El discípulo amado
3) Si la Magdalena y María de Betania son la misma mujer, y si esta mujer era la esposa de Jesús, Lázaro sería cuñado de Jesús. ¿Hay en los evangelios alguna prueba de que Lázaro gozara realmente de tal categoría?
Lázaro no figura bajo su nombre en los evangelios de Lucas, Mateo y Marcos, aunque en principio su «resurrección de los muertos» formaba parte de la crónica de Marcos y fue suprimida más adelante. A causa de ello, si Lázaro ha pasado a la posteridad, ha sido gracias exclusivamente al cuarto evangelio, es decir, el de Juan. Pero acabamos de ver claramente que disfruta de alguna especie de trato preferente, el cual no se limita al hecho de ser «resucitado de los muertos». En este sentido y en otros varios, diríase, en todo caso, que estaba más allegado a Jesús que los propios discípulos. Y, pese a ello, curiosamente, los evangelios ni siquiera le cuentan entre sus discípulos.
A diferencia de los discípulos, Lázaro llega a ser amenazado. Según el cuarto evangelio, los sacerdotes principales, al decidir eliminar a Jesús, decidieron matar también a Lázaro (Juan, 12, 10). Al parecer, Lázaro llevó a cabo algunas actividades en nombre de Jesús, que es más de lo que puede decirse de algunos de los discípulos. En teoría, esto debiera haberle hecho digno del título de discípulo y, a pesar de ello, no aparece citado como tal. Tampoco se dice que estuviera presente en la crucifixión, lo que, aparentemente, es una muestra de ingratitud por parte de un hombre que literalmente debía su vida a Jesús. Es verdad que tal vez se escondió a causa de la amenaza que pesaba sobre él. Pero resulta curiosísimo que no haya más alusiones a él en los evangelios. Da la impresión de haberse esfumado por completo y nunca se le vuelve a mencionar. ¿O no es así? Intentamos examinar el asunto más de cerca.
Después de permanecer tres meses en Betania, Jesús se retira con sus discípulos a las márgenes del Jordán, a poco más de un día de distancia. Un mensajero acude apresuradamente a él con la noticia de que Lázaro está enfermo. Pero el mensajero no cita a Lázaro por su nombre. Al contrario, presenta al enfermo como alguien que tiene una importancia muy especial: «Señor, he aquí que el que amas está enfermo» (Juan, 11, 3). La reacción de Jesús ante tal noticia es decididamente rara. En lugar de acudir con prontitud a socorrer al hombre al que supuestamente ama, descarta alegremente el asunto: «Oyéndolo Jesús, dijo: Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el hijo de Dios sea glorificado por ella» (11, 4). Y si sus palabras resultan desconcertantes, más aún lo son sus actos: «Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba» (11, 6). En resumen, Jesús se entretiene en el Jordán dos días más a pesar de la alarmante noticia que acaba de recibir. Finalmente decide volver a Betania. Y entonces contradice flagrantemente su afirmación anterior comunicando a los discípulos que Lázaro ha muerto. Sin embargo, continúa mostrándose imperturbable. De hecho, dice bien claramente que la «muerte» de Lázaro ha servido para algo y se sacará provecho de ella: «Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle» (11, 11). Y cuatro versículos después reconoce virtualmente que todo el asunto ha sido preparado y dispuesto cuidadosamente de antemano: «Y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él» (11, 15). Si este comportamiento es extraño, no lo es menos la reacción de los discípulos: «Dijo entonces Tomás, llamado Dídimo, a sus condiscípulos: Vamos también nosotros, para que muramos con él» (11, 16). ¿Qué significa esto? Si Lázaro está literalmente muerto, ¡sin duda los discípulos no tendrán la intención de unirse a él por medio de un suicidio colectivo! ¿Y cómo podemos explicar la despreocupación de Jesús, la indiferencia con la que recibe la noticia de la enfermedad de Lázaro y la demora en volver a Betania?
Diríase que la explicación reside, tal como sugiere el profesor Morton Smith, en una iniciación más o menos estándar en una «escuela mistérica». Tal como demuestra el profesor Smith, estas iniciaciones y los rituales que las acompañaban eran cosa corriente en la Palestina de la época de Jesús. Con frecuencia entrañaban una muerte y un renacimiento simbólicos, a los que se denominaba con tales nombres; secuestro en una tumba, que se convertía en un vientre para el renacimiento del acólito; un rito, al que ahora se denomina «bautismo»: una inmersión simbólica en agua; y una copa de vino, a la que se identificaba con la sangre del profeta o mago que presidía la ceremonia. Bebiendo de tal copa, el discípulo consumaba una unión simbólica con su maestro, es decir, el primero se convertía místicamente en «una persona» con el segundo. Hay un detalle significativo que es el hecho de que precisamente son estos términos los que utiliza san Pablo para explicar la finalidad del bautismo. Y el propio Jesús los emplea en la Ultima Cena.
Tal como señala el profesor Smith, la carrera de Jesús se parece mucho a la de otros magos, curadores, hacedores de prodigios y taumaturgos del período.[12] En los cuatro evangelios, por ejemplo, una y otra vez se reúne en secreto con las personas a las que se dispone a curar, o habla en voz baja y a solas con ellas. Después, a menudo les pide que no divulguen lo que han hablado. Y, en lo que se refiere al público en general, habitualmente se expresa por medio de alegorías y parábolas.
Diríase, pues, que Lázaro, durante la estancia de Jesús a orillas del Jordán, se ha embarcado en un típico rito de iniciación, el cual, como era tradicional en tales ritos, conduce a una resurrección y un renacimiento simbólicos. Visto bajo esta luz, el deseo de los discípulos de «morir con él» se hace perfectamente comprensible, como ocurre también con la complacencia, por lo demás inexplicable, que muestra Jesús en relación con todo el asunto. Hay que reconocer que María y Marta parecen verdaderamente desconsoladas, al igual que otras personas lo parecerían. Pero puede ser sencillamente que hayan entendido o interpretado mal el propósito de todo ello. O quizá todo el episodio fue una comedia hábilmente representada cuya naturaleza y propósitos verdaderos sólo conocían unos cuantos.
Si el episodio de Lázaro refleja realmente una iniciación ritual, salta a la vista que se le hace objeto de un trato preferente. Entre otras cosas, aparentemente se le inicia antes que a cualquiera de los discípulos, los cuales, de hecho, parecen sentir mucha envidia ante semejante privilegio. Pero ¿por qué se distingue a este hombre de Betania que hasta ahora era desconocido? ¿Por qué debe pasar por una experiencia que los discípulos tanto ansían compartir con él? ¿Por qué dieron tanta importancia al asunto posteriores «herejes» de orientación mística como, por ejemplo, los carpocracianos? ¿Y por qué se suprimió todo el episodio del evangelio de Marcos? Quizá porque Lázaro era «aquel al que Jesús amaba»… más que a los otros discípulos. Quizá porque Lázaro tenía alguna relación especial con Jesús, por ejemplo la de cuñado. Quizá por ambas razones. Es posible que Jesús llegase a conocer y a amar a Lázaro precisamente porque Lázaro era su cuñado. En todo caso, una y otra vez se hace hincapié en tal amor. Cuando Jesús regresa a Betania y llora, o finge llorar, la muerte de Lázaro, los espectadores se hacen eco de las palabras del mensajero: «Mirad cómo le amaba» (Juan, 11, 36).
El autor del evangelio de Juan —es decir, el evangelio en el que figura la historia de Lázaro— en ningún punto se identifica a sí mismo como «Juan». De hecho, no nos dice su nombre en absoluto. Sin embargo, sí se refiere a sí mismo utilizando un título muy distintivo. Constantemente se llama a sí mismo «el discípulo amado», «aquel a quien Jesús amaba» y da a entender claramente que goza de una categoría única y preferente en comparación con sus camaradas. En la Ultima Cena, por ejemplo, exhibe flagrantemente su proximidad personal a Jesús y es a él y a nadie más a quien Jesús confía el medio en virtud del cual se producirá la traición:
Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús. A éste, pues, hizo señas Simón Pedro, para que preguntase quién era aquel de quien hablaba. Él entonces, recostado cerca del pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?
Respondió Jesús: A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón. (Juan, 13, 23-26).
¿Quién es este «discípulo amado» en cuyo testimonio se basa el cuarto evangelio? Todos los datos inducen a pensar que, de hecho, es Lázaro: «aquel a quien Jesús amaba». Diríase, entonces, que Lázaro y el «discípulo amado» son la misma persona, y que Lázaro es la identidad verdadera de «Juan». Esta conclusión parece casi inevitable. Y no fuimos nosotros los únicos que la sacamos. Según el profesor William Brownlee, destacado erudito bíblico y uno de los principales expertos en los pergaminos del mar Muerto: «Partiendo de las pruebas internas que hay en el cuarto evangelio…, la conclusión es que el discípulo amado es Lázaro de Betania».[13]
Si Lázaro y el «discípulo amado» son una misma persona, entonces tendríamos la explicación de diversas anomalías. Quedarían explicadas la misteriosa desaparición de Lázaro de la crónica bíblica y su aparente ausencia durante la crucifixión. Porque si Lázaro y el «discípulo amado» eran la misma persona, Lázaro habría estado presente en la crucifixión. Y habría sido a Lázaro a quien Jesús hubiera confiado el cuidado de su madre. Las palabras con las que lo hizo bien podrían ser las de un hombre que habla con su cuñado:
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo.
Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. (Juan, 19, 26-27).
La última palabra de esta cita es especialmente reveladora. Porque los demás discípulos han dejado sus hogares en Galilea y, en realidad, son personas sin hogar. Lázaro, en cambio, tiene un hogar: aquella casa crucial en Betania, donde el propio Jesús estaba acostumbrado a hospedarse.
Después de afirmar que los sacerdotes han decidido su muerte, el nombre de Lázaro no vuelve a mencionarse. Diríase que ha desaparecido por completo. Pero, si verdaderamente él es el «discípulo amado», bien mirado no desaparece y es posible seguir sus movimientos y actividades hasta el mismo final del cuarto evangelio. Y también aquí hay un episodio curioso que merece ser examinado. Al final del cuarto evangelio Jesús predice la muerte de Pedro y ordena a éste que le «siga»:
Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste? Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.
Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?
Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. (Juan, 21, 20-24).
A pesar de su fraseología ambigua, la importancia de este pasaje resulta clara. El «discípulo amado» ha recibido instrucciones explícitas de esperar el regreso de Jesús. Y el texto mismo recalca que este regreso no debe interpretarse simbólicamente en el sentido de una «segunda venida». Al contrario, supone algo mucho más mundanal: que Jesús, después de enviar a sus otros seguidores al mundo, debe regresar pronto con algún encargo especial para el «discípulo amado».
Es casi como si tuvieran que tomar disposiciones específicas, concretas y hacer planes. Si el «discípulo amado» es Lázaro, esta colusión, desconocida por los otros discípulos, parecería tener cierto precedente. En la semana anterior a la crucifixión, Jesús prepara su entrada triunfal en Jerusalén; y, para que ésta tenga lugar de acuerdo con las profecías sobre un mesías que hay en el Antiguo Testamento, debe cabalgar a lomos de un asno (Zacarías, 9, 9-10). Así pues, es necesario encontrar un asno. En el evangelio de Lucas, Jesús envía a dos discípulos a Betania, donde, les dice él, encontrarán un asno esperándoles. Los discípulos deben decirle al dueño del animal que el «maestro lo necesita». Cuando todo ocurre exactamente tal como Jesús ha predicho que ocurriría, el hecho es considerado como una especie de milagro. Pero ¿es ello realmente muy extraordinario? ¿No es simplemente el testimonio de que los planes se trazaron con mucho cuidado? ¿Y acaso el hombre de Betania que proporciona el asno en el momento señalado no parece ser Lázaro?
Ciertamente, esta es la conclusión que saca el doctor Hugh Schonfield.[14] Arguye de modo convincente que la preparación de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén fue confiada a Lázaro y que los otros discípulos no sabían nada del asunto. Si tal era realmente el caso, es señal de que existía un círculo íntimo de seguidores de Jesús, un núcleo de colaboradores; co-conspiradores o familiares que gozan de modo exclusivo de la confianza de su maestro. El doctor Schonfield cree que Lázaro forma parte de tal círculo. Y su creencia concuerda con la insistencia del profesor Smith en el trato preferente que recibe Lázaro en virtud de su iniciación o muerte simbólica en Betania. Es posible que Betania fuera un centro de culto, un lugar reservado para los rituales singulares que Jesús presidía. De ser así, esto explicaría la aparición, por lo demás enigmática, de Betania en otras partes de nuestra investigación. La Prieuré de Sion había dado el nombre de «Béthanie» a su «arco» en Rennes-le-Château. Y Sauniére, según parece a petición de la Prieuré de Sion, había bautizado su villa con el nombre de «Villa Bethania».
En todo caso, la colusión que parece, obtener un asno del «hombre de Betania» bien puede mostrarse otra vez en el misterioso final del cuarto evangelio, cuando Jesús ordena al «discípulo amado» que espere su regreso. Parece que él y el «discípulo amado» tienen planes que trazar. Y no es irrazonable suponer que entre estos planes estaba el cuidado de la familia de Jesús. En la crucifixión ya había confiado su madre a la custodia del «discípulo amado». Si tenía esposa e hijos, es de suponer que los confiaría también a la custodia del «discípulo amado». Esto, desde luego, sería aún más plausible si el «discípulo amado» fuera realmente su cuñado.
Cuenta una tradición muy posterior que la madre de Jesús murió en su exilio de Éfeso, lugar de donde, según se dice, salió luego el cuarto evangelio. Sin embargo, no hay ninguna indicación de que el «discípulo amado» atendiera a la madre de Jesús hasta el final de sus días. Según el doctor Schonfield, probablemente el cuarto evangelio no fue redactado en Efeso, sino sólo revisado y modificado por un anciano griego de allí, el cual procuró ajustarlo a sus propias ideas.[15]
Si el «discípulo amado» no fue a Éfeso, ¿qué se hizo de él? Si él y Lázaro eran una misma persona, es posible responder a esta pregunta, pues la tradición es muy explícita en lo que hace a la suerte de Lázaro. Según la tradición, así como ciertos autores de la Iglesia primitiva, Lázaro, la Magdalena, Marta, José de Arimatea y varias personas más fueron transportadas en barco hasta Marsella.[16] Se supone que en dicho lugar José fue consagrado por san Felipe y enviado a Inglaterra, donde fundó una iglesia en Glastonbury. Sin embargo, Lázaro y la Magdalena se quedaron en la Galia. La tradición afirma que la Magdalena murió en Aix-en-Provence o en Saint Baume, y Lázaro en Marsella después de fundar el primer obispado de dicho lugar. Se dice que uno de sus compañeros, san Maximino, fundó el primer obispado en Narbona.
Si Lázaro y el «discípulo amado» fueran la misma persona, tendríamos la explicación del hecho de que desaparecieran conjuntamente. Al parecer, Lázaro, el verdadero «discípulo amado», desembarcó en Marsella junto con su hermana, la cual, como afirma luego la tradición, llevaba consigo el Santo Grial, la «sangre real». Y da la impresión de que las medidas para facilitar su fuga y exilio las tomó el propio Jesús, junto con el «discípulo amado», al final del cuarto evangelio.