Capítulo 48
Año de Nuestro Señor de 1020
Desde que mis ojos contemplaron por primera vez esta playa de arena blanca y aguas color turquesa, comprendí que Dios había elegido aquel lugar privilegiado para aposentar su mano.
La pequeña montaña cuadrada parecía un templo, como los que había visto en Roma. Nuestro Señor había creado con sus propios dedos aquel lugar, para convertirlo en una iglesia. Dentro de las entrañas de aquella mole de piedra, reposaría el corazón de la cristiandad. El tesoro más fabuloso de toda la historia. Mayor que las riquezas de Salomón, más bello que las iglesias de la Ciudad Eterna.
A pesar de que mis pobres hombres estaban extenuados por los casi dos meses de viaje, acogieron con entusiasmo la idea de levantar un altar dentro del corazón de piedra. En los otros dos barcos, la mayor parte de los tripulantes eran esclavos, lo que facilitó que los trabajos más pesados recayeran en ellos.
Durante dos largos años construimos la casa de Dios. Nos alimentamos de las ofrendas que los pueblos que habitaban la isla grande nos traían. Nos consideraban, cegados en su paganismo idólatra, dioses blancos. Por lo que cada día el maná del cielo vino a suplir nuestras necesidades.
Cuando la obra estuvo concluida, los monjes irlandeses que me habían acompañado en mis viajes bendijeron el templo y lo dedicaron a San Cristóbal. Después del oficio religioso, hundimos los dos barcos y, tras bautizar y confesar a todos los esclavos y los marineros de las dos embarcaciones romanas, fueron encerrados en una de las cavernas. Estando en paz con Dios, era mejor que murieran en su gracia. No podía dejar más de doscientos ojos y cien lenguas, para que descubrieran el lugar donde descansaba el tesoro de Roma.
El viaje de regreso estuvo repleto de peligros y malos presagios. Debíamos subir por la costa y encontrar los vientos que debían retornarnos al hogar, pero, a medida que marchábamos hacia el norte, el invierno se volvía más gélido y las tormentas nos zarandeaban. Me encomendé a todos los santos y con la ayuda de la Virgen Santísima, nos separamos de la costa con la esperanza de encontrar mar adentro vientos favorables.
Tras una semana sacudidos por la lluvia, sin comer y lamentado la muerte de los dos padres que cayeron al mar, el agua se calmó, como en la historia de Jonás. Navegamos con viento favorable y en otras dos semanas divisamos unas tierras extrañas. Después supimos que eran las tierras de Irlanda. Tras abastecernos, seguimos rumbo hasta nuestra amada isla.
Cuando mis envejecidos ojos contemplaron la hermosa tierra de Islandia, no pude contener las lágrimas. En tres años mi cuerpo había dejado paso a la vejez, los huesos apenas sostenían mi, en otra época, esbelta figura. Me llevaron en una silla entre dos hombres y al ver a mi amado hijo, nos abrazamos y dimos gracias al cielo por volver a reunirnos.
Mientras escribo estas letras desde mi celda en el convento, las imágenes de las tierras que estos cansados ojos azules han visto vuelven a mi memoria, pero sobre todas brilla la montaña cuadrada, donde reposa el mayor tesoro de la cristiandad.
Baracoa, Cuba, 28 de Febrero de 1898.
La luz parecía ahogarse en medio de aquella negrura. Los ojos de los dos agentes se esforzaban por percibir las toscas paredes de la gruta, pero varias veces se cortaron con los salientes de la roca y tropezaron en el suelo irregular. Caminaron durante más de una hora, en varias ocasiones dudaron del camino a seguir, pero Hércules recordó las palabras del profesor Gordon, en cada bifurcación eligió «la senda recta». Escuchaban ruidos espeluznantes a lo lejos, aunque imaginaban que tan sólo era el eco de sus propios pasos deformados por las oquedades de la gruta. Al llegar a una gran cavidad abovedada se detuvieron y levantaron sus faroles, pero lo único que contemplaron sus ojos fue un gran arco labrado en la roca. Al atravesarlo entraron en una gran sala rectangular de paredes rectas. Al fondo se apreciaban unas luces, pero tan lejanas que parecían dos estrellas caídas en el infierno. A medida que seguían caminando, pequeños destellos devolvían con su reflejo la luz de los faroles.
Hércules se aproximó a una de las paredes y observó el metal cristalino que al reflejo de la luz brillaba. Parecía cuarzo. El aire estaba cargado y los pulmones trabajaban con dificultad. Se reunió con su compañero y cuando llegaron al final de la inmensa galería, vieron dos luces a punto de extinguirse. Enfrente, un altar sencillo labrado en la roca, en el suelo dos grandes arcones de piedra, uno a cada lado del altar. Al fondo un sagrario adornado con láminas de oro. Cuando subieron los tres escalones del altar y se acercaron a la pared, pudieron contemplar a dos hombres tendidos en el suelo con la cara amoratada y las manos estrangulando su propio cuello. Hércules y Lincoln cruzaron las miradas. Vieron el sagrario abierto y Lincoln se aproximó para escrutar lo que había en su interior. El español observó los dos cuerpos de nuevo y antes de que el norteamericano se acercara más le detuvo aferrando su brazo.
—¡No, Lincoln! —le gritó.
—¿Qué? —preguntó el agente, al tiempo que se daba la vuelta.
—Toma, ponte esto en la cara, dijo humedeciendo un viejo trapo con la cantimplora. Lincoln se colocó el trapo y acercando el farol iluminó su interior. Se quedó mudo, miró a Hércules, que colocándose otro trapo terminó de abrir el sagrario. En medio de la luz brilló un cáliz de plata, de formas sencillas. Junto a él se encontraba un pequeño cetro de oro, un globo de oro macizo y una pequeña corona de laurel. Cruzaron sus miradas y con mucho cuidado introdujeron todos los objetos en una de sus mochilas. Después se dirigieron a los arcones. Eran tan altos que tuvieron que ponerse de puntillas para poder mirar en su interior. Estaban llenos hasta el mismo borde de todo tipo de monedas de oro, piedras preciosas y joyas.
Frente a las costas de la isla La Juana, 27 de Octubre de 1492.
El Almirante avanzó por la amplia sala, a cada lado, los dos frailes pronunciaban una letanía que amplificada por la galería llenaba todo el espacio de una musicalidad estridente. Frente al altar se persignaron con una rodilla en tierra. Subieron los escalones y observaron los dos grandes cofres de piedra de los lados y el sagrario de oro del fondo. Los frailes se acercaron al sagrario y lo abrieron. Cristóbal Colón estaba intentando mirar el contenido de los cofres, cuando escuchó los gemidos de los dos frailes que aferrándose al cuello se retorcían en el suelo. Los contempló mientras empezaban a echar espuma por la boca en medio de terribles convulsiones. Aterrorizado, recogió un puñado de monedas del cofre, en la otra mano tomó la antorcha y corrió hacia el fondo de la galería.
Durante media hora continuó su huida por los túneles. Varias veces se cayó de bruces, aferrado a la antorcha, la única que le garantizaba la posibilidad de salir de allí vivo. Interiormente no dejaba de repetir oraciones y promesas a todos los santos. Magullado y sin aliento, alcanzó la salida, volvió a colocar y disimular la entrada y apoyado en la cruz de parra caminó hasta la cima de la montaña. Temblando todavía, la hincó en el suelo, y dolorido, marchó hasta el bote.
Cuando los marineros le vieron llegar sucio, con sus ropas raídas, y casi exhausto se lanzaron al agua y acercaron el bote hasta el barco. La noche empezaba a caer sobre la bahía y Colón, pálido como un fantasma, subió al barco abrazado por dos de sus hombres. Nadie se atrevió a preguntarle por los dos frailes. Algunos imaginaron, que atacados por algunos indígenas, los dos religiosos habían corrido peor suerte que el Almirante.
Desde su lecho, Colón ordenó que se alejaran lo antes posible de aquella montaña maldita. Sudando por la fiebre, pidió al único religioso que permanecía en el barco, que levantara ruegos y oraciones por la vida de los dos desgraciados frailes.
Una vez solo, acercó la vela y sacando de entre sus ropas el libro de San Francisco, releyó sus páginas. Durante sus numerosas meditaciones, nunca observó ningún tipo de advertencia para los que se acercaran al tesoro de Roma. ¿Qué había pasado por alto? Releyó fragmentos enteros, hasta que, casi sin esperanza de encontrar nada, miró la última página del libro.
Nadie puede acercarse al Dios vivo sin estar limpio de pecado. En el lugar Santísimo, el Sumo Sacerdote, una vez al año, se acercaba al lugar tres veces santo para rociar con la sangre del cordero el Arca de la Alianza, pero antes de atravesar el velo, hacía sacrificio por sus propios pecados. Sólo el velo separa de la vida o de la muerte, si te acercas a Dios, límpiate en el agua, que purifica el alma, el aire y el mundo.