Capítulo 54

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La Habana, 5 de Marzo.

Caminaron por la amplia sala vacía. Las camas estaban hechas, con las sábanas limpias, sus biombos relucientes, pero los enfermos habían desaparecido. Los dos agentes se alarmaron y aceleraron el paso. Al fondo, junto a un gran ventanal, la inconfundible figura del profesor los tranquilizó. Estaba sentado en una butaca grande que no parecía del hospital, con las lentes puestas y rodeado de papeles que se repartían entre la cama y la mesita. Tan enfrascado estaba en la lectura, que no escuchó sus pasos y sólo cuando estuvieron a sus pies, pareció percatarse de su presencia.

—Profesor —dijo Hércules sonriente—. Veo que le han tratado bien, está casi curado.

—Queridos amigos —contestó el profesor haciendo una amago para levantarse, pero a medio camino, tuvo que volver a sentarse—. Me temo que tengo que recibirles sentado. Pero, ¿y Helen? —preguntó mirando detrás de los dos agentes.

—Helen.

—¿Está bien? —preguntó el profesor poniéndose muy serio.

—Se encuentra perfectamente, pero hace un momento, en la calle, hemos sufrido un percance y ha acompañado a un amigo que ha resultado herido —dijo Lincoln.

—Entiendo, esos malditos siguen buscando el tesoro. Entonces su misión ha sido un éxito —la mirada del profesor recuperó su brillo.

—Se puede decir que sí, pero tenemos muchas preguntas. Tenga —dijo Hércules extendiendo el libro de San Francisco. La piel parecía un poco ennegrecida, pero se encontraba en buen estado. El profesor extendió las manos y cogió el libro con cuidado, como si lo acariciase.

—¿Encontraron el tesoro? ¿Qué pasó con los dos bandidos que me dispararon? —preguntó impaciente el profesor Gordon.

—Seguí todas sus instrucciones.

Hércules le explicó en breves palabras cómo habían accedido a la caverna, la forma de aquella iglesia subterránea, el estado en el que se encontraron a los dos caballeros, los dos cofres llenos de oro y piedras preciosas y el misterioso contenido del sagrario. El profesor escuchó las palabras de Hércules casi sin pestañear; de vez en cuando, realizaba algún gesto de aprobación, de sorpresa o nerviosismo, dando un pequeño respingón a cada nuevo detalle. Cuando el español terminó, el profesor se quedó pensativo, como si necesitara unos segundos para asimilar toda aquella información. Después exclamó: —Todo era verdad, estaba seguro. La historia de la princesa Gudrid y el repentino interés de Colón por llegar a Cipango por el occidente. Todo era cierto—dijo con los ojos cerrados, como si pensara en alto.

—En el sagrario encontramos esto —dijo Lincoln sacando las piezas de oro y plata y colocándolas en la cama. El profesor las cogió una por una, las examinó detenidamente en silencio. Primero el fabuloso cetro de oro macizo. Un bastón de unos sesenta centímetros, totalmente redondeado, rematado en su parte inferior con un pequeño adorno votivo y por la parte superior con un águila reposando sobre un globo, grabado con el nombre de Constantino en latín y una cruz.

—Éste es el cetro imperial de Constantino. Una joya perdida durante siglos. También está el globo que representa… —El mundo—se adelantó Lincoln. El profesor le miró por encima de las gafas y sonriendo dijo:

—Podría ser, querido amigo, pero en este caso era el universo. Se creía que el universo era una gran esfera. La cruz en la parte alta simboliza la preponderancia de la cristiandad en el universo. Cristo como rey de la creación.

—¿Y el cáliz? —preguntó impaciente Lincoln.

—Todo a su tiempo. Primero esta sencilla corona de hojas de laurel, símbolo del poder imperial. Parece muy antigua, pudo pertenecer al mismo César, pero para eso debería tener a mano mis apuntes —dijo volviendo a levantar la vista. Sonrió y como si fuera un padre dando un dulce a sus hijos exclamó—. Está bien, hablemos de la copa.

La cogió entre los dedos y la examinó por todas partes, muy lentamente.

—Sin duda es una copa romana, como las que se usaban en la corte imperial. No parece que sea de las de fiesta de gala, pero tiene cierta belleza. ¿No les parece? —dijo levantando la copa.

—¿Pero es el Santo Grial? —preguntó Hércules mientras observaba los reflejos del sol sobre la plata.

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Copa de Constantino, encontrada en Constantinopla en los años 50.

—Temo decepcionarlos, pero esta copa no es el Santo Grial. Como sabrán, el Santo Grial, según cuenta la leyenda, es la copa que contiene la preciosa Sangre de Cristo. La copa que usó Jesús en la Última Cena, donde anunció su muerte y prefijó la celebración recordatoria de su sacrificio en la cruz. Pero textos apócrifos hablan de que José de Arimatea recogió en ella la sangre y el agua que manaban de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. El Santo Grial, que supuestamente tiene poderes milagrosos, habría estado oculto durante siglos. Algunos creen que los Caballeros Templarios descubrieron la copa, pero la ocultaron y que tras su desaparición ésta se perdió irremisiblemente. Me temo que aunque se encontrara la copa, el Santo Grial sería una decepción para todos.

—¿Por qué? —preguntó Lincoln.

—La copa que usó Cristo en la Última Cena era una copa normal de barro, como las que se usaban en la Palestina del siglo I entre la gente humilde. Seguramente pertenecía a los dueños de aquella habitación prestada y allí se quedó, junto a los restos de aquella cena.

—Entonces… —Entonces, querido amigo Lincoln. El poder de la sangre de Cristo no está en ninguna copa. Los cristianos creen que la sangre de Cristo sirvió para limpiar los pecados de todo el mundo. El sacrificio de la cruz era la manera de reconciliar a los hombres con Dios. Los elementos usados para ello son prescindibles.

—Pero, durante siglos se han venerado restos de la cruz, el santo sudario y la desaparecida copa de la Santa Cena —añadió Hércules confundido.

—El hombre necesita cosas visibles para explicar las invisibles, querido amigo.

—¿Entonces, qué es esta copa?

—Por lógica, al encontrarse entre los símbolos imperiales de Constantino, debió de pertenecerle. Al tener un valor sagrado, con toda seguridad, debió de tratarse de la copa donde comulgó el emperador romano antes de morir.

—La copa donde Constantino tomó la Santa Cena —aclaró Hércules.

—Algo así, algo así —contestó el profesor.

—Entonces es otro símbolo más de la unión del imperio y la Iglesia.

—Sí, querido Hércules, un símbolo del poder y de la fe. Pero, sólo eso, un símbolo. El verdadero tesoro de Constantino, su donación, me temo que fue en metálico. Encontrasteis oro en la caverna, ¿verdad?

—Mucho oro, como antes le expliqué.

—Ese oro es el que buscaban los Caballeros de Colón.

—Pero, ¿para qué?

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Bautismo de Constantino.

—Hércules, el oro puede comprar muchas voluntades y devolver a la Iglesia parte de su poder.

—Pero, ¿por qué los Caballeros de Colón dieron dinero a los que volaron el Maine? —preguntó Lincoln.

—Puede que fuera una forma de distraer toda la atención —dijo el profesor—. Aunque temo que hay más misterios que yo no puedo ayudaros a resolver.

—Debemos averiguar si el capitán Sigsbee estuvo en el barco aquella noche —dijo Hércules.

—Y, ¿qué fue a hacer Mantorella al barco la noche de la explosión y por qué no le dijo nada a nadie? —añadió Lincoln.

—Yo visitaré a Mantorella y usted, Lincoln, podría presionar un poco al capitán, en breve partirá de La Habana y será más difícil sacarle toda la verdad.

—De acuerdo.

—Espero que encontréis la clave de todo este misterio —dijo el profesor en un lamento—. Yo no puedo ser de mucha ayuda desde esta silla.

—Ha sido de mucha ayuda todo este tiempo. No sé qué habríamos hecho sin usted —le contestó Hércules poniendo la mano sobre su hombro.

—¿Vendrán a ver a este pobre viejo cuando tengan algo de tiempo?

—Naturalmente, profesor Gordon —dijo Lincoln sonriente.

Lincoln y Hércules buscaron por el hospital a Helen. La periodista estaba cuidando de Churchill que, después de extraerle la bala, había ingresado en una de las alas del hospital. Aquella sala estaba repleta de enfermos. Quejidos, gritos de dolor y el olor a yodo y alcohol impregnaban el amplio salón. Tres monjas caminaban a pasos cortos de una cama a otra, atendiendo a los enfermos. Hércules detuvo a una para preguntarle por el inglés y ésta le señaló una cama a la derecha, muy cerca de donde se encontraban.

—A propósito, hermana.

—¿Sí?

—¿Por qué está el piso de arriba casi vacío?

—Estamos preparando el hospital.

—¿Preparando el hospital, para qué?

—Para la guerra señor, me temo que para la guerra.

Hércules se cruzó de brazos y recordó que el reloj corría en su contra. La guerra parecía inevitable. Al acercarse a la cama, la visión del inglés postrado le sacó de sus pensamientos.

—Churchill, veo que ha conseguido cama en este hotel —dijo Hércules intentando animar al enfermo.

—En mi país hay pocilgas más limpias que esto —dijo levantando los brazos, pero con un gesto de dolor volvió a bajarlos.

—Es usted un héroe —dijo Lincoln.

—Acaso lo dudaba —contestó el inglés socarronamente—. Esas malditas monjitas no me dejan fumar. Dicen que es malo. ¿Se lo pueden creer?

—Tiene que portarse bien —dijo Helen levantándose de la silla—. Que no me entere de que hace algún movimiento brusco.

—Pero tiene que irse, querida —dijo Churchill, con una de sus salidas teatrales, pero que esta vez casi llegó a parecer angustiado.

—Sí, el deber me reclama.

—Deje al menos que le bese la mano.

El inglés le beso la mano ceremoniosamente y le sonrió. Hércules y Lincoln se despidieron y se dieron la vuelta, para dirigirse a la salida. Helen se quedó rezagada y estrechándole la mano, le dijo:

—No le abandono. Ahora mismo hablaré con su consulado y mañana vendré a visitarle.

—Gracias —dijo Churchill—. Por favor, sáquenme de este infierno cuanto antes—bromeó.

Helen se rio y, de mejor humor que a su llegada, salió del hospital junto a sus dos amigos. El cielo empezaba a oscurecer sobre la ciudad. Cuando atravesaron la puerta del hospital, unas sombras se cruzaron en su mente al recordar que ese disparo iba dirigido a ella.