15. Conclusión y portentos para el futuro

Pero si, por ejemplo, la afirmación de que Jesús resucitó de los muertos hay que entenderla, no literalmente, sino simbólicamente, entonces es susceptible de varias interpretaciones que no chocan con el conocimiento y que no perjudican el significado de la afirmación. La objeción de que entenderla simbólicamente pone fin a la esperanza cristiana de inmortalidad no es válida, porque mucho antes del advenimiento del cristianismo la humanidad creía en una vida después de la muerte y, por tanto, no necesitaba el acontecimiento de la pascua como garantía de inmortalidad. El peligro de que una mitología entendida demasiado literalmente, y tal como la enseña la Iglesia, sea repudiada en su totalidad súbitamente es hoy más grande que nunca. ¿No ha llegado la hora de que la mitología cristiana, en lugar de ser borrada, sea entendida simbólicamente por una vez?

Carl Jung, «The undiscovered self», Colleaed works, vol. 10 (1956), p. 266.

Nuestra intención inicial no era probar ni refutar nada, mucho menos la conclusión a la que habíamos llegado de forma ineludible. Ciertamente, no nos habíamos propuesto desafiar algunos de los principios más básicos del cristianismo. Al contrario, habíamos comenzado investigando un misterio específico. Buscábamos respuestas a ciertas preguntas que nos llenaban de perplejidad, explicaciones de ciertos enigmas históricos. Durante la búsqueda tropezamos de forma más o menos casual con algo de importancia bastante superior a lo que creíamos al principio. Y nos vimos conducidos a una conclusión sorprendente, controvertida y aparentemente absurda.

Esta conclusión nos obligó a dirigir la atención hacia la vida de Jesús y los orígenes de la religión fundada por él. Al hacerlo, seguíamos sin tener la intención de desafiar al cristianismo. Sencillamente intentábamos comprobar si nuestra conclusión era sostenible o no. El estudio exhaustivo del material bíblico nos convenció de que lo era. A decir verdad, quedamos convencidos de que nuestra conclusión no sólo era sostenible, sino también extremadamente probable.

No pudimos —y todavía no podemos— probar la exactitud de nuestra conclusión. Sigue siendo una hipótesis, al menos hasta cierto punto. Pero es una hipótesis plausible y tiene un sentido coherente. Explica muchas cosas. Y, en lo que se refiere a nosotros, constituye una crónica históricamente más probable que cualquiera de las crónicas que encontramos y que hablaban de los acontecimientos y personajes que, hace dos mil años, quedaron grabados en la conciencia occidental, y que, en los siglos siguientes, moldearon nuestra cultura y nuestra civilización.

Sin embargo, si no podemos probar nuestra conclusión, hemos recibido pruebas abundantes —tanto de sus documentos como de sus representantes— de que la Prieuré de Sion sí puede. Basándonos en sus cartas y en conversaciones con nosotros, estamos dispuestos a creer que la orden de Sion posee algo: algo que de algún modo representa una «prueba irrefutable» de la hipótesis que hemos propuesto. No sabemos a ciencia cierta en qué puede consistir tal prueba. Sin embargo, podemos hacer una conjetura con cierto fundamento.

Si nuestra hipótesis es correcta, la esposa y los hijos de Jesús (y pudo engendrar varios hijos entre la edad de dieciséis o diecisiete y su supuesta muerte), después de huir de Tierra Santa, hallaron refugio en el sur de Francia y preservaron su linaje en el seno de una comunidad judía que había en dicho lugar. Parece ser que durante el siglo V este linaje se alió matrimonialmente con el linaje real de los francos, engendrando así la dinastía merovingia. En 400 dC la Iglesia hizo un pacto con la citada dinastía, comprometiéndose a perpetuidad con la estirpe merovingia, es de suponer que conociendo a la perfección la verdadera identidad de dicha estirpe. Esto explicaría por qué se ofreció a Clodoveo la categoría de Sacro Emperador Romano, de «nuevo Constantino», y por qué no fue nombrado rey, sino que únicamente se le reconoció como tal.

Cuando la Iglesia intervino en el asesinato de Dagoberto y en la subsiguiente traición a la estirpe merovingia, se hizo culpable de un crimen que no podía racionalizarse ni borrarse. Lo único que podía hacerse era suprimirlo. Sería necesario suprimirlo, toda vez que la revelación de la verdadera identidad de los merovingios difícilmente habría reforzado la posición de Roma ante sus enemigos.

A pesar de todos los esfuerzos por erradicarla, la estirpe de Jesús —o, en todo caso, la estirpe merovingia— sobrevivió. En parte sobrevivió a través de los carolingios, que, evidentemente, se sentían más culpables por su usurpación de lo que se sentía Roma, y procuraron legitimarse mediante alianzas dinásticas con princesas merovingias. Pero, más significativamente, sobrevivió a través del hijo de Dagoberto, Sigisberto, entre cuyos descendientes estaba Guillem de Gellone, gobernante del reino judío de Septimania y, más adelante, Godofredo de Bouillon Con la conquista de Jerusalén por Godofredo en 1099, el linaje de Jesús recuperaría su patrimonio legítimo, el patrimonio que le fuera conferido en tiempos del Antiguo Testamento.

Es dudoso que, durante la época de las cruzadas, la genealogía verdadera de Godofredo fuese tan secreta como Roma hubiera deseado. Dada la hegemonía de la Iglesia, no pudo haber una revelación abierta, desde luego. Pero es probable que abundasen los rumores, las tradiciones y las leyendas; y, al parecer, todo esto halló su expresión más prominente en cuentos como el de Lohengrin, por ejemplo, el antepasado mítico de Godofredo y, naturalmente, en los romances sobre el Santo Grial.

Si nuestra hipótesis es correcta, el Santo Grial sería cuando menos dos cosas a la vez. Por un lado, sería la estirpe y los descendientes de Jesús, la «Sang Raal», la sangre «verdadera» o «real» cuya custodia fue encomendada a los templarios, orden creada por la Prieuré de Sion. Al mismo tiempo, el Santo Grial sería, literalmente, el receptáculo o vasija que recibió y contuvo la sangre de Jesús. Dicho de otro modo, sería el vientre de la Magdalena y, por extensión, la propia Magdalena. De esto nacería el culto a la Magdalena, tal como fue promulgado en la Edad Media; y este culto sería confundido con el culto a la virgen. Puede demostrarse, por ejemplo, que muchas de las famosas «vírgenes negras» de principios de la era cristiana eran altares, no a la virgen, sino a la Magdalena: y muestran una madre y un hijo. También se ha argüido que las catedrales góticas —esas majestuosas copias de piedra del vientre dedicadas a «Notre Dame»— eran también, como afirma La serpent rouge, altares a la consorte de Jesús en lugar de a su madre.

El Santo Grial, pues, simbolizaría tanto la estirpe de Jesús como la Magdalena, de cuyo vientre salió dicha estirpe. Pero cabe que fuese también algo más. En 70 dC durante la gran revuelta que hubo en Judea, las legiones romanas que mandaba Tito saquearon el templo de Jerusalén. Se dice que el tesoro robado del templo fue a parar finalmente a los Pirineos y el señor Plantard, durante la conversación que sostuvo con nosotros, afirmó que dicho tesoro estaba hoy día en manos de la Prieuré de Sion. Pero cabe que el templo de Jerusalén contuviese más que el tesoro robado por los centuriones de Tito. En el judaísmo antiguo la religión y la política eran inseparables. El Mesías tenía que ser un rey-sacerdote cuya autoridad abarcaría por igual los dominios espirituales y los seculares. Así pues, es verosímil, incluso probable, que en el templo se guardasen anales oficiales pertenecientes al linaje real de Israel, los equivalentes de los certificados de nacimiento, las licencias matrimoniales y otros datos pertinentes relativos a cualquier familia real o aristocrática moderna. Si Jesús era en verdad el «rey de los judíos», es casi seguro que el templo contendría copiosa información sobre él. Incluso es posible que contuviera su cuerpo o por lo menos su sepulcro, una vez su cuerpo fue sacado de la sepultura temporal que figura en los evangelios.

No hay ninguna indicación de que Tito, al saquear el templo en 70 dC obtuviera algo que tuviera alguna relación con Jesús. Por supuesto, es posible que semejante material, en caso de existir, fuese destruido. Por otro lado, también cabe que fuera escondido; y los soldados de Tito, a los que únicamente interesaba el botín, no se molestarían en buscarlo. Es obvio que cualquier sacerdote que se hallase en el templo en aquel momento sólo podía hacer una cosa. Al ver que una falange de centuriones avanzaba hacia él, les dejaría el oro, las joyas, el tesoro material que esperaban encontrar. Y escondería, quizá debajo del templo, las cosas que eran de mayor importancia, cosas relacionadas con el rey legítimo de Israel, el Mesías reconocido y la familia real.

En 1100 los descendientes de Jesús ya habrían alcanzado prominencia en Europa y, a través de Godofredo de Bouillon, también en Palestina. Ellos mismos conocerían su árbol genealógico y sus antepasados. Pero tal vez no podrían probar su identidad ante el mundo en general; y es posible que esta prueba fuera considerada como necesaria para sus proyectos subsiguientes. De haberse sabido que existía tal prueba, o incluso que era posible que existiese, en el recinto del templo, no se hubiese escatimado ningún esfuerzo por encontrarla. Esto explicaría el papel de los caballeros templarios, los cuales, so capa del secreto, realizaron excavaciones debajo del templo, en los denominados «establos de Salomón». Basándonos en los datos que habíamos examinado, nos pareció que apenas cabían dudas de que los caballeros templarios fueron enviados a Tierra Santa con el propósito expreso de encontrar u obtener algo. Y, basándonos en los mismos datos, diríase que cumplieron su misión. Parece ser que encontraron lo que les habían ordenado que buscasen y que lo trajeron a Europa. Qué se hizo de ello sigue siendo un misterio. Pero poca duda cabe de que, bajo los auspicios de Bertrand de Blanchefort, cuarto Gran maestre de la orden del Temple, algo fue ocultado en las proximidades de Rennes-le-Château, para lo cual se importó, bajo las más estrictas medidas de seguridad, un contingente de mineros alemanes, los cuales excavaron y construyeron un escondrijo. Sobre lo que se escondió en él sólo pueden hacerse especulaciones. Puede que se tratara del cuerpo momificado de Jesús. Puede que fuese el equivalente, por así decirlo, de la licencia matrimonial de Jesús o de los certificados de nacimiento de sus hijos (o de ambas cosas). Puede que fuera algo igualmente explosivo. A cualquiera o a todos estos objetos se les podía aplicar el nombre de «Santo Grial». Cualquiera o todos ellos pudieron pasar, por casualidad o premeditadamente, a manos de los herejes cátaros y formar parte del misterioso tesoro de Montségur.

Se dice que, a través de Godofredo de Bouillon, existió una «tradición real» que, por estar «fundada sobre la roca de Sion», igualaba en categoría a las principales dinastías de Europa. Si —como afirman el Nuevo Testamento y, más adelante, la francmasonería— la «roca de Sion» es un sinónimo de Jesús, de pronto esta afirmación tendría sentido. De hecho, se quedaría corta.

Una vez instalada en el trono del reino de Jerusalén, la dinastía merovingia pudo sancionar e incluso fomentar las insinuaciones relativas a su verdadera ascendencia. Esto explicaría por qué los romances sobre el Grial aparecieron precisamente en el momento y en el sitio en que aparecieron, y por qué tenían una relación tan explícita con los caballeros templarios. Con el tiempo, una vez consolidada su posición en Palestina, la «tradición real» descendiente de Godofredo y Balduino probablemente divulgaría sus orígenes. Entonces el rey de Jerusalén gozaría de precedencia sobre todos los demás monarcas de Europa y el patriarca de Jerusalén sustituiría al papa. Tras desplazar a Roma, Jerusalén se convertiría en la verdadera capital de la cristiandad y quizá de mucho más que la cristiandad. Porque si Jesús fue reconocido como profeta mortal, como rey-sacerdote y gobernante legítimo del linaje de David, es muy posible que fuese aceptable tanto para los musulmanes como para los judíos. En su calidad de rey de Jerusalén, sus descendientes por linea directa estarían en condiciones de poner en práctica uno de los principios esenciales de la política templaría: la reconciliación del cristianismo con el judaísmo y el islamismo.

Las circunstancias históricas, huelga decirlo, no permitieron que las cosas llegaran a este punto. El reino franco de Jerusalén jamás consolidó su posición. Completamente sitiado por los ejércitos musulmanes, inestables su gobierno y su administración propios, jamás adquirió la fuerza y la seguridad interna que necesitaba para sobrevivir, y menos aún para imponer su supremacía sobre las coronas de Europa y la Iglesia de Roma. El grandioso proyecto se fue a pique; y con la pérdida de Tierra Santa en 1291 se derrumbó por completo. Los merovingios se encontraron una vez más sin corona. Y los caballeros templarios no sólo se hicieron superfluos, sino que también se podía prescindir de ellos.

En los siglos siguientes los merovingios —ayudados, dirigidos o protegidos (o todo ello a la vez) por la Prieuré de Sion— hicieron repetidos intentos de recuperar su patrimonio, pero estos intentos se limitaron a Europa. Al parecer, llevaron aparejados cuando menos tres programas relacionados entre sí pero esencialmente distintos. Uno consistía en la creación de un clima psicológico, una tradición clandestina cuyo objetivo sería erosionar la hegemonía espiritual de Roma. Esta tradición halló expresión en el pensamiento hermético y esotérico, en los manifiestos rosacruces y escritos similares, en ciertos ritos de la francmasonería y, por supuesto, en los símbolos de la Arcadia y de la corriente subterránea. Un segundo programa entrañaba la maquinación política, la intriga y, de ser posible, la conquista del poder, es decir, las técnicas que emplearon las familias de Guisa y Lorena en el siglo XVI y los arquitectos de la Fronda en el XVII. Un tercer programa, por medio del cual los merovingios pretendían recuperar su patrimonio, eran los matrimonios dinásticos.

A primera vista, diríase que estos procedimientos bizantinos eran innecesarios; diríase que los merovingios —si verdaderamente descendían de Jesús— no hubieran tenido problemas para establecer su supremacía. Lo único que necesitaban era revelar y demostrar su verdadera identidad y el mundo les reconocería. En realidad, sin embargo, las cosas no hubiesen sido tan sencillas. El propio Jesús no era reconocido por los romanos. La Iglesia, cuando ello le pareció conveniente, no dudó en sancionar el asesinato de Dagoberto y el derrocamiento de su estirpe. La revelación prematura de su genealogía no habría garantizado el éxito de los merovingios Al contrario, hubiese sido mucho más probable que les perjudicara, que hiciera estallar una lucha entre facciones, que precipitase una crisis de la fe y que provocara desafíos tanto de la Iglesia como de otros potentados seculares. A menos que estuvieran bien instalados en posiciones de poder, los merovingios no hubiesen podido resistir tales repercusiones y el secreto de su identidad, su naipe del palo de triunfo, por así decirlo, se hubiera jugado a destiempo y perdido para siempre. Dadas las realidades tanto de la historia como de la política, este naipe no hubiera podido utilizarse como escalón para llegar al poder. Sólo hubiera podido jugarse cuando ya se hubiese adquirido el poder; dicho de otro modo, desde una posición de fuerza.

Así pues, con el fin de recuperar su patrimonio, los merovingios tuvieron que recurrir a procedimientos más convencionales, los procedimientos que solían utilizarse en su época.

Por lo menos en cuatro ocasiones estos procedimientos estuvieron muy cerca del éxito y sólo quedaron frustrados a causa de errores de cálculo, de la fuerza de las circunstancias o de fenómenos totalmente imprevistos. En el siglo XVI, por ejemplo, la casa de Guisa casi logró apoderarse del trono de Francia. En el siglo XVII la Fronda estuvo muy cerca de apartar a Luis XIV del trono y sustituirle por un representante de la casa de Lorena. A finales del siglo XIX se hicieron planes para una especie de Santa Liga rediviva que hubiera unificado a la Europa católica —Austria, Francia, Italia y España— bajo los Habsburgo. Estos planes fracasaron a causa del comportamiento irregular y agresivo tanto de Alemania como de Rusia, comportamiento que provocó un cambio constante de alianzas entre las principales potencias y que finalmente precipitó una guerra que derribó a todas las dinastías continentales.

Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando la estirpe merovingia probablemente se acercó más al cumplimiento de sus objetivos. En virtud de sus alianzas matrimoniales con los Habsburgo, la casa de Lorena había adquirido realmente el trono de Austria, el Sacro Imperio Romano. Cuando María Antonieta, hija de François de Lorena, se convirtió en reina de Francia, también el trono francés estuvo a una distancia de sólo una generación o así. De no haber intervenido la revolución francesa, la casa de Habsburgo-Lorena tal vez hubiera estado en camino, a principios del siglo XIX, de establecer su dominio sobre toda Europa.

Es claro que la revolución francesa fue un golpe devastador para las esperanzas y las aspiraciones de los merovingios. En un único y terrible cataclismo los proyectos trazados y realizados cuidadosamente durante un siglo y medio quedaron de pronto reducidos a escombros. Además, a juzgar por referencias que hay en los «documentos Prieuré», diríase que la orden de Sion, durante los tiempos turbulentos de la revolución, perdió muchos de sus anales más preciosos y posiblemente también otras cosas. Esto podría explicar el cambio que se produjo en el puesto de Gran maestre de la orden, que a partir de entonces fue ocupado por figuras culturales específicamente francesas que, al igual que Nodier, tenían acceso a material que no podía encontrarse en otra parte. También podría explicar el papel de Sauniére. En la misma víspera de la revolución, Antoine Bigou, el predecesor de Sauniére, había escondido, y posiblemente redactado, los pergaminos cifrados, tras lo cual huyó a España, donde murió al cabo de poco tiempo. Así pues, es posible que la Prieuré de Sion, al menos durante un tiempo, no supiera con exactitud dónde estaban los pergaminos. Pero, aun en el caso de que se supiese que estaban en la iglesia de Rennes-le-Château, no hubiera sido fácil recuperarlos sin contar con las simpatías del sacerdote encargado de dicho templo, un hombre que obedeciese las órdenes de la Prieuré de Sion, que se abstuviera de hacer preguntas embarazosas, que guardase silencio y no se entremetiera en los intereses y actividades de la orden. Asimismo, si los pergaminos se referían a otra cosa, a algo que estaba oculto en los alrededores de Rennes-le-Château, contar con un hombre así hubiese sido todavía más esencial.

Sauniére murió sin divulgar su secreto. Lo mismo hizo su gobernanta, Marie Denarnaud. Durante los años siguientes se han llevado a cabo muchas excavaciones en las proximidades de Rennes-le-Château, pero ninguna de ellas ha dado fruto. Si, como suponemos, en cierta ocasión se escondieron en aquellos parajes determinadas cosas explosivas, es seguro que ya las habían sacado de allí cuando la historia de Sauniére comenzó a llamar la atención y a atraer a los buscadores de tesoros: a no ser que tales cosas estuvieran escondidas en algún lugar que fuese inmune a los buscadores de tesoros, en una cripta subterránea, por ejemplo, debajo de un estanque artificial situado en propiedad privada. Una cripta de este tipo garantizaría la seguridad y estaría también a prueba de excavaciones no autorizadas. No podrían realizarse excavaciones de esa índole sin antes vaciar el estanque; y esto difícilmente podía llevarse a cabo de manera clandestina, especialmente hallándose el estanque en propiedad privada.

A decir verdad, hay un estanque artificial en las proximidades de Rennes-le-Château, cerca de un sitio que lleva un nombre muy apropiado: Lavaldieu (el valle de Dios). Es posible que dicho estanque se construyera sobre una cripta subterránea, la cual, a su vez, fácilmente podría llevar, a través de un pasaje también subterráneo, a cualquiera de las numerosísimas cuevas que hay en las montañas de los alrededores.

En cuanto a los pergaminos que encontró Sauniére, dos de ellos —o al menos sus facsímiles— han sido reproducidos y publicados y han circulado profusamente. Los otros dos, en cambio, han sido mantenidos escrupulosamente secretos. En su conversación con nosotros el señor Plantard afirmó que en la actualidad dichos pergaminos están guardados en una caja fuerte del banco Lloyd’s de Londres. Eso es todo lo que hemos podido averiguar sobre ellos.

¿Y el dinero de Sauniére? Ya sabemos que, al parecer, parte de él se obtuvo por medio de una transacción financiera en la que intervino el archiduque Johann von Habsburg. También sabemos que sumas sustanciosas fueron puestas a la disposición, no sólo de Sauniére, sino también del obispo de Carcasona, por el abate Henri Boudet, cura de Rennes-les-Bains. Hay motivos para concluir que la mayor parte de los ingresos de Sauniére le fue pagada por Boudet, el cual utilizaba como intermediaria a Marie Denarnaud, la gobernanta de Sauniére. Por supuesto, el misterio sigue envolviendo el lugar de donde Boudet, que era un párroco pobre, obtenía tales recursos. Parece claro que era un representante de la Prieuré de Sion; pero seguimos sin saber si el dinero salía directamente de la orden. Es igualmente posible que saliera de la tesorería de los Habsburgo. O tal vez salía del Vaticano, que tal vez se veía sometido a un chantaje político de alto nivel por parte tanto de la orden como de los Habsburgo. En todo caso, la cuestión del dinero o del tesoro que lo engendrase cada vez nos parecía más incidental en comparación con nuestros descubrimientos subsiguientes. Vista en retrospectiva, su función principal había consistido en llamar nuestra atención sobre el misterio. Después de eso, quedó reducida a un aspecto de relativa insignificancia.

Hemos formulado una hipótesis sobre una estirpe descendiente de Jesús que ha perdurado hasta nuestros días. No podemos, desde luego, estar seguros de que nuestra hipótesis sea correcta en todos sus detalles. Pero aunque aquí y allá algunos detalles específicos estén sujetos a modificaciones, estamos convencidos de que las líneas esenciales de nuestra hipótesis son correctas. Puede que hayamos interpretado mal el significado de, pongamos por caso, las actividades de determinado Gran maestre, o de una alianza en las luchas por el poder y las maquinaciones políticas del siglo XVIII. Pero nuestras investigaciones nos han persuadido de que el misterio de Rennes-le-Château lleva aparejado un intento serio, por parte de personas influyentes, de restablecer una monarquía merovingia en Francia, por no decir en toda Europa, y de que la pretensión de legitimidad de dicha monarquía se apoya en la descendencia merovingia de Jesús.

Vistas desde esta perspectiva, se hacen explicables varias de las anomalías, enigmas y preguntas sin respuesta planteadas por nuestras investigaciones. Lo mismo cabe decir de muchos fragmentos de apariencia trivial pero igualmente desconcertantes: el título del libro asociado con Nicolás Flamel, por ejemplo: El sagrado libro de Abraam el judío, príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo de aquella tribu de judíos que por la ira de Dios fueron dispersados entre los galos; o el Grial simbólico de Rene de Anjou, que proporcionaba, al hombre que lo apurase de un solo trago, una visión tanto de Dios como de la Magdalena; o las Nupcias químicaCristian Rosenkreuz, de Andrea, que habla de una misteriosa niña de sangre real que llega a la playa en una embarcación y cuyo patrimonio legítimo ha caído en manos islámicas; o el secreto que Poussin conocía…, así como el «Secreto» que, según se decía, «residía en el corazón» de la Compagnie du Saint-Sacrement.

Durante el curso de la investigación habíamos encontrado algunos fragmentos más. De momento nos había parecido que carecían de todo significado o que no tenían relación con nuestras pesquisas. Ahora, sin embargo, también estos fragmentos tienen sentido. Así, ahora está claro por qué Luis XI consideraba a la Magdalena como fuente del linaje real de Francia, creencia que, incluso en el contexto del siglo XV, al principio nos pareció absurda.[1] También se explica por qué se dice que la corona de Carlomagno —una copia exacta de la cual forma ahora parte de las divisas imperiales de los Habsburgo— llevaba la inscripción «Rex Salomón».[2] Asimismo, ahora nos explicamos por qué los Protocolos de los sabios de Sion hablan de un nuevo rey «de la sagrada semilla de David».[3]

Durante la segunda guerra mundial, por razones que nunca se han explicado satisfactoriamente, la cruz de Lorena se convirtió en el símbolo de las fuerzas de la Francia Libre bajo el mando de Charles de Gaulle. En sí mismo esto es algo curioso. ¿Por qué la cruz de Lorena —la divisa de Rene de Anjou— fue equiparada con Francia? Lorena nunca fue el corazón de Francia. De hecho, durante la mayor parte de su historia, Lorena fue un ducado independiente, un estado germánico que comprendía parte del antiguo Sacro Imperio Romano.

Puede que en parte la cruz de Lorena fuese adoptada a causa del importante papel que, al parecer, desempeñó la Prieuré de Sion en la resistencia francesa. En parte, puede que fuese adoptada a causa de la relación entre el general De Gaulle y miembros de la Prieuré de Sion, como el señor Plantard, por ejemplo. Pero resulta interesante ver que, casi treinta años antes, la cruz de Lorena figuraba provocativamente en un poema de Charles Péguy. No mucho antes de morir en la batalla del Mame en 1914, Péguy —amigo íntimo de Maurice Barres, el autor de La colline inspirée— compuso las siguientes líneas:

Les armes de Jésus c’est la croix de Lorraine, et la sang dans l’artére et le sang dans la veine, et la source de gráce et la clairefontaine; Les armes de Satán c’est la croix de Lorraine, et c’est la méme artére et c’est la méme veine et c’est la méme sang et la trouble fontaíne…

(Las armas de Jesús son la cruz de Lorena, tanto la sangre en la arteria como la sangre en la vena, tanto la fuente de gracia como la fuente clara; Las armas de Satán son la cruz de Lorena, y la misma arteria y la misma vena, y la misma sangre y la fuente revuelta…)[4]

En las postrimerías del siglo XVII el reverendo padre Vincent, historiador y anticuario de Nancy, escribió una historia de la orden de Sion en Lorena: además, escribió otra obra, titulada La verdadera historia de san Sigisberto, que también contiene una crónica de la vida de Dagoberto II.[5] En la portada de esta segunda obra hay un epígrafe, una cita del cuarto evangelio, «Él está entre vosotros y vosotros no le conocéis».

Incluso antes de iniciar nuestra investigación, nosotros mismos éramos agnósticos, ni procristianos ni anticristianos. Debido a nuestra formación y al estudio comparado de las religiones, simpatizábamos con el núcleo de validez inherente a la mayoría de las principales religiones del mundo a la vez que nos eran indiferentes el dogma, la teología, los avíos que integran su superestructura. Y, si bien respetábamos casi todos los credos, a ninguno de ellos podíamos atribuirle el monopolio de la verdad.

Así, cuando nuestras pesquisas nos llevaron hacia Jesús, pudimos abordarle con un sentido del equilibrio y de la perspectiva, o al menos esa era nuestra esperanza. No teníamos prejuicios ni ideas preconcebidas a favor ni en contra, ninguna clase de intereses creados, nada que ganar probando o refutando algo. En la medida en que la «objetividad» es posible, pudimos abordar a Jesús «objetivamente», del mismo modo, por ejemplo, que un historiador debe abordar a Alejandro o a César. Y las conclusiones a las que forzosamente llegamos, aunque, desde luego, eran sorprendentes, no nos parecieron devastadoras. No hicieron necesario un replanteamiento de nuestras convicciones personales ni sacudieron nuestras propias jerarquías de valores. Pero ¿y las demás personas? ¿Qué pasaría con los millones de individuos de todo el mundo para los cuales Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador, el Redentor? ¿En qué medida el Jesús histórico, el rey-sacerdote que surgió de nuestra investigación, amenaza la fe de dichas personas? ¿En qué medida hemos violado lo que para mucha gente constituye su interpretación más querida de lo sagrado?

Somos muy conscientes, ni que decir tiene, de que nuestra investigación nos ha llevado a conclusiones que, en muchos aspectos, se oponen a ciertos principios básicos del cristianismo moderno, conclusiones que son heréticas, puede que incluso blasfemas. Desde el punto de vista de cierto dogma establecido, somos sin duda culpables de tales transgresiones. Pero no creemos haber profanado, ni siquiera disminuido, a Jesús a ojos de los que sinceramente le veneran. Y, si bien nosotros no podemos suscribir la divinidad de Jesús, nuestras conclusiones no impiden que otros sí la suscriban. Sencillamente, no hay ninguna razón por la cual Jesús no pudiera casarse y engendrar hijos al mismo tiempo que conservaba su divinidad.

No hay motivo por el cual esta divinidad tuviera que depender de la castidad sexual. Aunque fuera el hijo de Dios, no hay razón alguna por la cual no pudiera casarse y engendrar hijos.

Debajo de la mayor parte de la teología cristiana está la suposición de que Jesús es la encarnación de Dios. Dicho de otro modo, Dios, apiadándose de su creación, se encarnó en esa creación y cobró forma humana. De esta manera podría conocer de primera mano, por decirlo así, la condición humana. Experimentaría en sí mismo las vicisitudes de la existencia humana. Llegaría a comprender, en el sentido más profundo, qué significa ser hombre, enfrentarse desde el punto de vista humano a la soledad, la angustia, la impotencia, la trágica mortalidad que la condición de hombre entraña. Haciéndose hombre, Dios llegaría a conocer al hombre de una forma que el Antiguo Testamento no permite. Renunciando a su altivez y a su lejanía olímpicas, participaría directamente de la suerte del hombre. Con ello redimiría esa suerte, es decir, la validaría y justificaría participando de ella, sufriendo a causa de ella y, finalmente, siendo sacrificado por ella.

El significado simbólico de Jesús consiste en que es Dios expuesto al espectro de la experiencia humana, expuesto al conocimiento de primera mano de lo que entraña ser hombre. Pero ¿podía Dios, encarnado en Jesús, afirmar realmente que era hombre, abarcar el espectro de la experiencia humana, sin llegar a conocer dos de las facetas más básicas, más elementales de la condición humana? ¿Podía Dios afirmar que conocía la totalidad de la existencia humana sin enfrentarse a dos aspectos esenciales de la humanidad como son la sexualidad y la paternidad?

Nosotros creemos que no. De hecho, no creemos que la encarnación simbolice verdaderamente lo que se pretende que simbolice a menos que Jesús estuviera casado y engendrase hijos. El Jesús de los evangelios, y del cristianismo establecido, es esencialmente incompleto, un Dios cuya encarnación como hombre es sólo parcial. A nuestro modo de ver, el Jesús que salió de nuestras investigaciones goza de un derecho mucho más válido a ser lo que el cristianismo pretende que sea. En conjunto, pues, no creemos haber comprometido o minimizado a Jesús. No creemos que haya sufrido a causa de las conclusiones que sacamos de nuestra investigación. De nuestras investigaciones sale un Jesús vivo y plausible, un Jesús cuya vida es a la vez significativa y comprensible para el hombre moderno.

No podemos señalar un hombre y decir que es descendiente por línea directa de Jesús. Los árboles genealógicos se bifurcan, subdividen y, en el transcurso de los siglos, se multiplican y forman verdaderos bosques. Actualmente hay en Inglaterra y Europa cuando menos una docena de familias —con numerosas ramas colaterales— cuyo linaje es merovingio. Entre ellas están las casas de Habsburgo-Lorena (actuales duques titulares de Lorena y reyes de Jerusalén), Plantard, Luxemburgo, Montpézat, Montesquieu y varias más. Según los «documentos Prieuré», la familia Sinclair de Inglaterra también está aliada a la estirpe, al igual que lo están las diversas ramas de los Estuardo. Y parece ser que la familia Devonshire, entre otras, conocía el secreto. Seguramente, la mayoría de estas casas podría afirmar que descienden de Jesús; y si un hombre, en algún momento del futuro, debe ser propuesto como rey-sacerdote, nosotros no sabemos quién es.

Pero, cuando menos, varias cosas quedan claras. En lo que se refiere personalmente a nosotros, el descendiente por línea directa de Jesús no sería más divino, más intrínsecamente milagroso, que el resto de nosotros. Sin duda esta actitud la compartirían muchísimas personas de hoy. Sospechamos que también la comparte la Prieuré de Sion. Además, la revelación de un individuo, o grupo de individuos, descendiente de Jesús no sacudiría al mundo como lo hubiese sacudido hace uno o dos siglos sin ir más lejos. Aunque hubiese «pruebas irrefutables» de tal linaje, muchas personas se limitarían a encogerse de hombros y decir: «¿Y qué?». Por tanto, no parece haber muchos motivos para los complejos planes*de la Prieuré de Sion, a no ser que dichos planes estén aliados, de alguna forma crucial, con la política. Sean cuales sean las repercusiones teológicas de nuestras conclusiones, parece muy claro que hay también otras repercusiones, unas repercusiones políticas que pueden tener un impacto potencialmente enorme y afectar el pensamiento, los valores, las instituciones del mundo contemporáneo en el que vivimos.

Ciertamente, en el pasado las diversas familias descendientes de los merovingios estaban totalmente impregnadas de política y entre sus objetivos se contaba el poder político. Al parecer, lo mismo ocurría en los casos de la Prieuré de Sion y de varios de sus grandes maestres. No hay motivo para suponer que la política no tuviera igual importancia tanto para la Prieuré de Sion como para la estirpe hoy en día. De hecho, todos los datos inducen a pensar que la Prieuré de Sion piensa en términos de una unidad entre lo que solía llamarse la Iglesia y el Estado, una unidad de lo secular y lo espiritual, lo sagrado y lo profano, la política y la religión. En muchos de sus documentos la Prieuré de Sion afirma que el nuevo rey, de conformidad con la tradición merovingia, «reinaría pero no gobernaría». Dicho de otro modo, sería un rey-sacerdote que actuaría principalmente en una capacidad ritual y simbólica; y la tarea práctica de gobernar la llevaría a cabo otra persona o personas y cabe concebir que estas personas serían la Prieuré de Sion.

Durante el siglo XIX la Prieuré de Sion, trabajando a través de la francmasonería y el Hiéron du Val d’Or, intentó establecer un Sacro Imperio Romano redivivo y «actualizado», una especie de Estados Unidos y Teocráticos de Europa, gobernados simultáneamente por los Habsburgo y por una Iglesia radicalmente reformada. Esta empresa se vio frustrada por la primera guerra mundial y por la caída de las dinastías reinantes en Europa. Pero no es irrazonable suponer que los actuales objetivos de la Prieuré de Sion son básicamente parecidos —al menos en sus líneas generales— a los del Hiéron du Val d’Or.

Ni que decir tiene, sobre tales objetivos sólo podemos hacer conjeturas. Pero parecen incluir unos Estados Unidos Teocráticos de Europa, una confederación transeuropea o paneuropea reunida en un imperio moderno y gobernado por una dinastía descendiente de Jesús. Esta dinastía no sólo ocuparía un trono de poder político o secular, sino que es también muy concebible que ocupase también el trono de San Pedro. Bajo esta autoridad suprema podría haber entonces una red entrelazada de reinos o principados, conectados unos con otros por medio de alianzas dinásticas y matrimoniales, una especie de «sistema feudal» del siglo XX, pero sin los abusos que generalmente se relacionan con dicho sistema. Y el proceso real de gobernar residiría seguramente en la Prieuré de Sion, que podría adquirir la forma de, pongamos por caso, un parlamento europeo dotado de poderes ejecutivos o legislativos, o de ambos tipos.

Una Europa así constituiría una fuerza política nueva y unificada en los asuntos internacionales, una entidad cuya categoría sería esencialmente comparable a la de la Unión Soviética o los Estados Unidos de América. De hecho, podría resultar más fuerte que ellos porque se apoyaría en unos cimientos profundos, espirituales y emocionales en lugar de en unos cimientos abstractos, teóricos e ideológicos. Apelaría, no sólo a la cabeza del hombre, sino también a su corazón. Obtendría su fuerza del aprovechamiento de la psique colectiva de la Europa occidental, despertando el impulso religioso fundamental.

Puede que un programa de esta índole parezca quijotesco. Pero a estas alturas la historia ya debería habernos enseñado a no infravalorar el potencial de la psique colectiva, y el poder que puede obtenerse encauzándola. Hace pocos años hubiera parecido inconcebible que un zelote religioso —sin un ejército propio, sin un partido político detrás suyo, sin disponer de nada salvo carisma y el hambre religiosa de un pueblo— pudiera, sin ayuda de nadie, derribar el edificio moderno y soberbiamente equipado del régimen del sha en Irán. Y, pese a ello, eso es precisamente lo que consiguió hacer el ayatollah Jomeini.

Por supuesto, no estamos dando una voz de alarma. No estamos comparando, implícita o explícitamente, la Prieuré de Sion con el ayatollah. No tenemos motivos para juzgar que la Prieuré de Sion sea siniestra, como sí lo es el demagogo de Irán. Pero Jomeini es un testimonio elocuente del arraigo, la energía, el poder potencial del impulso religioso del hombre y de las maneras en que dicho impulso puede aprovecharse para fines políticos. Estos fines no suponen necesariamente un abuso de la autoridad. Pueden ser tan encomiables como los de Churchill y De Gaulle durante la segunda guerra mundial. El impulso religioso puede encauzarse en innumerables direcciones. Es una fuente de inmenso poder potencial.

Y con demasiada frecuencia lo pasan por alto u olvidan los gobiernos modernos, que se fundan en la razón y nada más, y que a menudo están atados a ella. El impulso religioso refleja una profunda necesidad psicológica y emocional. Y las necesidades psicológicas y emocionales son tan reales como la necesidad de pan, de cobijo y de seguridad material.

Sabemos que la Prieuré de Sion no es una organización de «elementos lunáticos». Sabemos que está bien financiada e incluye —o cuando menos cuenta con sus simpatías— a hombres que ocupan puestos de responsabilidad e influencia en la política, la economía, los medios de comunicación y las artes. Sabemos que desde 1956 el número de sus miembros ha aumentado más de cuatro veces, como si se estuviera movilizando o preparando para algo; y el señor Plantard nos dijo personalmente que él y su orden estaban trabajando de acuerdo con un calendario más o menos preciso. También sabemos que desde 1956 la Prieuré de Sion ha puesto cierta información a disposición del público, y lo ha hecho de manera discreta, tentadora, poco a poco, en cantidades medidas y suficientes para despertar interés. El presente libro es fruto de esta operación.

Si la Prieuré de Sion piensa «mostrar sus cartas», ya ha llegado el momento de que lo haga. Los sistemas e ideologías políticos que en los primeros años de este siglo parecían prometer tanto están, en su virtual totalidad, cerca de la bancarrota. El comunismo, el socialismo, el fascismo, el capitalismo, la democracia de corte occidental, todos estos sistemas e ideologías, han traicionado sus promesas de una u otra manera, han decepcionado a sus partidarios y no han logrado que se cumplieran los sueños que ellos mismos engendraron. Debido a su estrechez de miras, a la falta de perspectiva y al abuso de sus cargos, los políticos ya no inspiran confianza, sólo desconfianza. En el Occidente de hoy se registran un cinismo, una insatisfacción y una desilusión cada vez mayores. Crecen la tensión psíquica, la angustia y la desesperanza. Pero hay también una creciente búsqueda de significado, de realización emocional, de una dimensión espiritual en nuestras vidas, de algo en lo que se pueda creer sinceramente. Hay un anhelo de encontrar un sentido renovado de lo sagrado y este anhelo, de hecho, constituye un renacimiento religioso a gran escala, como demuestra, por ejemplo, la proliferación de sectas y cultos, así como la creciente marea de fundamentalismo que se observa en los Estados Unidos. Hay también, cada vez más, un deseo de contar con un verdadero «líder», no un «Führer», sino una especie de figura benévola y espiritual, un «rey-sacerdote» en el que la humanidad pueda depositar tranquilamente su confianza. Nuestra civilización se ha saciado de materialismo y ello le ha hecho percatarse de un hambre más profunda. Ahora empieza a mirar hacia otra parte, buscando la satisfacción de necesidades emocionales, psicológicas y espirituales.

Un clima como éste parece eminentemente propicio para los objetivos de la Prieuré de Sion. Coloca a la orden en condiciones de ofrecer una alternativa a los sistemas sociales y políticos existentes. No es probable que dicha alternativa constituya una utopía o la Nueva Jerusalén. Pero, en la medida en que satisface necesidades que los sistemas existentes ni siquiera reconocen, bien podría resultar inmensamente atractiva.

Hay muchos cristianos devotos que no vacilan en equiparar el Apocalipsis con el holocausto nuclear. ¿Cómo podría interpretarse el advenimiento de un descendiente por línea directa de Jesús? Para un público receptivo podría ser una especie de Segunda Venida.

El enigma sagrado
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