La «tala del olmo» en Gisors
Si se puede dar crédito a los «documentos Prieuré», 1188 fue un año de importancia crucial tanto para Sion como para los caballeros templarios. Un año antes, en 1187, Jerusalén había caído en poder de los sarracenos, principalmente a causa de la impetuosidad y la ineptitud de Gérard de Ridefort, Gran maestre del Temple. El texto de los Dossiers Secrets se muestra muchísimo más severo. No habla de la impetuosidad o de la ineptitud de Gérard, sino de su «traición», palabra dura en verdad. No se explica en qué consistió dicha traición. Pero se dice que, a resultas de ella, los «iniciados» de Sion volvieron en masa a Francia, es de suponer que a Orléans. Lógicamente, esta afirmación es bastante plausible. Cuando Jerusalén cayó en manos de los sarracenos es obvio que la abadía de monte Sion caería también. No sería extraño que los ocupantes de la misma, al verse privados de su base en Tierra Santa, buscaran refugio en Francia, donde ya existía una base nueva.
Al parecer, los acontecimientos de 1187 —la «traición» de Gérard de Ridefort y la pérdida de Jerusalén— provocaron una disensión desastrosa entre la Ordre de Sion y la orden del Temple. No está claro por qué tuvo que ocurrir así; pero, según los Dossiers Secrets, el año siguiente fue un momento decisivo para ambas órdenes. Se supone que en 1188 las dos instituciones se separaron oficialmente. La Ordre de Sion, que había sido la creadora de los caballeros templarios, se lavó las manos de sus célebres protegidos. Dicho de otro modo, el progenitor se desentendió oficialmente del hijo. Se dice que esta ruptura se conmemoró por medio de un ritual o ceremonia de algún tipo. En los Dossiers Secrets y en otros documentos Prieuré se la denomina «la tala del olmo» y, según parece, tuvo lugar en Gisors.
Las crónicas son oscuras y están mutiladas, pero tanto la historia como la tradición confirman que en 1188 ocurrió en Gisors algo extremadamente raro que llevó aparejada la tala de un olmo. En los terrenos contiguos a la fortaleza había un prado llamado el Champ Sacre, el Campo Sagrado. Según los cronistas medievales, el lugar era considerado como sagrado desde antes del cristianismo y durante el siglo XII había sido escenario de numerosos encuentros entre los reyes de Inglaterra y Francia. En medio del Campo Sagrado se alzaba un viejo olmo. Y en 1188, durante una reunión entre Enrique II de Inglaterra y Felipe II de Francia, este olmo, por algún motivo que se desconoce, se convirtió en objeto de una discusión seria, incluso sangrienta.
Según una crónica, el olmo era lo único que daba sombra en el Campo Sagrado. Decían que tenía más de ochocientos años de edad y era tan grande que nueve hombres cogidos de la mano apenas podían rodear por completo su tronco. Al parecer, Enrique II y su séquito buscaron cobijo a la sombra de este árbol, mientras que el monarca francés, que llegó más tarde, tuvo que soportar los rigores de un sol de justicia. Al tercer día de negociaciones, los franceses estaban de un humor de perros a causa del calor, hubo un intercambio de insultos entre los hombres de armas de ambos bandos y de las filas de mercenarios galeses de Enrique surgió una flecha. Esto provoco un ataque en gran escala por parte de los franceses, muy superiores en numero a los ingleses. Estos buscaron refugio dentro de los muros de Gisors, mientras los franceses, según las crónicas, cortaron el árbol empujados por la frustración. Seguidamente Felipe II volvió rápidamente a París y, encolerizado, declaró que no había ido a Gisors para hacer de leñador.
Esta historia es de una simplicidad y una singularidad característicamente medievales, pues se contenta con narrar los hechos de una manera superficial al mismo tiempo que entre líneas insinúa algo de mayor importancia, explicaciones y motivaciones que quedan sin aclarar. La historia por sí misma casi parecería absurda, tan absurda y posiblemente apócrifa como, pongamos por caso, los cuentos relacionados con la fundación de la orden de la Jarretera. Y, pese a ello, en otras crónicas se encuentra una confirmación de la anécdota, si no de sus detalles específicos.
Según otra crónica, parece ser que Felipe avisó a Enrique de su intención de talar el árbol. Enrique respondió reforzando el tronco con flejes de hierro. Al día siguiente los franceses se armaron y formaron una falange de cinco escuadrones, cada uno mandado por un distinguido señor del reino, que avanzaron hacia el olmo acompañados de honderos así como de carpinteros provistos de hachas y martillos. Se dice que se entabló una lucha en la que Ricardo Corazón de León, hijo mayor y heredero de Enrique, participó y trató de proteger el árbol, para lo cual derramó mucha sangre. Sin embargo, los franceses conservaban sus posiciones al terminar la jornada y el árbol fue cortado.
Esta segunda crónica da a entender que lo sucedido fue más que una riña mezquina o una escaramuza de poca monta. De ella se desprende que fue un combate en toda la regla, en el que participaron muchos hombres y que posiblemente causó numerosas bajas. Pese a ello, ninguna de las biografías de Ricardo da mucha importancia al suceso y todavía menos se molesta en investigarlo.
Sin embargo, una vez más los «documentos Prieuré» se veían confirmados tanto por los testimonios históricos como por la tradición. Cuando menos, tenemos la confirmación de que hubo una curiosa disputa en Gisors en 1188 a causa de la cual un olmo fue talado. No existe ninguna confirmación externa de que el hecho tuviera alguna relación con los caballeros templarios o con la Ordre de Sion. Por otro lado, las crónicas que existen del suceso son demasiado vagas, demasiado escasas, demasiado incomprensibles y demasiado contradictorias para aceptarlas como definitivas. Es sumamente probable que hubiera templarios presentes en el incidente: Ricardo I iba con frecuencia acompañado de caballeros de la orden y, además, Gisors había sido confiado al Temple treinta años antes.
Dadas las pruebas existentes, es ciertamente posible, si no probable, que la tala del olmo significara algo más —o algo distinto— de lo que las crónicas han conservado para la posteridad. A decir verdad, dada la curiosa índole de las crónicas que se conservan, no sería extraño que el incidente llevara aparejado algo que la historia pasó por alto, o quizá que nunca hizo público, algo, en resumen, de lo cual las crónicas que han llegado hasta nosotros son una especie de alegoría, una alegoría que simultáneamente insinúa y oculta un acontecimiento de importancia mucho mayor.