Capítulo 37
Madrid, 21 de Febrero.
Los primeros copos de nieve espolvoreaban las solitarias calles de la capital. Madrid podía ser una ciudad solitaria para un hombre triste. La luz mortecina de las farolas parecía difuminarse dando a la ciudad una imagen irreal. Unamuno observaba el exterior con las cartas abiertas en la mano, como si tuviera temor de sumergirse en los últimos pensamientos de su amigo, en cierta forma, ahogándose él también en las oscuras y heladas aguas del Dvina. Con un gesto, se aproximó a la luz y ajustándose las lentes comenzó a leer:
Riga, 10 de Febrero de 1898.
Amado amigo: Le escribo desde mi exilio voluntario, siendo como somos exiliados de la eternidad, en esta apartada ciudad de Europa. Sabía que la diplomacia era un trabajo solitario y amargo, mas nunca imaginé que desde la distancia España se viera tan deseada.
Recuerdo las palabras de Quevedo desde Italia, que al verse alejado de su amada tierra, irrumpe en el más melancólico de sus cantos. El canto de las sirenas engañosas que llevan al marino contra los riscos. No hay cuerdas que me retengan para escapar de su llamada. Mascha, el único cabo que sigue atándome a la vida, apenas puede mantenerme en pie cada mañana. Mis creencias, por el contrario, me acercan cada día más hacia mi destino. Muchas veces conversamos en Madrid sobre Dios. En aquella época, usted seguía viendo en el socialismo una salida honrosa para la raza humana. Ahora, los dos hemos vuelto sobre nuestros pasos a la fe de nuestros padres y recuperado el paraíso perdido, que también describió Milton. Mi arrogancia me lleva esta noche, en medio de la zozobra, a compartir con usted, mi alma gemela, la causa de mi actual desdicha. Siento que la vida me abandona, atravesado por el cuchillo de mi propia infamia, el aliento perdido se seca en mis labios. Los que me rodean me creen lunático cuando les digo que hay gente que me acosa. Sí, querido Miguel, unos demonios quieren mi vida y me temo, que también mi alma. Hace un tiempo, cuando todavía estaba en Amberes, conocí a un grupo, un contubernio de hombres que yo imaginaba justos. Una especie de caballeros cruzados que iban a rescatar a la Iglesia de Roma de su letargo milenario. Estos seres que yo imaginaba perfectos, se han manifestado como verdaderos demonios. No en vano dice el apóstol Pablo: son como lobos con piel de cordero. Me uní a ellos con el deseo de ver a la Iglesia y al cristianismo restituidos, mas cuando me vieron suficientemente metido en su red, manifestaron su verdadera cara. Por favor, póngase en contacto con el embajador de los Estados Unidos en Madrid…
Los ojos de Miguel se llenaron de lágrimas. Las últimas letras de su amigo habían sido emocionantes y amargas al mismo tiempo. Sacó un pañuelo de su bolsillo y secándose los ojos, continuó la lectura de la carta. Por unos instantes dejó de percibir el frío que penetraba por las ventanas y la noche oscura cubierta de nieve y se sintió transportado por la lectura a la inquietante vida de su amigo.
La puerta se abrió y Pablo entró en la estancia. Miguel estaba inclinado hacia la luz, su expresión era triste. Sus hombros echados hacia delante parecían rendirse ante el dolor de la pérdida. Dudó unos momentos en romper esos segundos de melancolía, pero determinó animar a su amigo, por lo menos aquella noche, mientras estuviera en su compañía.
—Miguel —le llamó.
—Pablo, perdona —dijo Unamuno escondiendo las cartas en el bolsillo.
—Las cartas te han evocado los recuerdos del amigo.
—Del amigo y del hermano —añadió Miguel.
—Sabes que yo no creo en esas cosas religiosas, pero espero que Ángel haya encontrado lo que buscaba al otro lado de la muerte.
—Gracias, Pablo.
Los dos hombres salieron de la sala y Pablo puso su brazo sobre el hombro de su amigo. Tomaron los abrigos y al bajar las escaleras nevadas se detuvieron para contemplar los copos blancos. Aquella noche el invierno lloraba la muerte de un poeta. Miguel de Unamuno y Pablo Iglesias subieron hasta la Plaza de Santa Ana y se perdieron sobre la alfombra blanca hasta que sus pisadas se mezclaron con las de la multitud.
Washington, 21 de Febrero.
El informe del S.S.P. estaba sobre la mesa del despacho. En los últimos días el agente especial en La Habana había enviado algunas informaciones cifradas, pero sus indagaciones eran disparatadas. Cuando los oficiales de la agencia pudieron ordenar los contradictorios mensajes, realizaron un informe y lo pusieron en la mesa del presidente.
McKinley tenía una cena de gala aquella noche en la Casa Blanca, odiaba aquel tipo de fiestas, pero en la política, los fondos siempre provenían de los bolsillos de los magnates del país. Escapó del baile esperando que nadie le echara de menos, algo difícil para un presidente de los Estados Unidos, y regresó al despacho. Se sentó en su escritorio, se desabrochó un poco el cuello del esmoquin y arqueó sus pobladas cejas al abrir la carpeta y encontrar una única hoja. Aquello parecía una historia de locos. Leyendas sobre Cristóbal Colón, sociedades secretas y prostíbulos de La Habana. El agente enviado a aquella misión no era el apropiado. El presidente desconocía cómo habían elegido a George Lincoln, pero temía que alguien interesado en que fracasase la operación hubiese mandado al agente más torpe del S.S.P.