Prólogo

He afirmado muchas veces que la Historia, tal como nos la han enseñado, es apenas una caricatura borrosa y deformada de una realidad que fue siempre escamoteada deliberadamente. Y, si se me pregunta la razón, tendré que contestar que esa deformación caricaturesca es consecuencia del deseo tácito de todas las fuerzas y poderes implantados a lo largo del tiempo, que han sentido la necesidad de justificar sus actitudes dominadoras recreando y transformando todos aquellos sucesos que podían contradecir sus pretendidos derechos o su providencial presencia salvífica.

Por ese camino, la Historia que creemos cierta y hasta objetiva no suele ser otra cosa que un cúmulo de arreglos, de claves manipuladas, de razones defendidas con ejemplos cuidadosamente escogidos entre aquellos que vienen a demostrar y a defender la actitud vital de quienes se alzaron con el poder y trataron de transformarlo en razón indiscutida. La Historia, de este modo, no ha sido más que aviso y advertencia creados y maquillados por quienes, desde siempre, han pulido el espejo del pasado para que reflejase la experiencia que pretendían convertir en razón de estado y en motivo fundamental de presión y de dominio. La realidad, en este contexto, ha importado siempre mucho menos que la experiencia prefabricada, creadora artificiosa de jurisprudencias establecidas a imagen y semejanza de los fines del poder de turno.

Sin embargo, a veces, ese monstruoso tinglado de supuestas motivaciones históricas y de inamovibles verdades ejemplares se resquebraja en un punto concreto que, generalmente, pasa desapercibido para la mayoría; tanto, que ni siquiera los poderosos fabricantes de certezas llegan a considerarlo alarmante. Tan chica es la brecha que ni se advierte el goteo. Pero puede surgir quien la atisbe, incluso quien se atreva a agrandarla y a mirar qué se esconde al otro lado. Y cuando tal sucede, comienzan a tambalearse los principios acatados por decreto y nos damos cuenta de la naturaleza de los cimientos, auténticos e insospechados sobre los que se levantaron las supuestas revelaciones, los misterios que teníamos que respetar y hasta las previsibles consecuencias de esas corrientes de acontecimientos soterraños que pueden abocar en la transformación profunda de nuestro destino y que ya muchas veces han aflorado, aunque tan tímidamente que los dejamos pasar por nuestro lado sin advertirlo.

La investigación seria, minuciosa, objetiva y realmente consciente de cualquiera de esas diminutas brechas históricas que nunca llegaron a soldarse puede llevar, como lleva este libro, al planteamiento de una auténtica revolución histórica; a la sospecha fundada de que, reptando bajo acontecimientos aparentemente diáfanos, otras verdades paralelas, pero no menos ciertas, se estaban abriendo paso por el entramado de una Historia que jamás podrá ser cierta y objetiva si no se le incorpora lo que nunca anteriormente fue desvelado, precisamente porque ese desvelamiento podía poner en tela de juicio todo el mecanismo cultural, político y hasta religioso, que se fue fabricando a lo largo de siglos para camuflar aquello que muy pocos conocían en su auténtica dimensión.

Desde esta perspectiva, creo sinceramente que estamos ante un libro revolucionario, a cuya lectura nunca se podrá proceder paseándose despreocupadamente por sus páginas, sino asimilándolo, poniendo en cuarentena cada página y cada capítulo, y abriendo de par en par la puerta de nuestras dudas, hasta comprobar que, efectivamente, puede haber unas respuestas coherentes a ese pasado que, a su vez, conforma parte de nuestro presente y tendrá algo que decir —aún no sabemos si anecdótico o definitivo— en los años que ya apuntan inmediatamente ante nosotros.

Sé positivamente que habrá instantes, a lo largo de esta aventura de leer que ahora emprende, en que el lector habrá de sentir de tal modo tambalearse los principios y las certezas que aceptó siempre y que forman ya parte de la memoria colectiva, que podrá asaltarle la tentación de negar cuanto se apunta aquí y quedarse pasivamente con todo cuanto le enseñaron y le hicieron aceptar como dogma histórico y hasta religioso. Sé muy bien —pues a mí mismo estuvo a punto de sucederme— que, en ciertos momentos, esta lectura parecerá invitar gratis a la gran ceremonia de la confusión. Habituados como estamos a la reiteración secular de las mismas certezas aparentes y monolíticas, el hecho mismo de enfrentarse con una investigación que socava despiadadamente los cimientos del gran tinglado de una farsa impuesta hace ya tanto tiempo y tan fosilizada en nuestros arquetipos mentales, puede romper demasiado bruscamente los esquemas acomodaticios que llegamos a aceptar por inercia genética. El resultado puede ser —lo advierto— una novísima sensación de desnudez y de desamparo ante lo que se derrumba en torno nuestro y, sobre todo, ante todo aquello que se vislumbra detrás y que permaneció hasta ahora mismo deliberadamente oculto, discretamente ignorado.

Si tal sucediera, que todo es posible, me atrevería a sugerir algo que, para bien o para mal, vengo practicando hacia adentro y hacia afuera desde hace muchos años: no tapiemos nunca, por perezas o temores, ninguna ventana que nos asome a una toma de conciencia voluntariamente asumida; no les volvamos nunca la espalda a ninguna afirmación ni a ninguna prueba, por absurda que comience a parecemos, que nos coloque ante el dilema de emprender el vuelo por la libertad o regresar entre los barrotes de la manipulación aceptada; no neguemos ninguna evidencia ni una simple sospecha que lleguen a nosotros para ponernos sobre aviso de las trabas mentales y culturales que nos vienen entorpeciendo la conciencia desde generaciones, convirtiéndonos en homínidos con la única obligación de asentir y callar; no rechacemos nada que venga a airearnos las estructuras mentales, tratando de avisarnos sobre nuestro derecho inalienable a elegir nuestro paradigma vital.

Este libro cumple con creces todas estas premisas. Con un rigor digno de los mejores anatomopatólogos, sus autores han emprendido con él una aventura que aunque todavía incompleta —un segundo volumen casi concluido vendrá a abrir nuevas perspectivas a cuestiones que aquí apenas llegan a insinuarse en profundidad—, nos pone ante la necesidad de cuestionarnos, sincera y libremente, las razones y hasta las sinrazones de unos hechos históricos interpretados siempre desde perspectivas aberrantes y condicionadoras. Los acontecimientos, y hasta sus causas y sus consecuencias, se plantean aquí desde ese otro lado del espejo que nos permite asir y palpar lo que siempre nos juraron que era falso, que no existía, que era una ilusión óptica sobre la que más valía no fijar una atención inútil y hasta digna de anatema. Más aún: muchos de esos acontecimientos, algunos de hoy mismo, sobre los que pasamos sin verles las causas ni las consecuencias —simplemente constatamos que suceden—, empiezan a abrírsenos a su dimensión real, a unos motivos que los integran irremisiblemente en una cadena de la que forman parte como eslabones imprescindibles para que las cosas sucedan como se previó que fueran sucediendo. Causas y efectos, incluso fuera de los límites de lo que siempre aceptamos como casi lógico o casi racional, se suceden, se combinan y se enlazan en un mosaico insospechado que añade un nuevo sentido a los sucesos y hasta a las creencias. Y ese nuevo sentido, tan absurdo o tan evidente como el que se nos ha hecho abandonar —pero también más coherente con la realidad oculta de los grandes acontecimientos que mueven a la Humanidad—, nos coloca frente a la necesidad, ya urgente, de romper definitivamente con los condicionamientos impuestos y de replantearnos la posibilidad de ser nosotros mismos quienes juzguemos y decidamos sobre nuestro pasado y, ante todo, sobre este presente que estamos viviendo y que ha comenzado ya a prepararnos el futuro.

Estamos ante un libro inquietante como pocos; ante una lectura que habrá de quitarnos el sueño, porque nos obligará a mantener, desde ahora, los ojos muy abiertos a cuanto suceda en el mundo y en nuestro entorno inmediato. Si cabe decirlo así, nos enfrentamos a una investigación que incita a no conformarnos con lo que nos descubre, que nos fustiga a seguir, a profundizar, a emprender camino por aquella trocha que nos inquietaba, pero que creímos demasiado absurda como para esperar que respondiera a nuestros temores. Ahora sabemos que, en muchos de esos casos, puede esconderse una respuesta que nos ponga más afín sobre la pista de tantas cuestiones cruciales como asaltan nuestra mente, y sobre las que determinados focos de poder han tratado —con éxito— de extender una espesa cortina de ignorancia y desconocimiento. Sabemos que se puede, que se debe ir más allá siempre. Y si algún agradecimiento hay que guardar a Lincoln, a Baigent y a Leigh es precisamente el de habernos abierto la puerta para que pisemos sin miedo las losas de un secreto de siglos, del Secreto por excelencia de esa que llamamos la Civilización Occidental.

Verano de 1985

Juan G. Atienza

El enigma sagrado
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