de que el desorden había sido provocado aposta, como si intentaran advertirme de algo. Tal vez, como esa misma mañana escuché la conversación de los dos profesores, recordé las palabras amenazadoras del vicerrector norteamericano un año antes. Posiblemente sólo fuera una asociación de ideas.

—¿Por qué dice que el desorden era intencionado? —preguntó Hércules.

—No era generalizado. Aquellos hombres no esperaban encontrar lo que buscaban aquí. No habían tocado los libros de esa zona, los cajones y la mayor parte de las vitrinas estaban intactas.

—No entiendo —dijo Lincoln—. ¿Qué buscaban haciendo eso?

—Me imagino que esperaban que sacara los manuscritos de su escondite, para llevarlos a un sitio más seguro. Entonces ellos actuarían y se los llevarían. Aunque, seguramente, todo eso será fruto de mi imaginación.

—Pero, ¿son tan importantes esos manuscritos? —preguntó el español.

—No creo que lo sean para su investigación, pero para este viejo profesor y para los estudiosos de Colón son un verdadero tesoro. A propósito, ¿dónde encontraron el símbolo?

—Lo encontró el capitán del Maine en su camarote.

—Un sitio curioso, ¿no les parece? Los Caballeros de Colón están por todas partes —comentó el profesor, mientras miraba de un lado a otro.

—¿Quiénes eran esos dos profesores? Me gustaría hacerles algunas preguntas y ver si están incluidos en la lista de visitantes del Maine. —El profesor Jorge Martínez Ramos y el profesor Ramón Serrano Santos—contestó el profesor, al tiempo que se agarraba la barbilla con la mano derecha.

—Muchas gracias. ¿Puede hacer algo más por nosotros? —preguntó Hércules.

—Naturalmente, ustedes dirán.

—¿Sería tan amable de investigar todo lo que pueda sobre esos Caballeros de Colón?

—Con mucho gusto, pero entonces ustedes deben hacer un favor a este viejo profesor.

En ese momento alguien abrió la puerta y los tres hombres se volvieron sobresaltados. Lincoln sacó su revólver y apuntó hacia el rincón oscuro de donde venía el ruido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el agente norteamericano.

De entre las sombras salió una mujer agarrándose la falda con una mano mientras que con la otra sostenía una pequeña libreta.

—¿Qué demonios hace usted aquí? —dijo Hércules con el ceño fruncido mientras bajaba la mano de Lincoln que seguía atónito apuntando a la chica.

—Disculpen —contestó la chica con un fuerte acento yanqui—. Tengo una entrevista con el profesor Gordon.

—¿Cuánto tiempo lleva escuchando? —le espetó Hércules.

—Me temo, que casi desde el principio —dijo la mujer sin poder evitar una media sonrisa—. Llegué muy pronto y escuché voces. Lo siento.

—¿Para qué deseaba ver al profesor? —preguntó Hércules.

—Soy reportera del Globe, investigo el caso del Maine y quería encontrar algunas pistas. El profesor Gordon conoce muy bien la bahía de La Habana y es un físico de reconocido prestigio. Ustedes también investigan el hundimiento del Maine ¿Verdad?

—¿Cómo sabe que investigamos lo que le pasó al buque? —preguntó Lincoln.

—No es un secreto. Todo el mundo lo sabe en Washington. Los observé primero en el hotel y me parecieron una peculiar pareja, cuando me volví a encontrar con ustedes subiendo al Alfonso XII, ya no me quedaron dudas, pero telegrafié a mi director en Nueva York y me lo confirmó; el subsecretario de Marina, Roosevelt, lo ha ido proclamando a los cuatro vientos.

—Parece que hay mucha gente interesada en que no descubramos qué pasó en realidad —comentó Lincoln. Su cara se ensombreció y cruzó los brazos.

—Yo puedo ayudarles, si ustedes me ayudan a mí —dijo la periodista sonriente.

—Será mejor que se marche, tiene suerte de tratarse de una mujer —dijo Lincoln cogiendo a la periodista del brazo. Ella se resistió y dio un pisotón al agente que, pegando un bramido, soltó a la chica.

—Ah, ah.

—¿En qué puede ayudarnos? —preguntó Hércules, mientras intentaba disimular una sonrisa.

—Conozco la Orden de los Caballeros de Colón.

Los tres hombres se miraron sorprendidos, nunca habían visto una mujer tan desconcertante. Helen Hamilton sabía cómo transformar los tropiezos en oportunidades.