Capítulo 31

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La Habana, 21 de Febrero.

El sol salía al fondo de la bahía cuando el Mangrove entró en el puerto. Los comisionados estaban en la cubierta superior observando las maniobras de aproximación. Después de pasar toda la noche en vela, aquellos cuatro marinos se encontraban impacientes por ponerse manos a la obra. No pudieron dejar de contemplar la razón por la que se encontraban aquella mañana allí. Uno de los mástiles del Maine asomaba entre el grupo de barcas que acordonaban la zona. El capitán William T. Sampson se mesó el bigote y produciendo un gran suspiro miró al resto de la comisión. El capitán French Chadwick, el mayor del grupo, el capitán de corbeta William Potter y como secretario de la comisión, el capitán de corbeta Adolph Marix, asintieron. Aquella situación les incomodaba a todos. Sabían que los ojos de América estaban puestos sobre ellos.

El capitán Sampson había aceptado el cargo de presidente de la comisión a regañadientes. Estaba al corriente por un amigo del ministerio de que al principio el contralmirante Sicard había elegido una comisión mucho más dócil, compuesta por capitanes jóvenes de Nueva York, todos muy cercanos al subsecretario Roosevelt. Lo que menos deseaba el capitán Sampson era encontrarse en medio de una tormenta política. Al parecer, todo el mundo creía que el presidente McKinley había rechazado la primera comisión, al pensar que era demasiado manipulable, pero Roosevelt logró mantener entre los miembros de la nueva comisión al capitán Potter. De todas formas, Sampson no lograba entender por qué le habían elegido precisamente a él como presidente de la comisión. Hasta aquel momento su trabajo había sido burocrático, encargado del servicio de Negociado de Armamento de la Armada. Su especialidad en explosivos era limitada y sus conocimientos sobre ingeniería de buques eran básicos.

Una brisa suave soplaba aquella madrugada, pero al contacto con el cuerpo sudoroso, el calor húmedo se volvía pegajoso. El capitán Chadwick se quitó la gorra y pasó un pañuelo por su cabeza completamente rapada. Le quedaban muy pocos meses para la jubilación y aquel viaje agotador no le hacía mucha gracia. En los últimos meses capitaneaba el Nueva York, pero el mar le agotaba, sobre todo después de llevar muchos años en Washington como jefe de Negociado de Equipamiento. Sus conocimientos relacionados con el carbón y la electricidad parecían ser las causas de su elección como miembro del tribunal.

Cuando el barco se detuvo por completo, los cuatro hombres subieron a una barcaza y se acercaron al puerto.

El primero en pisar tierra firme fue el capitán Potter. Ninguno de sus compañeros entendía por qué le habían elegido para aquella misión. Potter, a pesar de su juventud, tenía una próspera carrera en la Armada. Un hombre de acción con limitados conocimientos técnicos, pero muy impulsivo y agresivo.

En el puerto los esperaba una pequeña comitiva. El embajador Lee vestía un impecable traje blanco de lino, sus sienes grises estaban protegidas por un sombrero tejano y en los labios destacaba un prominente puro. A su lado estaba el capitán del Maine, Sigsbee, que con su uniforme impecable no paraba de juguetear con sus guantes blancos. Pero junto a ellos se encontraban dos hombres vestidos con uniforme español.

—Caballeros, les presento al capitán Sigsbee —dijo el embajador adelantándose unos pasos al resto del grupo.

—Encantado —dijo Sigsbee a pesar de que su rostro mostraba la tensión y el cansancio acumulado de los últimos días.

—Éstos son el capitán Don Pedro del Peral y Caballero, y el alférez Don Francisco Javier de Salas y González —dijo Lee, sin ocultar su ofuscación por la presencia de los oficiales españoles.

—Encantado señores —respondió el capitán Sampson—. Como sabrán tenemos órdenes estrictas de no formar una comisión conjunta ni informarles de nuestras investigaciones.

—Capitán Sampson, estamos al corriente. Tan sólo queríamos darles la bienvenida a La Habana y hacerles entrega del informe que hemos realizado —dijo el capitán Del Peral. Sampson dudó unos instantes y miró al embajador. Lee hizo un ligero gesto negativo, pero el capitán norteamericano terminó por extender el brazo y recoger el informe—. Muchas gracias en nombre del gobierno de los Estados Unidos.

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Capitán Sampson, presidente de la Comisión de Investigación de la Armada de los Estados Unidos de América.

—Les dejamos —se despidió Del Peral—. Que tengan, dentro de lo posible, una feliz estancia en Cuba.

Lee fulminó con la mirada al capitán Sampson, ya le habían advertido que el capitán era un hombre testarudo e independiente, pero era inadmisible aquella falta de respeto hacia un embajador de su país. Cuando los españoles estuvieron a suficiente distancia, Lee pudo expresar toda su ira.

—¡Capitán! ¿Por qué ha cogido el informe de los españoles? —preguntó Lee con la cara totalmente roja.

—Mi obligación es recopilar el mayor número de información posible.

—Pero ellos son parte en esta investigación, no son jueces imparciales —contestó el embajador, al tiempo que pegaba su cara a la del capitán.

—Nosotros también lo somos, señor embajador.

—El embajador tiene razón señor —comentó el capitán Potter.

—Yo soy el presidente de esta comisión. Si tienen alguna queja preséntenla por escrito y yo, personalmente, se la haré llegar al secretario Long.

Sampson se colocó el informe debajo del brazo y dio la conversación por zanjada, pero el grupo de hombres percibió que ponerse de acuerdo en el más mínimo punto no iba a resultar sencillo.

El capitán Sampson comenzó las sesiones aquella misma tarde. Habían pasado seis días desde la explosión y no quería perder más tiempo con formalismos innecesarios. El primero en recibir la citación de la Comisión fue el propio capitán Sigsbee.

La intervención del capitán del Maine fue muy poco convincente. Se percibía su nerviosismo, la vaguedad en sus respuestas y las lagunas que tenía desde el punto de vista técnico. Informó a la comisión de las medidas de seguridad que había adoptado para evitar un sabotaje, pero tuvo que reconocer que a lo largo de la estancia del barco en el puerto, decenas de personas, la mayor parte cubanas, habían visitado el acorazado.

Durante su declaración intentó echar por tierra la teoría de que la explosión tuviera una causa interna. Sigsbee hizo especial énfasis en las revisiones de temperatura en las calderas y en el buen estado de los cuartos de paños de munición. Su versión estaba corroborada por el hallazgo de las llaves de la carbonera, encontradas por los buzos en la habitación del capitán; por lo que nadie pudo entrar en ellas, después de la última revisión.

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Primera reunión de la Comisión de Investigación de la Armada.

De izquierda a derecha: El capitán French Chadwick, el capitán William T. Sampson, el capitán de corbeta Adolph Marix y el capitán de corbeta William Potter. Frente a ellos uno de los testigos y en otra mesa el secretario.

El otro asunto importante era determinar si los torpedos del barco estaban desarmados. El capitán del Maine sostuvo durante su declaración que los detonadores de los torpedos estaban guardados en popa y que, por tanto, era imposible que hubieran detonado en la proa del barco.

El capitán Sampson tomó la palabra, ya que el peso del interrogatorio lo había realizado el capitán Chadwick hasta ese momento.

—Capitán, ¿cuántos visitantes exactamente subieron al barco en las últimas semanas?

—No tengo esos datos, mis cuadernos se hundieron con el Maine, pero el embajador podrá darle debida cuenta de ello, ya que todos los visitantes fueron invitados por él —dijo Sigsbee, mientras se estiraba en la silla.

—Pero, podrá darnos una media —insistió Sampson.

—No sé, tal vez medio centenar de personas.

—¡Medio centenar! —bramó Sampson.

—El embajador… —tartamudeó el capitán del Maine.

—¡Qué embajador! —bramó el capitán interrumpiendo a Sigsbee—. El Maine era un barco de guerra, no uno de recreo. Usted vino aquí con una misión de vigilancia. En estado de máxima alerta.

—Lo sé señor, pero el embajador.

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El embajador Lee era cónsul general en La Habana y sobrino del famoso general confederado Lee.

—Las órdenes las da el alto mando de la Armada y no el embajador Lee —dijo intentando recuperar de nuevo la serenidad—. ¿Cuántos hombres ha comentado que están muertos o desaparecidos?

—Doscientos sesenta hombres de trescientos cincuenta y cinco.

—¿Cuántos heridos?

—Cincuenta.

—¿Y oficiales muertos?

—Dos.

—¿Tan sólo dos?

—Los dos que estaban de guardia aquella noche.

—¿Qué pasó con el resto de los oficiales? Capitán.

Sigsbee dudó unos segundos, se pasó los dedos por el cuello de la chaqueta y contestó: —No estaban a bordo—. ¿No estaban a bordo? —preguntó Sampson frunciendo el ceño.

—No, señor. La mayoría estaban asistiendo a una representación en el teatro Albizu y otros de visitas en diferentes casas.

—¿Dio permiso a todos los oficiales del barco?

Sigsbee no supo qué responder. A ratos se secaba el sudor de la frente, miraba con los ojos brillantes a través de sus lentes al resto de oficiales sentados a la mesa. Parecía que en cualquier momento iba a derrumbarse.

—Señor, considero que no estamos aquí para condenar o juzgar al capitán Sigsbee, sino para esclarecer los hechos y demostrar que los españoles pusieron una mina que hizo estallar por los aires uno de nuestros buques de guerra —argumentó Potter en un tono poco respetuoso hacia el presidente.

—Señor Potter, comprendo que usted tenga muy claras todas las cosas, pero esta comisión lo único que tiene claro es que, en la noche del 15 de febrero, debido a una explosión, un barco de la Armada de los Estados Unidos se hundió dejando doscientas sesenta y seis viudas —comentó Sampson y luego se dirigió de nuevo al capitán—. Le he hecho una pregunta, por favor, ¿es tan amble de responder a esta comisión?

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El Mangrove fue el barco dónde se realizaron los interrogatorios.

—Teníamos órdenes de confraternizar con los isleños y crear un clima de confianza —se excusó Sigsbee.

—Bueno, será mejor que pasemos a otro tema —determinó Sampson, zanjando el asunto—. ¿Cómo van las tareas de buceo?

—Se están realizando con serias dificultades —dijo Sigsbee respirando con cierto alivio—. El fondo del puerto está opaco, el agua se encuentra contaminada y un cieno blanco dificulta que se camine por el lecho. Los restos de hierro hacen que se enreden los tubos de los buceadores y, debido a eso, hemos sufrido varios accidentes. Por otro lado, nuestros buzos no son expertos y no ayudan mucho a la hora de describir lo que ven en el fondo de la bahía.

—Ordene inmediatamente al alférez Wilfred van Nest Powelson del Fern que se haga cargo de los trabajos de buceo —mandó Sampson al secretario—. Capitán Sigsbee, muchas gracias por su ayuda. Puede retirarse.

Sigsbee se levantó y con paso cansado abandonó la sala. Los miembros de la Comisión comenzaron a charlar mientras pasaba otro de los oficiales del Maine. De repente el embajador Lee entró en la sala como una exhalación, gritando y agitando los brazos.

—¡Los buzos han encontrado varias cajas de los paños de municiones intactas! La explosión debió de ser externa —concluyó el embajador—. He enviado un mensaje a Washington informando de los nuevos hallazgos.

—¿Que ha hecho qué? —preguntó Sampson sin dar crédito a lo que escuchaba.

—He enviado noticias a Washington, la explosión fue externa —repitió Lee, enfatizando cada palabra.

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Restos del Maine en el puerto de La Habana.

—Embajador Lee, ¿por qué no deja ese trabajo a verdaderos profesionales?, ésta es una investigación de la Armada. Esos paños de municiones pueden ser de la sala H, D o L. En la sala H hay municiones de 6 mm, en la D de 9 mm y en la L de 14 mm, todas ellas en la zona de proa, donde se produjo la explosión. ¿Sabe qué tipo de armamento se ha encontrado en esas cajas? —dijo Sampson tan ofuscado que su bigote no hacía más que subir y bajar, como si escupiera las palabras. El embajador se quedó callado y el capitán Sampson añadió—: La sala L, en la que estaba la munición y la pólvora de mayor calibre se encontraba al lado de la sala de calderas.

—No me venga con tecnicismos —dijo el embajador intentando salir del atolladero donde se había metido.

—Precisamente todo el asunto va sobre tecnicismos, pero ya que está aquí, necesito que me facilite lo antes posible la lista de personas que fueron invitadas a subir al Maine. También quiero un informe sobre los diferentes grupos armados que operan en la isla. Por último, que investigue el tipo de minas que usa la armada española en Cuba. Muchas gracias. Puede retirarse.

Lee no se movió. Miró a todos los miembros de la Comisión y dirigiéndose a Sampson le señaló con el dedo y dijo:

—Tendrá sus informes, no se preocupe. Pero será mejor que no prolongue esto más de lo necesario.

—¿Me está amenazando embajador Lee?

—No, tan sólo le estoy advirtiendo. Nuestro país quiere justicia y ningún burócrata podrá apagar su voz.

—Señor Lee, lo que nuestro país quiere es la verdad, y eso he venido a buscar aquí, la verdad.