Capítulo 35

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La Habana, 21 de Febrero.

Aquella tarde se había levantado algo de viento. Una brisa agradable que rompía los días bochornosos de las últimas semanas. En el pequeño despacho de la última planta de la comisaría el calor era insoportable. El moho de las paredes, la mesa de madera rayada, donde apenas unos restos de barniz tapaban las grietas, daban a la habitación un aire de celda de claustro monástico. Sobre la mesa descansaban los pies de un hombre pequeño, con un prominente mostacho rubio, que con el tricornio sobre la cara dormitaba tranquilamente. Cuando Lincoln y Hércules llamaron a la puerta, el hombre apenas se inmutó. Se quitó el tricornio de la cara y observó a los dos visitantes frunciendo el ceño.

—¿No les han informado de que estaba descansando? —dijo incorporándose en su silla.

—El cabo nos informó, pero necesitábamos verle con urgencia —contestó Hércules.

—¿Qué es tan urgente a la hora de la siesta? Los funcionarios también tenemos derecho a descansar.

—No le robaremos mucho de su precioso tiempo.

—No recibo visitas particulares. Si es un asunto administrativo, los agentes los atenderán —dijo el comisario y con un gesto les indicó la puerta.

—Permítame que me presente. Soy Hércules Guzmán de Fox y éste es el agente norteamericano George Lincoln —dijo el español. El guardia civil miró de arriba abajo a los dos y con los ojos legañosos se ajustó la chaqueta, pero los botones se escurrían de sus dedos gordos. En qué puedo servirles. Mi nombre es coronel José Paglieri.

—Coronel, estamos comisionados por el presidente de los Estados Unidos y el presidente de España, para realizar una investigación acerca del desgraciado incidente del Maine —dijo Hércules con la cara levantada y observando de reojo al policía.

—El Maine. Desde que ese barco llegó a la ciudad todo han sido problemas. Marineros borrachos que por orden gubernamental debíamos devolver al barco, señoritas ofendidas que denunciaban a oficiales. Un verdadero calvario —dijo entre resoplidos el comisario. Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la cara.

—Imagino. Pero, tenemos entendido que la policía de La Habana tiene abierta una investigación.

—Nosotros no sabemos de barcos. Este asunto sucedió en el puerto, fuera de nuestra jurisdicción, pero al gobierno autónomo se le ha ocurrido hacernos perder el tiempo abriendo una investigación paralela.

—Entiendo. ¿Han llegado a algunas conclusiones?

—Sólo tenemos algunos indicios. Informaciones dispersas sin mucho fundamento.

—¿Como cuáles? —preguntó Lincoln.

—¿Quieren tomar algo? Tengo la boca seca. ¡Manolo! —bramó el coronel. Unos segundos después el cabo entró en el despacho—. Trae un poco de ron. ¿Quieren ustedes algo?

—No, gracias —respondieron los dos hombres. Aunque Hércules notó cómo la boca se le resecaba. Con gusto hubiera tomado un trago, pero intentó quitarse la idea de la mente.

—¿Por dónde íbamos? —preguntó el coronel revolviendo entre los papeles desordenados de la mesa.

—Indicios, informaciones dispersas —apuntó Hércules.

—Ah sí. Como les decía, algunas conjeturas que no llevan a ninguna parte. Sabemos que hay un grupo de revolucionarios en la ciudad. Un tal Manuel Portuondo, jefe de los rebeldes. Un hediondo que está en La Habana para desestabilizar al gobierno autónomo.

—¿Usted cree que han sido los revolucionarios? —preguntó Lincoln.

—¿Quién sino? Los rebeldes quieren echar abajo este gobierno y promover la independencia. Les interesa que los yanquis metan sus narices en Cuba —se quejó el comisario. Su prominente barriga se echó hacia delante y volvió a ocultarse debajo de la mesa.

—¿Pero tiene pruebas de ello? —preguntó Hércules.

—No necesito pruebas para afirmar eso —refunfuñó el comisario.

—Pero, ¿cuáles son esos indicios? —preguntó Hércules apoyándose sobre la mesa.

—Hemos estudiado los barcos que atracaron en la zona los días anteriores al hecho.

—Y bien —dijo el español que no podía disimular la desazón que le producía la lentitud del coronel.

—Curioso, muy curioso. ¿Saben quién atracó unos días antes en el mismo fondeadero?

—No, Coronel —dijo Hércules al tiempo que palmoteaba en la mesa.

—El yate Bucanero. Hemos investigado y pertenece a un tal… Esperen —el Guardia civil empezó a remover papeles. En ese momento entró el cabo con una bandeja y dejó una botella de ron y tres vasitos sobre los papeles. El coronel dejó de buscar y de un trago bebió el ron. Sonrió a los dos hombres y les dijo—: Ahh, no hay nada como esta agua de Cuba. Hasta que me destinaron aquí, nunca había probado algo tan rico.

—Entonces, Coronel —dijo Hércules y después dio un suspiro.

—Tuvimos que desalojarlos de allí. Entraron en el puerto sin permiso. Estaban justo al lado del Maine —dijo mientras seguía buscando los papeles—. Aquí está —cogió un papel arrugado y manchado de café—. El señor Hearst es el dueño. Un pez gordo norteamericano, según tengo entendido.

—¿Hearst? El magnate de la prensa americana —exclamó Lincoln extrañado.

—Tuvimos que sacarlos del puerto a la fuerza. En el barco había cubanos y norteamericanos. Los cubanos tenían identidad falsa, pero no pudimos probarlo. El embajador Lee intermedió y expatrió a los tripulantes antes de que les pudiésemos echar el guante.

—¿Usted piensa que esos cubanos con nacionalidad norteamericana eran revolucionarios? —preguntó Hércules.

—Sin duda. Una panda de traidores rebeldes —respondió el comisario con cara de asco.

—¿Pudieron dejar alguna bomba y después hacerla estallar?

—Eso es lo que creemos nosotros. Pero el señor Del Peral no ha querido atender a nuestra investigación —se quejó el comisario.

—¿Qué otros indicios tienen? —volvió a preguntar Hércules.

—Encontramos no hace mucho un grupo de rebeldes con explosivos. Después de interrogarlos nos dijeron algo de volar un barco.

—¿Podríamos hablar con ellos? —preguntó Lincoln.

—Me temo que no. Desgraciadamente fallecieron por una indigestión de plomo —dijo el comisario mostrando sus dientes amarillos.

—¿Sucedió algún hecho sospechoso los días previos a la explosión del Maine? —Algunos incidentes con los marineros, bueno, nada que tenga que ver con esto.

—¿Ningún hecho extraño? —insistió Hércules.

—Hemos recibido la denuncia de ciertas desapariciones. Nada de importancia, algunos vagabundos y borrachos que andarán perdidos por la ciudad o muertos en las aguas de la bahía.

—¿Qué tiene eso de extraño? —preguntó Lincoln.

—La cantidad. Han denunciado la desaparición de unas cincuenta personas en los días previos a la explosión del barco.

—¿Cincuenta?

—El índice es más alto de lo habitual. Pero, ¿a quién le importa que cincuenta vagabundos desaparezcan? Menos basura por las calles.

—Una última pregunta Coronel, ¿conoce la existencia de un grupo llamado los Caballeros de Colón? —preguntó Hércules. El guardia civil le miró sorprendido y sin responder se sirvió un vaso de ron. Después miró a los dos hombres y les dijo—: Estoy muy ocupado, creo que he respondido a todas sus preguntas. No sé nada de leyendas de vieja ni de sociedades secretas.

—Nosotros no hemos dicho nada de sociedades secretas.

—En La Habana se habla de montones de sociedades secretas, pero la mayoría son inventadas. No he oído nada de la que usted menciona.

—¿Y del incendio de la casa del profesor Gordon? —dijo Hércules mirando directamente a los ojos del guardia civil. El coronel comenzó a sudar.

—El profesor Gordon, según tengo entendido, está fuera de La Habana. Por desgracia se produjo un incendio en su casa anoche debido seguramente a algún descuido del servicio.

—¿No le notificó el profesor un intento de robo en su despacho?

—Eso fue tan sólo una chiquillada de los alumnos de la universidad. El propio profesor nos confesó que no echaba nada de menos —la voz del Coronel empezó a ser cada vez más seca y áspera—. No puedo perder más tiempo. Saben por dónde está la salida, ¿verdad?

—Muchas gracias por todo —dijo Hércules extendiendo la mano. El guardia civil hizo lo mismo, pero el español aprovechó para tirar y atraer el pequeño cuerpo del policía—. Nos volveremos a ver.

Los dos hombres salieron del despacho y el coronel tomó la botella y bebió directamente de ella. Miró el reloj y, tras comprobar que ya había pasado la hora de la siesta, maldijo para sus adentros a los dos agentes. Eso no se le hacía a un funcionario público.