Los escritos gnósticos
A la revuelta de 66-74 dC le siguió otra insurrección importante al cabo de unos sesenta años, entre 132 y 135. A consecuencia de estos nuevos disturbios, todos los judíos fueron expulsados oficialmente de Jerusalén, que se convirtió en una ciudad romana. Pero ya en tiempos de la primera revuelta había comenzado la historia a correr un velo sobre los acontecimientos de Tierra Santa, y virtualmente no existen testimonios durante otros dos siglos. De hecho, el período no deja de parecerse a Europa en diversos momentos de la llamada «edad de las tinieblas». Con todo, se sabe que numerosos judíos permanecieron en el país, aunque fuera de Jerusalén. Lo mismo hicieron algunos cristianos. Y había incluso una secta de judíos, los llamados «ebionitas», que, si bien permanecieron generalmente fieles a su fe, al mismo tiempo veneraban a Jesús como profeta, aunque un profeta mortal.
Sin embargo, el espíritu verdadero tanto del judaísmo como del cristianismo se alejó de Tierra Santa. La mayoría de la población judía de Palestina se dispersó en una diáspora como la que tuviera lugar unos setecientos años antes, cuando Jerusalén cayó en poder de los babilonios. Y el cristianismo, de modo parecido, empezó a migrar a otros puntos del globo: Asia Menor, Grecia, Roma, la Galia, Inglaterra, el norte de África. No es extraño que empezaran a salir crónicas contradictorias de lo que había sucedido en 33 dC o alrededor de tal fecha, crónicas que aparecieron en todo el mundo civilizado. Y, a pesar de los esfuerzos de Clemente de Alejandría, Ireneo y otros, estas crónicas —que fueron declaradas oficialmente «herejías»— continuaron floreciendo. Sin duda varias de ellas nacieron de alguna clase de conocimiento de primera mano que conservaban los judíos devotos y los grupos como los ebionitas, judíos que se habían convertido a una y otra forma de cristianismo. Otras crónicas se basaban patentemente en leyendas y rumores, en una amalgama de creencias del momento, como, por ejemplo, las tradiciones mistéricas egipcia, helenística y mitraica. Fuesen cuales fueren sus fuentes específicas, sembraron mucha inquietud entre los «partidarios del mensaje», la ortodoxia incipiente que trataba de consolidar su posición.
Escasea la información sobre las primeras «herejías». Lo que sabemos de ellas procede en gran parte de los ataques de sus oponentes, lo cual, naturalmente, proporciona una visión deformada, como, por ejemplo, la visión que obtendríamos de la resistencia francesa si nos basáramos en los documentos de la Gestapo. En conjunto, sin embargo, parece que los primeros «herejes» veían a Jesús de una de dos maneras. Para algunos era un dios en toda la regla, con pocos atributos humanos, si es que tenía alguno. Otros le tenían por un profeta mortal que, en esencia, no era distinto de, por ejemplo, Buda o, medio milenio después, Mahoma.
Entre los primeros heresiarcas uno de los más importantes fue Valentín, que nació en Alejandría y pasó la última parte de su vida (136-165 dC) en Roma. En su tiempo Valentín gozó de una influencia extraordinaria y entre sus seguidores se contaban hombres como Ptolomeo. Valentín, que decía estar en posesión de un conjunto de «enseñanzas.
Secretas» de Jesús, rehusó someterse a la autoridad de Roma, alegando que la gnosis personal disfrutaba de precedencia sobre cualquier jerarquía externa. Como era de esperar, Valentín y sus partidarios fueron blanco de las peores diatribas de Ireneo.
Lo mismo le ocurrió a Marción, rico magnate naviero y obispo que llegó a Roma alrededor de 140 y fue excomulgado cuatro años después. Marción proponía una distinción radical entre la «ley» y el «amor», que él asociaba con el Antiguo y con el Nuevo Testamento respectivamente; algunas de las ideas marcionistas volvieron a aflorar a la superficie al cabo de mil años en obras como el Perlesvaus. Marción fue el primer escritor que recopiló una lista canónica de libros bíblicos, lista que, en su caso, excluía la totalidad del Antiguo Testamento. Fue en respuesta directa a Marción que Ireneo recopiló su lista canónica, la que sería base de la Biblia tal como la conocemos hoy.
El tercer heresiarca del período —y en muchos sentidos el más intrigante— fue Basílides, erudito alejandrino que escribió entre 120 y 130 dC Basílides estaba versado tanto en las escrituras hebreas como en los evangelios cristianos. También estaba empapado de pensamiento egipcio y helenístico. Se supone que escribió no menos de veinticuatro comentarios sobre los evangelios. Según Ireneo, Basílides promulgaba una herejía sumamente odiosa. Afirmaba que la crucifixión fue un fraude, que Jesús no murió en la cruz y que un sustituto —Simón de Cirene— ocupó su lugar.[19] Semejante afirmación parece estrafalaria. Y, pese a ello, ha demostrado tener una persistencia y una tenacidad extraordinarias. En el siglo VII el Corán todavía afirmaba precisamente el mismo argumento: que un sustituto —Simón de Cirene, según la tradición— ocupó el lugar de Jesús en la cruz.[20] Y el mismo argumento lo defendía el sacerdote de quien recibimos la carta misteriosa que comentamos en el capítulo 1, la carta que aludía a «pruebas irrefutables» de una sustitución.
Si hubo una región en la que las primeras herejías arraigaron más que en otras, esa región fue Egipto, sobre todo Alejandría: la ciudad más culta y cosmopolita del mundo en aquella época, la segunda en importancia del imperio romano y depositaria de una sorprendente variedad de fes, enseñanzas y tradiciones. A raíz de las dos revueltas de Judea, Egipto demostró ser el refugio más accesible tanto para los fugitivos judíos como para los cristianos, que acudieron en gran número a Alejandría. No era extraño, pues, que Egipto brindase las pruebas más concluyentes en apoyo de nuestra hipótesis. Estas pruebas se encontraban en los llamados «Evangelios gnósticos» o, para ser más exactos, los «papiros de Naj’Hammadi».
En diciembre de 1945 un campesino egipcio, mientras excavaba en busca de un suelo blando y fértil, cerca del poblado de Naj’Hammadi, en el Alto Egipto, exhumó una vasija de arcilla roja. Resultó que en su interior había trece códices —libros de papiro o manuscritos— encuadernados en piel. Sin darse cuenta de la magnitud del descubrimiento, el campesino y su familia utilizaron algunos de los códices para alimentar el fuego. A la larga, sin embargo, los restantes códices llamaron la atención de los expertos; y uno de ellos, sacado clandestinamente de Egipto, fue ofrecido en venta en el mercado negro. Parte de este códice, que fue adquirido por la Fundación C. G. Jung, demostró contener el ahora famoso evangelio de Tomás.
Mientras tanto, el gobierno egipcio nacionalizó el resto de la colección de Naj’Hammadi en 1952. Con todo, hasta 1961 no se reunió un equipo internacional de expertos con el fin de copiar y traducir todo el material encontrado. En 1972 apareció el primer volumen de la edición fotográfica. Y en 1977 apareció toda la colección de papiros traducidos al inglés por vez primera.
Los papiros de Naj’Hammadi son una colección de textos bíblicos, de índole esencialmente gnóstica, que datan, al parecer, de finales del siglo IV y principios del V: de alrededor de 400 dC Los papiros en cuestión son copias y los originales de los que fueron transcritos datan de mucho antes. Algunos de ellos —el evangelio de Tomás, por ejemplo, el evangelio de la Verdad y el evangelio de los Egipcios— son mencionados por los primeros padres de la Iglesia, tales como Clemente de Alejandría, Ireneo y Orígenes. Los eruditos modernos han establecido que algunos de los textos, si no todos, datan de 150 dC a lo sumo. Y puede que cuando menos uno de ellos incluya material mucho más antiguo que los cuatro evangelios clásicos del Nuevo Testamento.[21]
Tomada en su conjunto, la colección de Naj’Hammadi constituye un depósito valiosísimo de documentos del cristianismo primitivo, algunos de los cuales son tan autorizados como los evangelios. Lo que es más, algunos de estos documentos son de una veracidad única y propia. En primer lugar, se libraron de la censura y la revisión de la ortodoxia romana posterior. En segundo lugar, fueron escritos para un público egipcio y no para un público romano y, por consiguiente, no están tergiversados ni orientados a un público romanizado. Finalmente, es muy posible que se basen en fuentes de primera mano o en testigos oculares, o en ambas cosas a la vez: relatos orales de judíos que huyeron de Tierra Santa, por ejemplo, quizás incluso conocidos y colaboradores de Jesús, los cuales podían contar su historia con una fidelidad histórica que los evangelios no podían permitirse el lujo de conservar.
No es extraño que los papiros de Naj’Hammadi contengan numerosos pasajes que son contrarios a la ortodoxia y a los «partidarios del mensaje». En un códice que no lleva fecha, por ejemplo, el Segundo Tratado del Gran Set, se pinta a Jesús exactamente del mismo modo que en la herejía de Basílides: librándose de morir en la cruz gracias a una ingeniosa sustitución. En el siguiente extracto Jesús habla en primera persona:
No sucumbí ante ellos como ellos habían planeado… Y no morí en realidad, sino en apariencia, no fuera a ser avergonzado por ellos… Pues mi muerte que ellos creen que sucedió [les sucedió] a ellos en su error y ceguera, toda vez que clavaron a su hombre hasta su muerte… Fue otro, su padre, quien bebió la hiel y el vinagre; no fui yo. Me golpearon con caña; fue otro, Simón, quien llevó la cruz sobre sus hombros. Fue otro a quien colocaron la corona de espinas… Y yo me estaba riendo de su ignorancia.[22]
Con una constancia convincente, ciertas obras de la colección de Naj’Hammadi atestiguan la existencia de una disputa encarnizada y continua entre Pedro y la Magdalena, una disputa que parece reflejar un cisma entre los «partidarios del mensaje» y los partidarios de la estirpe. Así, en el evangelio de María, Pedro se dirige a la Magdalena del modo siguiente: «Hermana, sabemos que el Salvador te amaba más que al resto de las mujeres. Dinos las palabras del Salvador que recuerdes… que tú sabes pero nosotros no».[23] Más adelante Pedro pregunta con indignación a los demás discípulos: «¿Habló realmente en privado con una mujer y no abiertamente con nosotros? ¿Debemos volvernos todos y escucharla a ella? ¿La prefirió a nosotros?».[24] Y aún más adelante uno de los discípulos contesta a Pedro: «Seguramente el Salvador la conoce muy bien. Por eso la amaba más que a nosotros».[25]
A juzgar por el evangelio de Felipe, las razones de esta disputa son bastante obvias. Hay, por ejemplo, un énfasis repetido en la imagen de la cámara nupcial. Según el evangelio de Felipe, «el Señor lo hizo todo en un misterio, un bautismo y un crisma y una eucaristía y una redención y una cámara nupcial».[26] Hay que reconocer que, a primera vista, la cámara nupcial podría parecer algo simbólico o alegórico. Pero el evangelio de Felipe es más explícito: «Había tres que caminaban siempre con el Señor; María su madre y su hermana y Magdalena, la que era llamada su compañera».[27] Según un erudito, la palabra «compañera» debe traducirse por «esposa».[28] Hay ciertamente motivos para traducirla así, pues el evangelio de Felipe se hace aún más explícito:
Y la compañera del Salvador es María Magdalena. Pero Cristo la amaba más que a todos los discípulos y solía besarla en la boca a menudo. El resto de los discípulos se ofendían por ello y expresaban desaprobación. Le decían: «¿Por qué la amas más que a todos nosotros?». El Señor les contestaba diciendo: «¿Por qué no os amo a vosotros como a ella?».[29]
El evangelio de Felipe se extiende sobre el asunto: «No temas a la carne ni la ames. Si la temes, ganará dominio sobre ti. Si la amas, te tragará y paralizará».[30] En otro punto esta ampliación del tema se traduce en términos concretos: «¡Grande es el misterio del matrimonio!».[31] Y hacia el final del evangelio de Felipe encontramos la siguiente afirmación: «Está el Hijo del hombre y está el hijo del Hijo del hombre. El Señor es el Hijo del hombre y el hijo del Hijo del hombre es aquel que es creado a través del Hijo del hombre».[32]