Capítulo 25

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Annapolis, Maryland, 20 de Febrero.

El campamento estaba apartado de la ciudad, perdido entre los bosquecillos que cubrían buena parte del estado. Las medidas de seguridad eran extremas. Un muro alto, media docena de perros sueltos y veinte hombres guardando el perímetro, los caballeros pensaban que ésas debían de ser razones suficientes para disuadir a cualquier curioso.

Aquella tarde, el nuevo Caballero Supremo visitaba las instalaciones de la orden, donde mil hombres recibían instrucción militar. Aquel campamento representaba la joya de la corona de la organización y era el modelo a seguir de los nuevos campamentos, que se estaban levantando a lo largo y ancho del país. Su ubicación era privilegiada, a unas horas de Washington, comunicado por mar por la Bahía de Chesapeake y equipado con las últimas armas y técnicas de entrenamiento militares.

El Caballero Supremo revisó a los caballeros en formación. Su aspecto era impecable, la elite dentro de sus más de cincuenta mil caballeros, un ejército al servicio de Dios. Las avanzadillas de doce millones de católicos en el país.

Mientras recorría las filas se acordaba de las últimas encíclicas del Papa, la Rerum Novarum y la Diuturnum Illud. Aquellas palabras diabólicas que León XIII había tenido que pronunciar al estar rodeado por sus enemigos; prisionero en su propia casa. Los rojos servidores de Garibaldi, la bota del II Reich de Bismarck, el gobierno satánico de la reina Victoria en Inglaterra y todos sus secuaces, todos ellos deberían estar muertos. Por fin el pueblo devoto se levantaría para parar toda esa ignominia. Y lo haría precisamente allí, en la tierra que Colón había descubierto quinientos años antes.

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Campos de entrenamiento de los Caballeros de Colón. Donado más tarde al ejército de los Estados Unidos.