Capítulo 55

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Barcelona, a mediados de Abril de 1494.

El Almirante respiró hondo antes de penetrar en la sala del trono. Caminó con paso seguro, observando cómo a los lados los cortesanos le hacían un pasillo hasta los reyes. Muchos le miraban con desconfianza, otros cuchicheaban disimulando sus sonrisas y los más, boquiabiertos, observaban a los indígenas que componían la comitiva. Colón lo había estudiado todo. Quería impresionar. Sus noticias, aunque buenas, no eran tan espectaculares como las que había prometido antes de su viaje. Necesitaba ganar tiempo y aumentar la confianza de los reyes.

Se detuvo frente al trono e hincó una rodilla en tierra. Los reyes le invitaron a que se pusiera en pie. Presentó a sus acompañantes y coronó su entrada con un emotivo discurso.

—Majestades, reyes amadísimos, la cruz de Cristo y la enseña de Castilla están clavadas en las nuevas tierras por mí descubiertas. Como os prometí, al otro lado de la mar Océana, esperan a estos reinos gloria, honor y riquezas. Éstos son algunos de los indígenas que hemos descubierto en aquel Edén. Hombres inocentes cristianizados por mí —Colón señaló a los indios, que se santiguaron. Un rumor de asombro llenó la sala—. En el lugar del que vengo, el oro corre por los ríos—soltó un puñado pepitas al suelo que rebotaron, como pequeñas estrellas fugaces. En ese momento, unas aves del paraíso, de vivos colores, surcaron los cielos y varios papagayos comenzaron a revolotear en círculos. —Toda la riqueza de Oriente en la palma de la mano.

Los reyes miraban atentos el espectáculo. Fernando haciendo algunos ademanes de aburrimiento, para disimular su interés; Isabel divertida, como una niña que observara un grupo de bufones en acción.

—Pero lo más importante de estas tierras, majestades, son las almas. Almas que sus majestades rescatarán del infierno.

La reina se incorporó un poco y con su buen humor se dirigió al Almirante sin mucha ceremonia.

—Maese Almirante. Vos me prometisteis grandes riquezas para reconquistar Jerusalén, pero con ese puñado de oro, apenas podría conquistar unos pendientes; pues vuestro oro no suma gran cosa.

Un silencio invadió la sala hasta que la reina se rio a carcajadas. El Almirante se quedó muy serio, con el ceño fruncido, pero al final esbozó una ligera sonrisa. La reina continuó.

—Maese Almirante, no os turbéis. He de reconocer que me habéis sorprendido. Creí que os había perdido a vos y a todos mis vasallos, pero veo que Nuestro Señor y la Santísima Virgen os han guardado. Me place el veros, me place el ayudaros y ante todo me anima el avance de la Iglesia.

Espontáneamente los miembros de la Corte aplaudieron las palabras de la reina y la sala se llenó de risas y parabienes.

Unas horas más tarde, el Almirante se paseaba por la ciudad entre confundido y complacido. La reina le había concedido crédito para un nuevo viaje, pero los acontecimientos de la montaña en forma de yunque seguían atormentándole cada noche. Se detuvo frente a la puerta de un convento y la golpeó insistentemente. Salieron a abrirle y el Almirante pasó a un amplio claustro rodeado de galerías con arcos. Un monje le condujo hasta una pequeña sala con dos sillas y una mesa, y allí esperó impaciente a que los padres acudieran.

Fray Juan Pérez y Fray Antonio Marchena irrumpieron en la estancia sin avisar. Colón se sobresaltó, pero al verlos recuperó el sosiego. Le pidieron que se sentase, pero ellos permanecieron de pie enfrente suyo, con las manos escondidas en las mangas y el rostro serio.

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Representación de la llegada a Barcelona de Colón y su audiencia con los Reyes Católicos.

—Almirante, nos ha convocado para hablarnos sobre su misión secreta. Debido a la tardanza en llamarnos, nos tememos que haya fracasado —dijo Marchena secamente.

—Padres amadísimos —dijo Colon besándoles las manos—. Vengo turbado y sin aliento. Dios nos ha castigado. Me ha castigado. No caminé en su voluntad y vi morir a sus hermanos delante de mis ojos.

—Calma y sosiego, Almirante. Descargue su afligida alma, que Dios siempre encuentra gracia, donde nosotros sólo vemos culpa —comentó el padre Pérez, reconciliador.

El Almirante les describió las fatigas de su odisea, los largos días de navegación, el mal ánimo de los hombres y los rigores del mar. A pesar de lo cual, el libro de San Francisco fue veraz. La princesa vikinga Gudrid relataba con lujo de detalles su peregrinación espiritual y carnal. Como decía el libro, el Almirante encontró las corrientes, localizó la isla, descubrió la montaña y se internó en la gruta descrita por la princesa. Describió a los dos frailes la impresionante iglesia construida por los vikingos, la entrada con las estatuas de Constantino y San Cristóbal y el altar mayor.

Les explicó cómo los dos frailes que le acompañaban purificaron y consagraron la iglesia, siguiendo sus indicaciones. Encontraron oro, pero la ira de Dios destruyó a sus siervos y él escapó de milagro.

—Se retorcían y vomitaban sangre. El diablo los poseyó sin duda —dijo el Almirante santiguándose.

—Maese Almirante —dijo con suavidad el padre Pérez—. No debéis temer por vos. Dios es el que determina el tiempo y las razones. Las señales nos indican que nos hemos equivocado. Dios tendrá preparado a otro hombre para que salve a la Iglesia.

—Sí, maese Almirante. Nuestros Reyes, Dios les dé larga vida, han sucumbido ante las tentadoras artimañas del diablo. El antipapa que gobierna la Iglesia de Cristo, el Señor le reprenda. El malandrín ha ofrecido a los reyes entregarles el dominio sobre las tierras, que vos, maese Almirante, habéis hallado.

—Ese anatema —añadió con voz seca Marchena— mancha la cátedra de San Pedro. Sensual, petulante, intrigante, dicen que practica la brujería y el incesto. Con ese ser los reyes se han aliado. El oro de Roma, el tesoro de Constantino sólo aumentaría el poder del mal.

—Por eso, maese Almirante, debéis jurar por vuestro honor que ocultaréis para siempre vuestra condición de fraile y el secreto de cómo llegasteis a las nuevas tierras, la existencia del libro de San Francisco y la princesa Gudrid —dijo Pérez.

—¡Juráis! —exclamó Marchena.

—Juro —dijo Colón poniendo su mano derecha en el pecho e hincando una rodilla en tierra.

Los dos frailes se santiguaron, dieron la bendición al Almirante. Salieron de la celda y Colón se quedó quieto mientras volvían a su mente las terribles imágenes de la caverna.