Capítulo 24

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Nueva York, 1 de Enero de 1898.

El teléfono despertó a los somnolientos redactores que durante la primera noche del año tenían que hacer guardia en el The Globe. Martín Leví estaba cansado de repetir a Helen que no tenía por qué quedarse por las noches de guardia, pero ella no quería tratos de favor. Iba a empezar desde abajo, como el resto de sus compañeros. Helen, apoyada sobre el escritorio, dio un respingón y alargó el brazo para descolgar el aparato. Todavía no se había acostumbrado a aquel diabólico invento. En la oficina era la única que tenía uno, lo que le permitía estar en contacto con la Comisaría 27 de la zona portuaria.

Al otro lado del teléfono, el inspector de segunda clase, John McGreen, fumaba uno de sus baratos cigarros de tabaco negro. Cuando la operaria le puso en línea, apagó apresuradamente el pitillo, sabía lo que Helen odiaba aquel olor a tabaco rancio, se arregló la corbata y comenzó a hablar.

—Señorita Helen. Soy el inspector John McGreen. Perdone que la moleste a estas horas, pero tenemos uno de esos casos que le gustan a usted. Mejor dicho, tenemos el caso más raro y asqueroso desde que estoy en el Cuerpo.

Su voz parecía achispada, como si hubiera estado bebiendo.

—¿De qué se trata? —preguntó la periodista con un tono seco y distante. El inspector McGreen era irlandés, un verdadero pelmazo que buscaba cualquier excusa para hablar con ella.

—Ya le digo, el caso del siglo. Pero tiene que verlo usted misma. No sé cómo explicar algo tan… —el inspector buscó una palabra más adecuada en su limitado vocabulario para definir el caso, pero al final desistió y simplemente añadió—: asqueroso.

—Está bien. Una dirección y una hora —contestó Helen impaciente.

—Ahora mismo salgo para allí. Hemos estado trabajando toda la noche, el forense pasará a por el fiambre en media hora. Si quiere verlo tiene que ser ahora —espetó el inspector.

—Muy bien, ¿dónde se ha perpetrado el homicidio?

—En la capilla católica de Luther Street.

—¿En la iglesia católica? —preguntó Helen, algo sorprendida. Las historias de crímenes en iglesias vendían muchos más periódicos.

—Exacto —dijo el inspector sonriendo al comprobar la expectación producida en la reportera.

Helen colgó el auricular y poniéndose el sombrero y el abrigo salió a las gélidas calles de la ciudad en mitad de la noche. Llegó a tiempo de tomar el primer tranvía y en quince minutos estaba enfrente de la iglesia «Nuestra Señora del Mar». Varias carrozas negras de la policía y un grupo de curiosos se encontraban delante de la fachada principal. Pasó entre la gente y el policía de guardia aceptó con gusto el dólar que la periodista depositó disimuladamente en su mano, dejándola pasar.

La iglesia estaba en calma. El sol no había despertado aquella mañana y las cristaleras de colores apenas traslucían unos hilitos de luz que sucumbían antes de llegar al suelo de piedra. Al fondo, junto al altar mayor, en el lado izquierdo, se veía el resplandor de una luz.

Escuchó el eco de sus propios pasos retumbando en la solitaria capilla y un escalofrío le recorrió la espalda. Cuando entró en la sacristía le vino un fuerte olor a carne quemada. El inspector la esperaba apoyado en la pared fumando uno de sus cigarrillos. Al verla lo arrojó rápidamente al suelo y pisó la colilla con fuerza.

—Veo que usted no respeta nada —dijo Helen frunciendo el ceño y señalando la colilla.

—Señorita Helen, yo soy baptista —explicó el inspector, mientras se quitaba la caspa de la chaqueta.

—Razón de más. ¿Dónde está el cada…? —pero antes de que pudiera terminar su pregunta descubrió a qué se debía ese asqueroso olor. Un hombre, o lo que quedaba de él, permanecía tumbado con los brazos abiertos. El cuerpo estaba entre ennegrecido y rosado, como un cerdo asado demasiado hecho. Restos de ropa pegados al cuerpo tapaban la única zona que a Helen no le apetecía ver. Su estómago empezó a revolverse y pensó que no podría resistir la arcada que empezaba a subir desde su estómago.

—¡Asqueroso! ¿Verdad? Le dije que no la defraudaría —dijo el inspector, mientras se recreaba en los detalles—. Pero fíjese en los pormenores. Le faltan los dos dedos índices. Parece como si se los hubiesen arrancado mientras estaba vivo. La sangre recocida le corre por las manos y los brazos. Como habrá comprobado, también le faltan los ojos.

Helen echó un vistazo de nuevo al cuerpo calcinado y, haciendo acopio de fuerzas, se agachó para examinarlo más detenidamente.

—¿Quién es? ¿Se sabe algo? —preguntó Helen, al tiempo que se agachaba y tocaba el cuerpo con la punta de su pluma.

—Es el vicario. El cura de la iglesia. El padre… —el inspector consultó su libreta y después dijo—: Pophoski. Un polaco.

—¿El padre Pophoski?

Todo el mundo conocía al sacerdote. Desde que había llegado a su nuevo destino, unos meses antes, había revolucionado el barrio. Creó un sistema de reparto de alimentos; después, organizó a los obreros e incluso había dado clases nocturnas a los adultos para que aprendieran inglés. Helen no lograba reconocer en ese trozo de carne deforme al pobre sacerdote. Unas semanas antes Helen había querido publicar un artículo sobre la labor social del padre, pero su redactor jefe le dijo que ese tipo de asuntos no interesaban a los lectores. Ahora, el padre polaco sí era una noticia para el Globe.

—¿Quién puede haber hecho algo así?

—Cualquiera. Algún vagabundo desagradecido que ha decidido cambiar su dieta de latas de atún, por carne —dijo morboso el inspector. Insinuando que alguien se había comido los dedos que le faltaban al cura.

—No tiene gracia inspector. ¿Se ha encontrado algún objeto junto al cadáver?

—El muerto estaba desnudo. Tan sólo llevaba un taparrabos. En la mano derecha, apretado contra su puño tenía esto.

El inspector le mostró una pequeña medalla en la que se veía grabado el rostro de un hombre. Por detrás las iniciales K y C.

Durante semanas Helen estuvo indagando por la zona del puerto, recorriendo las sucias calles de la zona, pero nadie había visto ni oído nada. La policía cerró el caso tras acusar a un vagabundo, al que le habían encontrado algunas pertenencias del cura, pero la periodista no se conformó con el dictamen judicial y siguió investigando. Sabía que aquello no era el trabajo de un vagabundo, e investigó la única prueba que tenía entre manos, el colgante. No tardó mucho en descubrir que el retratado no era otro que el descubridor Cristóbal Colón. Lo que costó mucho más fue descubrir el sentido de las iniciales K y C.

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Monumento construido en Washington por los Caballeros de Colón y dedicado a Cristóbal Colón.

Justo unos días antes de salir hacia La Habana para investigar sobre el Maine, visitó al Arzobispo de la ciudad. Un hombrecillo pequeño de origen italiano, que desde su condición de humilde sacerdote había logrado ascender a uno de los cargos eclesiásticos más importantes del país. Aquello no era mucho para el norteamericano medio, ya que en Estados Unidos los católicos no estaban bien vistos a pesar de llevar allí más de doscientos años. Los primeros católicos se asentaron en las tierras de Maryland huyendo de las persecuciones que sufrían en Inglaterra. En Nueva York el número de católicos crecía de un día para otro, pero la mayor parte se concentraba en Florida, el Mississippi, Texas, California y el Suroeste de los Estados Unidos.

A pesar de que la Constitución norteamericana había sido firmada por dos católicos, esta minoría tenía vetado el acceso a la mayor parte de los cargos públicos, era discriminada en las escuelas y en los sistemas de salud estatal. La mayor parte de los católicos trabajaban como criados u obreros de sus patronos protestantes, pero todo aquello estaba cambiando. Los católicos habían fundado numerosas escuelas e instituciones sanitarias, organizaciones de apoyo a católicos que habían devuelto la dignidad a un pueblo acomplejado. A la periodista le costó mucho que el arzobispo le concediese una entrevista. Helen tuvo que ocultar la verdadera intención de su visita, por eso, cuando la periodista le enseñó la medalla que había comprado al inspector, las pruebas eran un sobresueldo para muchos policías, el sacerdote miró a la mujer entre enfadado y aturdido. Ella le sonrió y el arzobispo por fin dijo:

—Esta medalla debe pertenecer a algún miembro de los Knights of Columbus.

—¿Quiénes son los Knights of Columbus?

—Un grupo de católicos de Nueva Haven creó una orden para ayudar a las personas desfavorecidas. Unos verdaderos ángeles. Por desgracia su fundador murió hace unos años. Yo llegué a conocerlo, un santo, el padre Michael J. McGivney. Un hombre de familia muy humilde, pero un sabio —dijo el arzobispo con las manos entrecruzadas, mientras jugueteaba nerviosamente con su anillo.

—¿Por qué se llaman Caballeros de Colón?

—Colón representa para los católicos un enviado de Dios para traer la fe de Roma a esta salvaje tierra de América. Fue sin duda un hombre providencial, de esos que sólo nacen cada quinientos años.

—¿Están muy extendidos? —preguntó Helen, mientras anotaba todo en su libreta.

—Muchísimo. Su orden se encuentra por todas partes. Nueva Hampshire, Illinois, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, también tienen casas en Canadá. Deben de ser más de cincuenta mil caballeros en todo el país.

—¿Cincuenta mil? —preguntó sorprendida la mujer.

—Maravilloso, ¿verdad? En tan poco tiempo, un verdadero ejército de Cristo. En Nueva York están empezando. Algunos de esos sacerdotes obreros han venido a quejarse de ellos, pero le aseguro que son un regalo del cielo —insistió el arzobispo, que con gesto nervioso comenzó a mover la pierna.

—¿Sabe algo más de ellos?

—La verdad es que no. Pero puede contactar con ellos en Nueva Haven, seguro que estarán muy contentos de que difunda su labor social —dijo el arzobispo, dando por terminada la reunión.

Después de aquella reunión, el Maine estalló en La Habana y Helen aparcó su investigación por un tiempo; la actualidad mandaba y estaba dispuesta a demostrar cómo las mujeres del futuro siglo XX eran capaces de hacer las mismas cosas que los hombres.

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Los Caballeros de Colón colaboraron con el gobierno federal en el reclutamiento de voluntarios durante la 1ª Guerra Mundial, para lavar su cara de antipatriotas y conspiradores.