4. Documentos secretos

La confirmación de que existía una tercera orden —una orden que estaba detrás tanto de los templarios como de los cistercienses— se nos echó encima. Al principio, sin embargo, nos costó tomarla en serio. Parecía salir de una fuente demasiado insegura, demasiado vaga y nebulosa. Mientras no pudiéramos verificar su autenticidad, tampoco podríamos dar crédito a sus afirmaciones.

En 1956 empezaron a aparecer en Francia una serie de libros, artículos, opúsculos y otros documentos relativos a Bérenger Sauniére y al enigma de Rennes-le-Château. Esta clase de material ha seguido proliferando de forma continua y actualmente es muy voluminoso. De hecho, se ha convertido en la base de una verdadera «industria». Y su misma cantidad, así como el esfuerzo y los recursos que se han dedicado a producirlo y diseminarlo, atestigua implícitamente la existencia de algo cuya importancia es inmensa pero todavía inexplicada.

No es extraño que el asunto haya servido para despertar el apetito de numerosos investigadores independientes como nosotros mismos, cuyas obras han engrosado el material ya disponible. Sin embargo, parece ser que el material inicial salió de una sola fuente concreta. Es obvio que alguien tiene interés en «promover» Rennes-le-Château, en llamar la atención del público sobre la historia, en generar publicidad y nuevas investigaciones. Consista en lo que consista, no parece que dicho interés sea de índole económica. Por el contrario, diríase más bien que se trata de propaganda, una propaganda que dé credibilidad a algo. Y sean quienes sean los individuos responsables de dicha propaganda, lo cierto es que se han esforzado por arrojar luz sobre ciertos aspectos al mismo tiempo que ellos se mantienen escrupulosamente en la sombra.

Desde 1956 cierta cantidad de material pertinente ha sido «filtrado» de forma deliberada y sistemática, poco a poco, fragmento a fragmento. La mayoría de dichos fragmentos pretenden haber salido, implícita o explícitamente, de alguna fuente «privilegiada» o «confidencial». La mayoría de ellos contienen información que complementa lo que ya se sabía y que, por ende, es una pieza más del rompecabezas total. Sin embargo, ni la importancia ni el significado de dicho rompecabezas han sido aclarados. En vez de ello, cada nuevo fragmento de información ha contribuido a intensificar más que a esclarecer el misterio. El resultado ha sido una red cada vez mayor de alusiones seductoras, de insinuaciones provocativas, de referencias y conexiones sugerentes. Es muy posible que al enfrentarse a la mezcla de datos de que se dispone actualmente el lector tenga la sensación de que están jugando con él, de que de una manera ingeniosa y hábil se le lleva de una conclusión a otra por medio de sucesivas zanahorias que alguien cuelga delante de su nariz. Y debajo de todo ello está la insinuación constante y omnipresente de un secreto de proporciones monumentales y explosivas.

Desde 1956 se han empleado diversas formas de diseminar el material. Una de ellas han sido los libros populares, que incluso han alcanzado gran éxito de ventas. Son libros más o menos sensacionalistas, que se valen de medios más o menos crípticos para despertar la curiosidad del lector. Así, por ejemplo, Gérard de Sede ha producido una serie de obras sobre temas en apariencia tan divergentes como los cátaros, los templarios, la dinastía merovingia, los rosacruces, Sauniére y Rennes-le-Château. En estas obras el señor De Sede suele mostrarse socarrón, reservado, deliberadamente misterioso y coquetamente evasivo. En todo momento su tono da a entender que sabe más de lo que dice, lo que tal vez es un truco para disimular que no sabe tanto como pretende saber. Pero sus libros contienen detalles verificables en número suficiente para forjar un eslabón entre sus respectivos temas. Prescindiendo de la opinión que nos merezca Gérard de Sede, es innegable que consigue dejar bien sentado que los diversos temas que aborda están relacionados unos con otros.

Por otro lado, no pudimos evitar la sospecha de que la obra de Gérard de Sede se inspira en gran parte en la información que alguien le proporciona y, a decir verdad, él mismo reconoce más o menos que es así. Quiso la casualidad que nos enterásemos de quién era su informador. En 1971, cuando nos embarcamos en nuestra primera película sobre Rennes-le-Château para la BBC, escribimos al editor parisiense de Gérard de Sede pidiéndole cierto material visual. Al cabo de unos días recibimos las fotografías que habíamos pedido. En el dorso de cada una de ellas aparecía el nombre «Plantard». Por aquel entonces este nombre no significaba nada para nosotros. Pero el apéndice de uno de los libros de monsieur De Sede consistía en una entrevista con un tal Pierre Plantard. Y más adelante nos enteramos de que Pierre Plantard había tenido que ver con ciertas obras de Gérard de Sede. Poco a poco, en el curso de nuestras pesquisas, Pierre Plantard empezó a imponerse como una de las figuras dominantes.

La información diseminada desde 1956 no siempre ha aparecido en libros tan populares y accesibles como los de Gérard de Sede. Parte de ella se ha publicado en gruesos volúmenes, amedrentadores e incluso pedantescos, diametralmente opuestos al estilo periodístico del señor De Sede. Una de tales obras fue producida por René Descadeillas, ex director de la biblioteca municipal de Carcasona. El libro de este autor hace grandes esfuerzos por evitar el sensacionalismo. Trata de la historia de Rennes-le-Château y sus alrededores y contiene una plétora de pequeños detalles de índole social y económica: por ejemplo, los nacimientos, muertes, matrimonios, finanzas, impuestos y obras públicas habidos entre los años 1730 y 1820.[1] En conjunto, no podría ser más diferente de los libros producidos en serie por Gérard de Sede, libros a los que Descadeillas hace objeto de duras críticas en otra parte.[2]

Además de los libros editados, algunos de ellos por sus propios autores, han aparecido diversos artículos en periódicos y revistas. También se han publicado entrevistas con varios individuos que afirman conocer una u otra faceta del misterio. Pero la información más interesante e importante no ha aparecido, en su mayor parte, en forma de libro, sino en documentos y opúsculos que no estaban destinados a circular entre el público. Muchos de estos documentos y opúsculos han sido objeto de ediciones limitadas y particulares que luego se han depositado en la Bibliothéque Nationale de París. Al parecer, se han producido de una forma barata. De hecho, algunos no son más que páginas mecanografiadas, impresas en «offset» y reproducidas mediante una máquina multicopista de oficina. Más aún que las obras que se encuentran en el mercado, esta serie de publicaciones efímeras parece haber salido de la misma fuente. Mediante crípticos comentarios y notas a pie de página sobre Sauniére, Rennes-le-Château, Poussin, la dinastía merovingia y otros temas, cada una de ellas complementa, amplía y confirma las demás. En la mayoría de los casos no se sabe a ciencia cierta quién es él autor, ya que éste emplea varios seudónimos transparentes e incluso «ingeniosos»: Madeleine Blancassal, por ejemplo, Nicolás Beaucéan, Jean Delaude y Antoine l’Ermite. «Madeleine», por supuesto, se refiere a Marie-Madeleine, la Magdalena, a la que está dedicada la iglesia de Rennes-le-Château y a la que Sauniére consagró su torre, la Tour Magdala. «Blancassal» es la combinación de los nombres de dos riachuelos que convergen cerca del pueblo de Rennes-les-Bains: el Blanque y el Sais. «Beaucéan» es una variante de «Beauséant», grito y estandarte de batalla oficiales de los caballeros templarios. «Jean Delaude» es «Jean de l’Aude» o «Juan de la Aude», departamento donde se halla situado Rennes-le-Château. Y «Antoine l’Ermite» es san Antonio el Ermitaño, cuya estatua adorna la iglesia de Rennes-le-Château y cuya festividad es el 17 de enero, la fecha que aparece en la lápida sepulcral de Mane de Blanchefort y la fecha en que Sauniére sufrió la apoplejía que acabó con él.

La obra atribuida a Madeleine Blancassal se titula Les descendants mérovingiens et l’enigme du Razés wisigoth («Los descendientes merovingios y el enigma del Razés visigodo»): Razés es el nombre antiguo de la región de Sauniére. Según la portada, esta obra se publicó inicialmente en alemán y luego fue traducida al francés por Walter Celse-Nazaire, otro seudónimo formado con los nombres de los santos Celse y Nazaire, a quienes está dedicada la iglesia de Rennes-les-Bains. Y también según la portada, la obra la publicó la Grande Loge Alpina, la suprema logia masónica de Suiza, es decir, el equivalente suizo de la Grand Lodge de Gran Bretaña o del Gran Oriente de Francia. No hay ninguna indicación sobre el motivo por el cual una logia masónica moderna se interesa tanto por el misterio que envuelve a un oscuro sacerdote francés del siglo XIX y a la historia de su parroquia hace un milenio y medio. Tanto uno de nuestros colegas como un investigador independiente interrogaron a los oficiales de la Alpina. Éstos negaron todo conocimiento, no sólo de la publicación de la obra, sino también de su existencia. Sin embargo, un investigador independiente afirma que vio con sus propios ojos un ejemplar de la obra en las estanterías de la biblioteca de la Alpina.[3] Y más adelante descubrimos que el pie de imprenta de la Alpina aparecía también en otros dos opúsculos.

De todos los documentos publicados privadamente y depositados en la Bibliothéque Nationale, el más importante es una recopilación de escritos cuyo título colectivo es Dossiers secrets («Dossiers secretos»). Esta recopilación, cuyo número de catálogo es el 4.° lm 249, es ahora una ficha en «microfilm». Sin embargo, hasta hace poco era un volumen delgado y de aspecto vulgar, una especie de carpeta con tapas rígidas que contenía una mezcla de ítems sueltos sin relación aparente entre ellos: recortes de prensa, cartas pegadas en láminas de refuerzo, opúsculos, numerosos árboles genealógicos y alguna que otra página impresa que, al parecer, había sido extraída de alguna obra. Periódicamente se sacaba de la carpeta alguna de las páginas. En otros momentos se metían en ella páginas nuevas. En ciertas páginas a veces se hacían añadiduras y correcciones a mano, con una letra minúscula. En fecha posterior estas páginas eran sustituidas por otras, impresas, que incluían todas las enmiendas anteriores.

El grueso de los Dossiers, que consiste en árboles genealógicos, se atribuye a un tal Henri Lobineau, cuyo nombre aparece en la portada. Dos ítems complementarios que hay en la carpeta declaran que Henri Lobineau es un seudónimo más —que quizá se deriva de la Rué Lobineau, que pasa por delante de Saint Sulpice en París— y que las genealogías son en realidad obra de un hombre llamado Leo Schidlof, historiador y anticuario austriaco que, al parecer, vivía en Suiza y murió en 1966. Basándonos en esta información, decidimos averiguar lo que pudiéramos acerca de Leo Schidlof.

En 1978 conseguimos localizar a su hija, que vivía en Inglaterra. Nos dijo que su padre era en verdad austriaco. Sin embargo, no era genealogista, historiador o anticuario, sino experto y comerciante en miniaturas, tema sobre el que había escrito dos libros. En 1948 se había afincado en Londres, donde viviría hasta su muerte, acaecida en Viena en 1966, el año y el lugar que se indican en los Dossiers Secrets.

La señorita Schidlof dijo con vehemencia que a su padre nunca le habían interesado las genealogías, la dinastía merovingia o los misteriosos sucesos del sur de Francia. Y, pese a ello, agregó, era obvio que ciertas personas creían lo contrario. Durante el decenio de 1960, por ejemplo, el señor Schidlof había recibido numerosas cartas y llamadas telefónicas de individuos no identificados, tanto de Europa como de los Estados Unidos, que deseaban verle para hablar de cosas de las que él no tenía la menor idea. Con motivo de su muerte en 1966 hubo otro diluvio de mensajes, la mayoría de ellos interesándose por sus papeles.

Fuese cual fuese el asunto en el que sin querer se había visto envuelto el padre de la señorita Schidlof, parecía haber tocado una cuerda sensible del gobierno de los Estados Unidos. En 1946 —un decenio antes de la supuesta fecha en que se recopilaron los Dossiers secrets— Leo Schidlof solicitó un visado para entrar en los Estados Unidos. La solicitud le fue denegada alegando que era sospechoso de espionaje o de algún otro tipo de actividad clandestina. Parece ser que a la larga se resolvió el problema y Leo Schidlof, provisto del oportuno visado, pudo entrar en los Estados Unidos. Es posible que el problema se redujera a una típica confusión burocrática. Pero la señorita Schidlof parecía sospechar que tenía alguna relación con las preocupaciones arcanas que de forma tan desconcertante se atribuían a su padre.

La historia de la señorita Schidlof nos dio que pensar. La denegación de un visado por los norteamericanos podía muy bien ser algo más que una coincidencia, pues entre los papeles de los Dossiers secrets había alusiones que vinculaban el nombre de Leo Schidlof con alguna forma de espionaje internacional. Mientras tanto, sin embargo, en París había aparecido un nuevo panfleto que durante los meses siguientes fue confirmado por otras fuentes. Según dicho panfleto, el escurridizo Henri Lobineau no era Leo Schidlof, después de todo, sino un aristócrata francés de linaje distinguido: el conde Henri de Lénoncourt.

La verdadera identidad de Lobineau no era el único enigma relacionado con los Dossiers secrets. Había también un ítem que aludía a «la cartera de piel de Leo Schidlof». Esta cartera contenía supuestamente cierto número de papeles secretos relacionados con Rennes-le-Château entre 1600 y 1800. Poco después de la defunción de Schidlof, la cartera, según se decía, había pasado a manos de un correo, un tal Fakhar ul Islam, quien en febrero de 1967 se reuniría en la Alemania Oriental con un «agente delegado por Ginebra» al que confiaría la cartera. Sin embargo, antes de que pudiera efectuarse la transacción, el tal Fakhar ul Islam fue expulsado de la Alemania Oriental y volvió a París «en espera de nuevas órdenes». El 20 de febrero de 1967 su cuerpo fue hallado en la vía del ferrocarril cerca de Melun: lo habían arrojado desde el expreso París-Ginebra. Al parecer, la cartera se había evaporado.

Decidimos comprobar esta truculenta historia en la medida de lo posible. Una serie de artículos publicados por la prensa francesa el 21 de febrero confirmaron la mayor parte de la misma.[4] En efecto, habían encontrado un cuerpo decapitado en la vía del tren cerca de Melun. Fue identificado como el de un joven paquistaní llamado Fakhar ul Islam. Por motivos que aún no estaban claros, el muerto había sido expulsado de la Alemania Oriental y viajaba de París a Ginebra dedicado, al parecer, a alguna forma de espionaje. Según los artículos de la prensa, las autoridades sospechaban que se trataba de un acto criminal, y el asunto era investigado por el DST (Directorio de Vigilancia Territorial, es decir, el servicio de contraespionaje).

Por otro lado, los periódicos no decían nada sobre Leo Schidlof, una cartera de piel o alguna otra cosa que pudiera relacionar el suceso con el misterio de Rennes-le-Château. A resultas de ello, nos vimos ante una serie de interrogantes. Por un lado, era posible que la muerte de Fakhar ul Islam tuviera que ver con Rennes-le-Château, que el ítem de los Dossiers secrets procediera, de hecho, de «información confidencial» inaccesible a la prensa. Por otro lado, el citado ítem podía ser una mistificación deliberada y espuria. Lo único que se necesitaba era encontrar una muerte inexplicable o sospechosa y atribuirla al asunto que uno escogiera. Pero, si efectivamente era eso, ¿cuál era el propósito de todo ello? ¿Por qué iba alguien a crear una atmósfera de intrigas siniestras en torno a Rennes-le-Château? ¿Qué beneficio podía sacarse de la creación de tal atmósfera? ¿Y quién podía ser el beneficiario?

Estos interrogantes nos desconcertaban todavía más a causa del hecho de que, al parecer, la muerte de Fakhar ul Islam no era un suceso aislado. Aún no había transcurrido un mes cuando otra obra impresa por algún particular fue depositada en la Bibliothéque Nationale. Se titulaba La serpent rouge («La serpiente roja») y llevaba una fecha simbólica y significativa: 17 de enero. La portada la atribuía a tres autores: Pierre Feugére, Louis Saint-Maxent y Gastón de Koker.

La serpent rouge es una obra singular. Contiene una genealogía merovingia y dos mapas de Francia en tiempos de los merovingios, junto con un comentario superficial. También contiene un plano de Saint Sulpice en París en el que aparecen delineadas las capillas de los diversos santos de la iglesia. Pero el grueso del texto consiste en 13 breves poemas en prosa de gran calidad literaria, muchos de los cuales recuerdan la obra de Rimbaud. Ninguno de estos poemas en prosa excede de un párrafo y cada uno de ellos corresponde a un signo del zodíaco: un zodíaco de trece signos, con el decimotercero, el Ofiuco o Serpentario, colocado entre Escorpión y Sagitario.

Los trece poemas en prosa, que están narrados en primera persona, son un tipo de peregrinación simbólica o alegórica que comienza con Acuario y termina con Capricornio, el cual, como dice explícitamente el texto, preside el 17 de enero. En el texto, que por lo demás es críptico, hay alusiones conocidas: a la familia Blanchefort, a las decoraciones de la iglesia de Rennes-le-Château, a algunas de las inscripciones de Sauniére que hay allí, a Poussin y al cuadro de «Les bergers d’Arcadie», al lema que aparece en la tumba: «Et in Arcadia Ego». En un punto se menciona una serpiente roja, «citada en los pergaminos», desenroscándose a través de los siglos: alusión explicita, al parecer, a una estirpe o linaje. Y para el signo astrológico de Leo hay un párrafo enigmático que vale la pena citar entero:

De ella a quien deseo liberar flota hacia mí la fragancia del perfume que impregna el Sepulcro. Antiguamente algunos la llamaban: ISIS, reina de todas las fuentes benévolas. VENID A MÍ TODOS LOS QUE SUFRÍS Y ESTÁIS AFLIGIDOS, Y YO OS DARÉ REPOSO. Para otros ella es MAGDALENA, del célebre vaso lleno de bálsamo curativo. Los iniciados conocen su verdadero nombre: NOTRE DAME DES CROSS.[5]

Las implicaciones de este párrafo son interesantísimas. Isis, por supuesto, es la Diosa Madre egipcia, patrona de los misterios, la «Reina Blanca» en sus aspectos benévolos, la «Reina Negra» en los malévolos. Numerosos escritores sobre mitología, antropología, psicología y teología han seguido el culto de la Diosa Madre desde los tiempos paganos hasta la época cristiana. Y, según dichos escritores, la diosa sobrevivió bajo el cristianismo disfrazada de Virgen María: la «Reina del Cielo», como la llamó san Bernardo, designación que en el Antiguo Testamento se aplica a la Diosa Madre Astarté, la equivalente fenicia de Isis. Pero, según el texto de La serpent rouge, la Diosa Madre del cristianismo no parece ser la Virgen. Al contrario, parece ser la Magdalena, a quien está dedicada la iglesia de Rennes-le-Château y a quien Sauniére consagró su torre. Además, el texto parece dar a entender que tampoco «Notre Dame» se refiere a la Virgen. Ese título resonante, que se confiere a todas las grandes catedrales de Francia, también parecería referirse a la Magdalena. Pero, ¿por qué iba la Magdalena a ser venerada como «Nuestra Señora» y, más aún, como una Diosa Madre? La maternidad es lo último que por lo general se relaciona con la Magdalena. Ésta, en la tradición cristiana popular, es una prostituta que encuentra la redención colocándose de aprendiza con Jesús. Y figura de forma harto notable en el cuarto evangelio, donde es la primera persona que ve a Jesús después de la resurrección. Por consiguiente, es ensalzada como santa, especialmente en Francia, adonde, según las leyendas medievales, llevó el Santo Grial. Y, de hecho, el «vaso lleno de bálsamo curativo» bien podría ser una manera de referirse al Grial. Pero colocar a la Magdalena en el lugar que suele reservarse para la Virgen parecería cuando menos una herejía.

Cabría suponer inmediatamente Fuera cual fuese su intención, los autores de La serpent rouge —mejor dicho, los supuestos autores— corrieron una suerte tan horrible como Fakhar ul Islam. El 6 de marzo de1967 Louis Saint-Maxent y Gastón de Koker fueron encontrados ahorcados. Y al día siguiente, el 7 de marzo, Pierre Feugére también apareció colgado.

Parecía que estas muertes tenían algo que ver con la redacción y publicación de La serpent rouge. Al igual que en el caso de Fakhar ul Islam, sin embargo, no podíamos descartar otra explicación. Si se desea crear un aura de misterio siniestro, ello es bastante fácil. Lo único que se necesita es leer atentamente los periódicos hasta dar con una muerte sospechosa o, en este caso, tres muertes sospechosas. Una vez encontradas, se ponen los nombres de los difuntos en un opúsculo escrito por uno mismo y se deposita el opúsculo en la Bibliothéque Nationale, con una fecha anterior (17 de enero) en la portada. Sería virtualmente imposible denunciar el engaño, que, desde luego, produciría la deseada impresión de tratarse de un hecho criminal. Pero, ¿para qué perpetrar semejante engaño? ¿Por qué desearía alguien crear un aura de violencia, asesinato e intriga? Lejos de desalentar a los investigadores, una estratagema semejante los atraería aún más.

Por otra parte, si no nos encontrábamos ante un engaño, había aún cierto número de cuestiones desconcertantes. ¿Debíamos creer, por ejemplo, que los tres ahorcados se habían suicidado o, por contra, que eran víctimas de otros tantos asesinatos? Dadas las circunstancias, un suicidio tendría poco sentido. Y un asesinato poco más tendría. Era posible comprender que se hubiese despachado a tres personas para impedir que divulgasen alguna información explosiva. Pero en este caso la información ya había sido divulgada, ya estaba depositada en la Bibliothéque Nationale. ¿Habrían sido los asesinatos —si es que se trataba de tal cosa— alguna forma de castigo, de desquite? ¿O eran tal vez el medio de impedir nuevas indiscreciones? Ninguna de estas explicaciones es satisfactoria. Si alguien monta en cólera porque se ha revelado determinada información, o si alguien desea impedir más revelaciones, no llama la atención sobre el asunto cometiendo un trío de asesinatos horripilantes y sensacionales a menos que se sienta razonablemente seguro de que no habrá una investigación muy asidua.

Por suerte, nuestras propias aventuras durante la investigación fueron menos dramáticas, pero igualmente desconcertantes. Habíamos encontrado, por ejemplo, repetidas alusiones a una obra de un tal Antoine Ermite titulada Un trésor mérovingien á Rennes-le-Château («Un tesoro merovingio en Rennes-le-Château»). Tratamos de localizar esta obra y no tardamos en hallarla en el catálogo de la Bibliothéque Nationale; pero resultó inusitadamente difícil de conseguir. Cada día, durante una semana, íbamos a la biblioteca y rellenábamos la ficha solicitando la obra. En cada ocasión nos devolvían la ficha con una palabra escrita en ella, «communiqué», para indicar que otra persona estaba utilizando la obra en cuestión. Esto no tenía nada de extraño.

Pero al cabo de una quincena sí empezó a tenerlo y también a resultar exasperante, toda vez que no podíamos quedarnos mucho tiempo en París. Pedimos ayuda a un bibliotecario. Nos dijo que el libro estaría «communiqué» durante tres meses —lo cual era una situación extremadamente insólita— y que no podíamos encargarlo por adelantado.

Al cabo de poco tiempo, ya en Inglaterra, una amiga nuestra anunció que se iba de vacaciones a París. Le pedimos que tratara de obtener la escurridiza obra de Antoine l’Ermite y cuando menos tomara nota de lo que contenía. Nuestra amiga fue a la Bibliothéque Nationale y solicitó el libro. A ella ni siquiera le devolvieron la ficha. Volvió a intentarlo al día siguiente y el resultado fue el mismo.

Cuando volvimos a París, unos cuatro meses más tarde, hicimos otro intento. De nuevo nos devolvieron la ficha con la palabra «communiqué». En aquel momento decidimos que aquello duraba ya demasiado y empezamos a jugar nuestro propio juego. Bajamos a la sala del catálogo, que es contigua a los «anaqueles», los cuales, huelga decirlo, no están al alcance del público. Encontramos a un ayudante de bibliotecario de edad avanzada y aspecto bondadoso y nos pusimos a interpretar el papel de turistas ingleses cuyos conocimientos de la lengua francesa hubieran avergonzado a un hombre de Neanderthal. Le pedimos que nos ayudara, explicándole que buscábamos determinada obra pero no conseguíamos obtenerla, sin duda a causa de nuestro conocimiento imperfecto de las normas de la biblioteca.

El bondadoso anciano accedió a ayudarnos. Le dimos el número de catálogo de la obra y él desapareció entre los «anaqueles». Cuando volvió dijo que lo sentía pero que no podía hacer nada: el libro había sido robado. Es más, añadió, al parecer el responsable del robo era una compatriota nuestra, una inglesa. Tras insistir un rato, consintió en darnos su nombre. ¡Era el de nuestra amiga!

Al volver a Inglaterra buscamos ayuda en el servicio bibliotecario de Londres, que se avino a investigar el extraño asunto. La National Central Library escribió en nombre nuestro a la Bibliothéque Nationale pidiendo explicaciones por lo que parecía una obstrucción premeditada de una investigación legítima. No se recibió ninguna explicación. Sin embargo, poco después nos fue enviada por fin una fotocopia de la obra de Antoine l’Ermite, junto con instrucciones terminantes de que la devolviéramos inmediatamente. Esto ya era extremadamente singular de por sí, ya que normalmente las bibliotecas no solicitan la devolución de las fotocopias. Por lo general, éstas acaban en la papelera.

La obra, cuando por fin llegó a nuestras manos, resultó muy decepcionante y apenas justificaba las complicadas gestiones que habíamos tenido que hacer para obtenerla. Al igual que la obra de Madeleine Blancassal, llevaba el pie de imprenta de la Grande Loge Alpina de Suiza. Pero no decía nada nuevo en ningún sentido. De forma muy breve recapitulaba la historia del conde de Razés, de Rennes-le-Château y de Bérenger Sauniére. En pocas palabras, refundía todos los detalles que conocíamos desde hacía ya tiempo. No podíamos imaginarnos por qué alguien había podido utilizarla y tenerla «communiqué» durante una semana entera. Ni podíamos explicarnos por qué se habían empeñado en negárnosla. Pero lo más intrigante de todo era que la obra en sí no era original. Con la excepción de unas cuantas palabras alteradas aquí y allí, era un texto literal, compuesto e impreso de nuevo, de un capítulo de un libro de bolsillo, un bestseller facilón que trataba de tesoros perdidos en todo el mundo y que podía comprarse por pocos francos en cualquier quiosco. O bien Antoine l’Ermite había plagiado descaradamente el libro publicado o éste había plagiado a Antoine l’Ermite.

Estas cosas son típicas de la mistificación que ha rodeado el material desde que en 1956 empezó a aparecer fragmento a fragmento en Francia. Otros investigadores han encontrado enigmas parecidos. Nombres en apariencia plausibles han resultado ser seudónimos. Direcciones, incluyendo las de editoriales y organizaciones, han resultado inexistentes. Se han citado alusiones a libros que, que nosotros sepamos, nadie ha visto jamás. Han desaparecido documentos; otros han sido alterados y otros, inexplicablemente, han sido mal catalogados en la Bibliothéque Nationale. A veces uno está tentado de sospechar que se trata de una broma pesada. Si es así, es una broma pesada a enorme escala y para la cual se ha utilizado una impresionante variedad de recursos, económicos y de otra índole. Y parece que el autor de dicha broma, sea quien sea, se la está tomando muy en serio.

Mientras tanto ha seguido apareciendo material nuevo en el que los temas de costumbre se repiten a guisa de leitmotiv: Sauniére, Rennes-le-Château, Poussin, «Les bergers d’Arcadie», los caballeros templarios, Dagoberto II y la dinastía merovingia. Alusiones a la viticultura —el cultivo de la vid— figuran de manera prominente, es de suponer que con algún sentido alegórico. Al mismo tiempo, se ha añadido más y más información. Un ejemplo de ella es la identificación de Henri Lobineau como el conde de Lénoncourt. Otro es una insistencia creciente pero no explicada en la importancia de la Magdalena. Y se han recalcado repetidamente otros dos lugares, que han asumido una categoría que en apariencia equivale a la de Rennes-le-Château. Uno de ellos es Gisors, fortaleza de Normandía que tuvo una importancia vital, tanto estratégica como política, en el apogeo de las cruzadas. El otro es Stenay, otrora llamado Satanicum, en el borde de las Ardenas, la antigua capital de la dinastía merovingia, cerca de la cual fue asesinado Dagoberto II en 679.

El material disponible actualmente no puede reseñarse ni comentarse como es debido en estas páginas. Es demasiado denso, demasiado confuso, demasiado inconexo y, sobre todo, demasiado copioso.

Pero de este cúmulo de información que no para de proliferar emergen algunos puntos clave que constituyen los cimientos de nuevas investigaciones. Se presentan como hechos históricos indiscutibles y es posible resumirlos de la siguiente manera:

1) Había una orden secreta detrás de los caballeros templarios, la cual creó a éstos como su brazo militar y administrativo. Esta orden, que ha funcionado bajo diversos nombres, recibe con mayor frecuencia el de la Prieuré de Sion («Priorato de Sion»).

2) La Prieuré de Sion ha sido dirigida por una sucesión de grandes maestres cuyos nombres se cuentan entre los más ilustres de la historia y la cultura occidentales.

3) Si bien los caballeros templarios fueron destruidos y disueltos entre 1307 y 1314, la Prieuré de Sion permaneció indemne. Aunque se vio desgarrada periódicamente por luchas sanguinarias entre distintas facciones, ha seguido funcionando a lo largo de los siglos. Actuando en la sombra, entre bastidores, ha orquestado ciertos acontecimientos críticos de la historia de Occidente.

4) La Prieuré de Sion existe y sigue funcionando hoy en día. Influye y participa en asuntos internacionales de alto nivel, así como en los asuntos internos de ciertos países europeos. En cierta medida significativa, es responsable de la información que se ha diseminado desde 1956.

5) El objetivo confesado y declarado de la Prieuré de Sion es la restauración de la dinastía y la estirpe merovingias en el trono, no sólo de Francia, sino también de otras naciones europeas.

6) La restauración de la dinastía merovingia está sancionada y es justificable, tanto legal como moralmente. Aunque depuesta en el siglo VIII, la estirpe merovingia no se extinguió. Por el contrario, se perpetuó en línea directa desde Dagoberto II y su hijo Sigisberto IV. A fuerza de alianzas dinásticas y matrimonios entre sus miembros, esta línea llegó a incluir a Godofredo de Bouillon, que en 1099 conquistó Jerusalén, y a otras varias familias nobles y reales, del pasado y del presente: Blanchefort, Gisors, Saint-Clair (Sinclair en Inglaterra), Montesquieu, Montpézat, Poher, Luisignan, Plantard y Habsburgo-Lorena. En la actualidad, la estirpe merovingia, goza de un derecho legítimo al patrimonio que le corresponde.

Aquí, en la llamada Prieuré de Sion, teníamos una posible explicación de la referencia a «Sion» que se hace en los pergaminos hallados por Sauniére. Y también aquí teníamos una explicación de las letras «P. S.», la curiosa firma que aparecía en uno de dichos pergaminos y en la lápida sepulcral de Mane de Blanchefort.

Sin embargo, sentíamos un gran escepticismo, como la mayoría de las personas, acerca de las «teorías de la historia basadas en la conspiración»; y la mayoría de las afirmaciones citadas se nos antojaban fuera de lugar, improbables o absurdas. Pero era innegable que ciertas personas continuaban promulgándolas y, además, con toda seriedad. Con toda seriedad, en efecto, y teníamos motivos para creer que desde posiciones de considerable poder. Y fuera cual fuese la veracidad de dichas afirmaciones, estaban claramente relacionadas con el misterio que envolvía a Sauniére y a Rennes-le-Château.

Por consiguiente, emprendimos un examen sistemático de lo que habíamos comenzado a llamar, irónicamente, los «documentos Prieuré», y de las afirmaciones que los mismos contenían. Procuramos someterlas a un meticuloso escrutinio crítico para determinar si había alguna forma de corroborarlas. Lo hicimos con un escepticismo cínico, casi burlón, plenamente convencidos de que aquellas pretensiones grotescas se marchitarían bajo una investigación, por superficial que ésta fuera. Aunque en aquel momento no podíamos saberlo, íbamos a llevamos una gran sorpresa.

El enigma sagrado
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