Palestina en tiempos de Jesús

En el siglo I Palestina era un rincón muy turbulento del globo. Durante un tiempo la Tierra Santa había sido escenario de riñas dinásticas, luchas encarnizadas y, a veces, de guerra a gran escala. Durante el siglo II aC se fundó de modo transitorio un reino judaico más o menos unificado, tal como registran los dos libros apócrifos de los Macabeos. En 63 aC, no obstante, el país volvía a estar revuelto y maduro para ser conquistado por alguien.

Más de medio siglo antes del nacimiento de Jesús, Palestina cayó en poder de los ejércitos de Pompeyo y se impuso en ella el gobierno de los romanos. Pero a la sazón Roma tenía un imperio demasiado extenso y estaba demasiado preocupada por sus propios asuntos para instalar el aparato administrativo necesario para ejercer el gobierno directo. A causa de ello, creó un linaje de reyes marionetas que gobernarían bajo la égida romana. Este linaje era el de los herodianos, que no eran judíos, sino árabes. El primero de la línea fue Antipater, que subió al trono de Palestina en 63 aC Al morir en 37 aC le sucedió su hijo Herodes el Grande, que gobernó hasta 4 aC Hay que imaginar, pues, una situación análoga a la de Francia bajo el gobierno de Vichy entre 1940 y 1944. Hay que imaginarse una tierra y un pueblo conquistados, gobernados por un régimen marioneta que se mantenía en el poder gracias a la fuerza militar. A los habitantes del país se les permitía conservar sus propias costumbres y religión. Pero la autoridad definitiva era Roma. Esta autoridad se ejercía conforme al derecho romano y eran romanos los soldados que velaban por el cumplimiento de las leyes, como ocurriría en Inglaterra no mucho tiempo después.

En el año 6 de la era cristiana la situación se hizo más crítica, ya que el país se escindió, desde, el punto de vista administrativo, en una provincia y dos tetrarquías. Herodes Antipas pasó a ser el gobernante de una de ellas, Galilea. Pero Judea —la capital espiritual y secular— quedó sujeta al gobierno directo de los romanos y era administrada por un procurador romano que tenía su base en Cesárea. El régimen romano era brutal y autocrático. Cuando asumió el control directo de Judea más de tres mil rebeldes fueron crucificados sumariamente. El templo fue saqueado y mancillado. Se cobraron fuertes impuestos. La tortura se utilizaba con frecuencia y gran número de habitantes del país se suicidaron. Este estado de cosas no mejoró con Poncio Pilatos, que presidió en calidad de procurador de Judea de 26 a 36 dC. En contraste con los retratos bíblicos de Pilatos, los testimonios que existen indican que era un hombre cruel y corrompido, que no se limitó a perpetuar los abusos cometidos por sus antecesores, sino que los intensificó. Por tanto, resulta aún más sorprendente —al menos a primera vista— que en los evangelios no se encuentre ninguna crítica de Roma, ninguna mención siquiera del peso del yugo romano. De hecho, las crónicas de los evangelios sugieren que los habitantes de Judea eran personas plácidas que estaban satisfechas de su suerte.

La realidad era que muy pocas personas se sentían satisfechas y que gran número de ellas distaban mucho de ser plácidas. Los judíos que a la sazón vivían en Tierra Santa se dividían en varias sectas y subsectas. Estaban, por ejemplo, los saduceos, reducida pero acaudalada clase terrateniente que, ante la indignación de sus compatriotas, colaboraban, como Quisling, con los romanos; los fariseos, grupo progresista que introdujo muchas reformas en el judaísmo y que, a pesar del retrato que de ellos hacen los evangelios, se opusieron acérrimamente, aunque de forma principalmente pasiva, a Roma; los esenios, secta austera, de orientación mística, cuyas enseñanzas predominaban e influían mucho más de lo que se reconoce o supone generalmente. Entre las sectas y subsectas más pequeñas había muchas cuyo carácter preciso se perdió hace mucho tiempo y que, por ende, son difíciles de definir. No obstante, merece la pena citar a los nazaritas, secta a la que Sansón había pertenecido siglos antes y que aún existía en tiempos de Jesús. Y también hay que citar a los nazareos o nazarenos, término que, a lo que parece, se aplicaba a Jesús y sus discípulos. De hecho, la versión original griega del Nuevo Testamento llama a Jesús «Jesús el nazareno», que se traduce mal por «Jesús de Nazaret». «Nazareno», en resumen, es una palabra específicamente sectaria y no tiene nada que ver con Nazaret.

Había también muchos más grupos y sectas, uno de los cuales demostró tener una importancia especial para nuestra investigación. En el año 6 de nuestra era, cuando Roma asumió el control directo de Judea, un rabino fariseo llamado Judas de Galilea había creado un grupo revolucionario muy fanático integrado, al parecer, tanto por fariseos como por esenios. A los miembros de este grupo se les dio el nombre de «zelotes». Hablando en rigor, no eran una secta. Más bien eran un movimiento cuyos miembros se reclutaban entre los adeptos de diversas sectas. En tiempos de la misión de Jesús los zelotes desempeñaban ya un papel muy destacado en los asuntos de Tierra Santa. Sus actividades formaron quizás el telón de fondo político más importante del drama de Jesús. Mucho tiempo después de la crucifixión, la actividad de los zelotes continuaba sin haber disminuido. En 44 dC esta actividad se había intensificado tanto que parecía inevitable que se produjera algún tipo de lucha armada. En 66 dC estalló tal lucha, pues la totalidad de Judea protagonizó una revuelta organizada contra Roma. Fue un conflicto desesperado, tenaz pero esencialmente fútil, que en ciertos aspectos recuerda, pongamos por caso, la rebelión de Hungría en 1956. Sólo en Cesárea 20.000 judíos perecieron a manos de los romanos. En el plazo de cuatro años las legiones romanas ocuparon Jerusalén, arrasando la ciudad y saqueando el templo. A pesar de ello, la fortaleza de Masada resistió en las montañas durante tres años más, bajo el mando de un descendiente por línea directa de Judas de Galilea.

Las secuelas de la revuelta de Judea fueron, entre otras, un éxodo masivo de judíos de Tierra Santa. Sin embargo, quedaron los suficientes para fomentar otra rebelión alrededor de setenta años después, en 132 dC. Por fin, en 135, el emperador Adriano decretó que todos los judíos fuesen expulsados de Judea, y Jerusalén se convirtió esencialmente en una ciudad romana. Fue rebautizada con el nombre de Aelia Capitolina.

La vida de Jesús abarcó aproximadamente los primeros treinta y cinco años del turbulento período que duró 140. La turbulencia no acabó al morir Jesús, sino que se prolongó durante otro siglo. Y engendró los aditamentos psicológicos y culturales que inevitablemente acompañan a semejantes actos de desafío sostenido contra el opresor. Uno de tales aditamentos era la esperanza y el anhelo de que llegara un mesías que liberase a su pueblo del yugo del tirano. Si el término «mesías» fue aplicado de forma específica y exclusiva a Jesús, fue sólo a causa de un accidente histórico y semántico.

Los contemporáneos de Jesús jamás habrían considerado a un mesías como divino. A decir verdad, la idea misma de un mesías divino hubiese sido absurda por no decir impensable. La palabra griega que significa «mesías» es «Cristo» o «Cristos». El término —sea en hebreo o en griego— significaba simplemente «el ungido» y generalmente se refería a un rey. Así, David, al ser ungido rey en el Antiguo Testamento, se convirtió de modo muy explícito en un «mesías» o «Cristo». Y todos los reyes subsiguientes de la casa de David serían designados con el mismo título. Incluso durante la ocupación de Judea por los romanos al sumo sacerdote, que era nombrado por los romanos, se le llamaba el «mesías sacerdote» o el «Cristo sacerdote».[6]

Sin embargo, para los zelotes, así como para otros enemigos de Roma, este sacerdote marioneta era necesariamente un «falso mesías». Para ellos un «verdadero mesías» era algo muy distinto: el legítimo roi perdu o «rey perdido», el descendiente desconocido de la casa de David que liberaría a su pueblo de la tiranía romana. Durante la vida de Jesús la anticipación de la llegada de tal mesías alcanzó una intensidad que lindaba con la histeria de masas. Y esta anticipación continuó después de la muerte de Jesús. De hecho, la revuelta de 66 dC fue propiciada en gran parte por la agitación y la propaganda de los zelotes en nombre de un mesías cuyo advenimiento, según se decía, era inminente.

Así pues, el término «mesías» no entrañaba nada divino. Definido con rigor, no significaba nada más que un rey ungido; y en la mente del pueblo llegó a significar un rey ungido que sería también un liberador. Dicho de otro modo, era un término con connotaciones específicamente políticas, algo muy distinto de la posterior idea cristiana de un «Hijo de Dios». Fue este término mundanal y político el que se aplicó a Jesús. Le llamaban «Jesús el Mesías» o —traducido al griego— «Jesús el Cristo». Sólo más tarde se contrajo esta designación en «Jesucristo», con lo que un título puramente funcional se transformó en un nombre propio.

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