11. El Santo Grial
¿Qué sería ese algo que se nos había pasado por alto? O, dicho de otro modo, ¿qué sería lo que habíamos estado buscando donde no deberíamos haber buscado? ¿Habíamos tenido algún fragmento ante nuestros ojos y, por una razón u otra, no habíamos reparado en él? No acertábamos a ver que se nos hubiera escapado algo, algún dato de la erudición histórica aceptada. Pero ¿cabía la posibilidad de que hubiese algo más, algo que estuviese «fuera de los límites» de la historia documentada, de los hechos concretos a los que habíamos procurado atenernos?
Ciertamente, había un motivo (fabuloso, hay que reconocerlo) que se había colado en nuestra investigación, repitiéndose una y otra vez, con una constancia insistente e intrigante. Nos referimos al misterioso objeto conocido por el «Santo Grial». Los contemporáneos de los cátaros, por ejemplo, creían que éstos se hallaban en posesión del Grial. También los templarios habían pasado con frecuencia por ser sus custodios; y los romances sobre el Grial habían surgido originalmente de la corte del conde de la Champagne, que tuvo mucho que ver con la fundación de los caballeros templarios. Además, cuando los templarios fueron suprimidos, las estrafalarias cabezas a las que supuestamente rendían culto gozaban, según los informes oficiales de la Inquisición, de muchos de los atributos tradicionales del Grial: proporcionar sustento, por ejemplo, y dar fertilidad a la tierra.
En el curso de nuestra investigación también habíamos tropezado con el Grial en otros muchos contextos. Algunos eran relativamente recientes, tales como los círculos ocultistas de Joséphin Péladan y Claude Debussy en las postrimerías del siglo XIX. Otros eran mucho más antiguos. Según la leyenda y el folclore medievales, por ejemplo, Godofredo de Bouillon descendía de Lohengrin, el caballero del Cisne; y en los romances Lohengrin era hijo de Perceval o Parzival, protagonista de la totalidad de los primeros cuentos relativos al Grial.
Asimismo, Guillem de Gellone, gobernante del principado medieval del sur de Francia durante el reinado de Carlomagno, era el héroe de un poema de Wolfram von Eschenbach, el más importante de los cronistas del Grial. De hecho, se decía que el Guillem que aparecía en el poema de Wolfram tenía alguna relación con la misteriosa «familia del Grial».
Estas intrusiones del Grial en nuestra investigación, así como otras por el estilo, ¿eran pura coincidencia? ¿O había una continuidad subyacente que las unía, una continuidad que, de alguna forma inimaginable, vinculaba nuestra investigación con el Grial, fuese éste lo que realmente fuere? Al llegar aquí, nos encontramos ante un interrogante asombroso. ¿Podía el Grial ser algo más que pura fantasía? ¿Habría existido realmente en algún sentido? ¿Era en realidad posible que hubiese existido el Santo Grial? ¿O, cuando menos, algo concreto cuyo símbolo era el Santo Grial?
Estas preguntas eran en verdad apasionantes y provocadoras, por no emplear términos más fuertes. Al mismo tiempo, amenazaban con llevarnos demasiado lejos, hacernos entrar en esferas de especulación espuria. Sin embargo, sirvieron para dirigir nuestra atención hacia los romances sobre el Grial. Y también éstos planteaban diversos rompecabezas intrigantes y claramente pertinentes.
Por lo general, se supone que el Santo Grial tiene alguna relación con Jesús. Según algunas tradiciones, fue la copa de la que bebieron Jesús y sus discípulos en la Última Cena. Otras dicen que fue la copa que José de Arimatea utilizó para recoger la sangre de Jesús crucificado. Y hay otras tradiciones que aseguran que el Grial fue ambas cosas. Pero si el Grial estaba tan íntimamente asociado a Jesús, o si existió de verdad ¿por qué durante más de mil años no se hizo absolutamente ninguna alusión a él? ¿Dónde estuvo durante todo este tiempo? ¿Por qué no figuró en la literatura, el folclore o la tradición de tiempos anteriores? ¿Por qué una cosa de tanta importancia para el cristianismo permaneció enterrada durante aparentemente tanto tiempo?
Y la pregunta más provocadora de todas era ésta: ¿por qué finalmente afloró a la superficie exactamente en aquel momento, en el punto culminante de las cruzadas? ¿Fue coincidencia que este objeto enigmático, en apariencia inexistente durante diez siglos, asumiera aquella categoría justamente en aquel momento: cuando el reino franco de Jerusalén se hallaba aún en toda su gloria, cuando los templarios estaban en el cénit de su poder, cuando la herejía cátara iba cobrando un ímpetu que amenazaba realmente con desplazar el credo de Roma? Esta convergencia de circunstancias, ¿constituía una verdadera coincidencia? ¿O había alguna vinculación entre ellas?
Inundados de preguntas como éstas, que nos intimidaban un poco, dirigimos nuestra atención hacia los romances sobre el Grial. Sólo examinando atentamente estas «fantasías» podíamos albergar la esperanza de determinar si su repetida aparición en nuestras indagaciones era en verdad coincidencia o la manifestación de una pauta que significase algo.