3. Los monjes guerreros
Reunir datos sobre los caballeros templarios resultó una ímproba tarea. El gran volumen de material escrito sobre el tema nos intimidaba, y al principio no sabíamos qué porcentaje de dicho material era digno de confianza. Si los cátaros habían dado pie a un gran número de leyendas espurias y románticas, mayor aún era la mistificación que envolvía a los templarios.
A cierto nivel nos eran bastante conocidos: los fieros y fanáticos monjes guerreros, mezcla de caballeros andantes y místicos, con su manto blanco adornado con una cruz paté de color rojo que tan crucial papel interpretaron en las cruzadas. En cierto sentido, fueron el arquetipo del cruzado, las tropas de asalto de Tierra Santa que a miles lucharon y murieron heroicamente por Cristo. Sin embargo, muchos autores, incluso hoy día, los tenían por una institución mucho más misteriosa, una orden esencialmente secreta, empeñada en oscuras intrigas, maquinaciones clandestinas y turbias conspiraciones. Y quedaba por aclarar un hecho misterioso e inexplicable. Al final de los doscientos años que duró su existencia estos paladines de Cristo fueron acusados de negar y repudiar a Cristo, de pisotear y escupir en la cruz.
En su novela Ivanhoe, Scott presenta a los templarios como una pandilla de matones altivos y arrogantes, déspotas codiciosos e hipócritas que abusan desvergonzadamente de su poder, manipuladores astutos que orquestan los asuntos de los hombres y los reinos. Otros escritores del siglo XIX los pintan como viles siervos de Satanás, adoradores del diablo, entregados a toda suerte de ritos obscenos, abominables y heréticos. Recientemente, los historiadores han tendido a verlos como víctimas desgraciadas de las maniobras de alto nivel de la Iglesia y el Estado. Y hay incluso un tercer grupo de escritores, especialmente los que siguen las tradiciones masónicas, que consideran a los templarios como adeptos e iniciados místicos, custodios de una sabiduría arcana que trasciende del cristianismo.
Sean cuales fueren los prejuicios o la orientación de tales escritores, lo cierto es que ninguno de ellos pone en duda el celo heroico de los templarios ni su aportación a la historia. Tampoco discute nadie el hecho de que la suya es una de las instituciones más fascinadoras y enigmáticas de los anales de la cultura occidental. Ninguna crónica de las cruzadas —o, para el caso, de la Europa de los siglos XII y XIII— se olvida de mencionar a los templarios. En el apogeo de su historia fueron la organización más poderosa e influyente de toda la cristiandad, con una única excepción posible: el papado.
Y pese a ello, aún no se ha dado respuesta a varios interrogantes. ¿Quiénes y qué eran los caballeros templarios? ¿Eran simplemente lo que parecían ser? ¿O eran otra cosa? ¿Eran simples soldados a los que más tarde se envolvió en un aura de leyenda y mistificación? Si es así, ¿por qué? O, yendo hacia el otro extremo, ¿existía algún misterio auténtico relacionado con ellos? ¿Había algo que diera pie a los mitos que se crearon más adelante?
En primer lugar consideramos las crónicas aceptadas, es decir las de historiadores respetados y responsables. Virtualmente en todos los aspectos estas crónicas planteaban más interrogantes de los que aclaraban. No sólo se derrumbaban al ser examinadas atentamente, sino que harían pensar en la existencia de una «conspiración de silencio». No podíamos librarnos de la sensación de que algo había sido ocultado deliberadamente a la vez que se inventaba un «cuento» que los historiadores posteriores se habían limitado a repetir.