Capítulo 17

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La Habana, 20 de Febrero.

Alguien aporreó la puerta, pero fue inútil. Hércules estaba profundamente dormido. Tras una noche de emociones y tres o cuatro copas como desayuno, el agotamiento le había sumergido en el más placentero de los sueños. Por fin, después de cuarenta y ocho horas, su sangre recuperaba una cantidad de alcohol óptima. Manuel Portuondo había pronunciado las palabras mágicas y un torrente de recuerdos le había arrastrado al mismo agujero de donde procedía. El general Weyler, para algunos un héroe para otros un asesino cruel y sanguinario, le devolvía a un pasado que prefería olvidar.

La llegada del general Weyler en 1896, como capitán general de Cuba, cambió la situación en la isla. Después de un año de guerra, las autoridades españolas estaban impacientes por terminar con la sangría humana y económica que suponía la insurrección. Los Estados Unidos presionaban para que el conflicto acabara y España, aislada diplomáticamente, buscaba una solución rápida. El general tenía plenos poderes y todos los recursos disponibles.

Valeriano Weyler se enfrentaba a un enemigo conocido, el general Máximo Gómez. Los dos habían servido juntos en el ejército español en la guerra de Santo Domingo del año 1863. Nunca se cayeron bien, el dominicano era jovial y alegre, demasiado alegre para el soldado mallorquín, seco y serio. Se habían enfrentado en 1870 a las riveras del río Chiquito. Poco antes, el general español había dado caza a otro líder insurrecto, Agramante, que le había desafiado diciendo: «Si quieres encontrarme, sigue las cabezas de tus soldados que están colgadas de los árboles camino del potrero». Pero el general Máximo Gómez era mucho más escurridizo y se escapó de la tela de araña que Weyler había hilado para él.

Después de 26 años, el general español había regresado para terminar su trabajo; destruir y exterminar a todos los revolucionarios cubanos. Para ello no escatimó en medios. Dividió la isla en cuadrículas, como si de un tablero de ajedrez se tratara, y reconcentró la población en campamentos para impedir que apoyaran a los rebeldes. En condiciones infrahumanas trescientos mil cubanos soportaron el hambre, las enfermedades tropicales que los diezmaban y la humillación de sentirse prisioneros en su propia tierra. Pero las victorias del general Weyler acallaban las pocas voces que se levantaban en Madrid contra sus métodos. En pocos meses se recuperaron varios territorios en la zona oriental, la comunicación terrestre con Santiago y las líneas férreas que sacaban el apreciado azúcar y el valioso tabaco de las plantaciones.

El Secretario de Estado Sherman, por orden del presidente McKinley, presionó al gobierno de Cánovas para que terminara con los campos de concentración, pero el asesinato del presidente español aceleró las cosas. Sagasta, el nuevo presidente, destituyó a Weyler y propició la autonomía de Cuba, pero, por desgracia, era demasiado tarde para miles de desplazados que habían muerto en los campos de concentración.

Carmen murió en uno de aquellos campos de concentración. Hércules hizo todo lo que pudo por sacarla a ella y a su familia, pero fue inútil. Su padre, un pequeño terrateniente, estaba encarcelado por colaboracionista, y su hermano Juan llevaba varios años viviendo con una tía suya en La Habana. Una de las noches, varios soldados se la llevaron a un barracón y la violaron repetidas veces. No volvió a ser la misma, había perdido todas sus ganas de vivir. Aprovechó el turno de cocina, donde había sido designada, para encerrarse en la despensa y cortarse las venas. Su cuerpo fue enterrado en alguna fosa común, para evitar el contagio de enfermedades y él no volvió a verla más.

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Fosas comunes de los campos de reconcentración en Cuba. Miles de personas murieron debido al hacinamiento, la falta de comida y agua potable.

La conoció unos años antes en Santiago, cuando su buque recaló en el puerto durante unos meses. Ella era apenas una niña de diecisiete años, pero su cuerpo de mujer, sus cabellos largos y rizados, habían logrado conquistar el corazón del capitán español. Fueron los mejores meses de su vida, a pesar de que el padre de Carmen, un nacionalista cubano convencido, les impidiera verse. Los dos se las apañaban para mandarse notas durante la misa, se lanzaban miradas apasionadas o se veían a escondidas gracias a la mediación de un primo de Carmen, Hernán Antillano. Con la excusa de pasear en calesa, con Juan, su hermano, y Hernán, por los bosques cercanos a la ciudad, Hércules pasaba muchas tardes de domingo con los tres.

Poco después, el capitán español tuvo que dejar el puerto de Santiago y seguir rumbo hacia Filipinas, pero a su regreso mantuvo correspondencia con Carmen, regresó a la ciudad y durante unos meses siguieron viéndose a escondidas. La guerra del 85 los separó de nuevo. Cuando Carmen le escribió la última carta, le anunció que ella y parte de su familia estaban recluidas en un campamento de concentración cerca de la ciudad; que Juan, por su corta edad había sido enviado con una tía y que su padre sufría cárcel en la fortaleza de Santiago. Hércules se sentía responsable del muchacho, al fin y al cabo debía a Carmen el cuidado de su hermano. Se opuso a que ingresara en el ejército, pero el chiquillo quería alejarse de Cuba.

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El general Weyler aplicó la más dura represión contra la población y los rebeldes revolucionarios.

Hércules lo intentó todo para reclamar justicia. Cartas a sus superiores, al general Weyler y hasta algunos diputados en Madrid, pero fue inútil. Carmen murió sin que nadie le hiciera justicia. Hércules tuvo que seguir en la Armada Española durante un año más. Al encontrarse en guerra, no podía licenciarse, pero su adicción al alcohol le llevó de calabozo en calabozo, hasta que por fin consiguió la libertad. Se perdió entre los prostíbulos de La Habana y ahora, la muerte de Juan le había devuelto a la vida. Al escuchar el nombre del general los viejos fantasmas habían aflorado de nuevo.

La cabeza le retumbaba, sentía que le iba a estallar cuando abrió los ojos. La luz le cegó por unos momentos. Se sentó en la cama y después de unos segundos se dirigió a la puerta.

—¿Quién es?

—Soy yo, Mantorella.

Hércules abrió la puerta y sin esperar a que entrara el Almirante se dirigió al baño. El agua fresca del lavabo le despejó un poco, se secó la cara y se dirigió de nuevo a la habitación. Mantorella le esperaba sentado en la cama con su impecable uniforme.

—¿Habéis averiguado algo importante? —preguntó el Almirante, al tiempo que sacaba un cigarro de una pitillera de plata.

—Es demasiado pronto.

—Son las once de la mañana —dijo Mantorella sacando el reloj de bolsillo.

—Me refiero a que llevamos poco tiempo investigando. Tenemos alguna pista pero no puedo adelantarte nada.

—¿Nada? Se rumorea que mañana llegará la Comisión de Investigación de la Armada de los Estados Unidos, dentro de poco no tendremos margen de maniobra —gruñó el Almirante.

—Ayer hablamos con el capitán Sigsbee. Nos facilitó información importante, pero no puedo adelantarte mucho. En estos días haremos algunas entrevistas a otros testigos, pero creo que las claves de todo esto están muy lejos del puerto —dijo Hércules mientras se peinaba el pelo frente al espejo.

—Y, ¿qué tal con tu compañero norteamericano?

—Bien, nos puede facilitar mucha información sobre el asunto.

—Espero que me pases toda esa información.

—Mantorella, ésta ya no es mi guerra. No estoy aquí como agente del gobierno español para facilitar información sobre los revolucionarios cubanos —dijo Hércules—. Este último trabajo consiste en descubrir a los causantes del hundimiento del barco y a los asesinos de Juan.

—Pero necesito hacer el informe. El tiempo pasa rápido y si no encontramos algo España se verá avocada a una guerra.

—Las cosas que he descubierto hasta ahora no pueden ayudarte mucho, al contrario, si actúas antes de tiempo es posible que nunca sepamos la verdad.

Mantorella se levantó de la cama bruscamente y se acercó a él con un gesto desafiante, empezó a articular algunas palabras, pero en el último momento se mordió la lengua y salió de la habitación pegando un portazo. Apenas unos segundos más tarde, alguien volvía a aporrear la puerta. Hércules la abrió con la intención de estampar un puñetazo al Almirante, pero frente a él estaba George Lincoln mirándole con una amplia sonrisa.