Clodoveo y su pacto con la Iglesia

El más famoso de todos los reyes merovingios fue el nieto de Meroveo, Clodoveo I, que reinó entre 481 y 511. El nombre de Clodoveo lo conocen todos los escolares franceses, pues fue durante su reinado que los francos se convirtieron al cristianismo. Y fue a través de Clodoveo que Roma empezó a instaurar su supremacía indiscutida en la Europa occidental, una supremacía a la que nadie desafiaría durante mil años.

En 496 la Iglesia de Roma se encontraba en una situación precaria. Durante el siglo V su existencia misma se había visto seriamente amenazada. Entre 384 y 399 el obispo de Roma ya había comenzado a llamarse a sí mismo «papa», pero su categoría oficial no era mayor que la de cualquier otro obispo, además de ser muy distinta de la del papa en nuestros días. No era en ningún sentido el líder espiritual o la cabeza suprema de la cristiandad. Simplemente representaba un solo cuerpo de intereses creados, una de muchas formas divergentes de cristianismo, una forma que luchaba desesperadamente por la supervivencia contra multitud de cismas contrapuestos y de puntos de vista teológicos. Oficialmente, la Iglesia de Roma no tenía mayor autoridad que, pongamos por caso, la Iglesia celta, con la cual se encontraba constantemente a la greña. No tenía mayor autoridad que herejías como, por ejemplo, el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús e insistía en su humanidad. De hecho, durante gran parte del siglo V todos los obispados de la Europa occidental fueron amaños o estuvieron vacantes.

Si la Iglesia de Roma quería sobrevivir, y aún más si deseaba imponer su autoridad, iba a necesitar el apoyo de un paladín, de una poderosa figura seglar que pudiera representarla. Si el cristianismo tenía que evolucionar de acuerdo con la doctrina de Roma, era necesario que esta doctrina fuese diseminada, puesta en práctica e impuesta por una fuerza seglar, una fuerza suficientemente poderosa para soportar, y acabar extirpando, el desafío de credos cristianos rivales. No es extraño que la Iglesia de Roma, en su momento más agudo de necesidad, recurriera a Clodoveo.

En 486 Clodoveo ya había incrementado significativamente la extensión de los dominios merovingios, saliendo de las Ardenas para anexionarse varios reinos y principados adyacentes, y venciendo a diversas tribus rivales. A resultas de ello, muchas ciudades importantes —por ejemplo, Troyes, Reims y Amiens— quedaron incorporadas a su reino. En el plazo de un decenio se hizo evidente que Clodoveo iba en camino de convertirse en el mayor potentado de la Europa occidental.

La conversión y el bautismo de Clodoveo resultaron tener una importancia crucial para nuestra investigación. Más o menos en la época en que tuvieron lugar se escribió una crónica que recogía todos los detalles y pormenores. Al cabo de dos siglos y medio esta crónica, titulada La vida de Saint Rémy, fue destruida y sólo quedaron unas cuantas páginas manuscritas sueltas. Y parece ser que fue destruida deliberadamente. Sin embargo, los fragmentos que se conservan atestiguan la importancia del asunto.

Según la tradición, la conversión de Clodoveo fue súbita e inesperada y obra de la esposa del rey, Clotilde, ferviente devota de Roma que, al parecer, acosó a su esposo hasta que éste aceptó su fe. Posteriormente, Clotilde fue canonizada por sus esfuerzos. Se decía que en tales esfuerzos había sido guiada y ayudada por su confesor, san Rémy. Pero detrás de estas tradiciones hay una realidad histórica muy práctica y mundana. Cuando Clodoveo se convirtió al cristianismo y pasó a ser el primer rey católico de los francos, lo hizo para ganarse algo más que la aprobación de su esposa; además, poseía un reino mucho más tangible y sustancial que el reino de los cielos.

Se sabe que en 496 tuvieron lugar varias entrevistas secretas entre Clodoveo y san Rémy. Inmediatamente después de ellas Clodoveo y la Iglesia de Roma ratificaron un acuerdo. Para Roma este acuerdo constituía un importante triunfo político. Garantizaría la supervivencia de la Iglesia y la instauraría como suprema autoridad espiritual de Occidente. Consolidaría la categoría de Roma como igual a la fe ortodoxa griega con base en Constantinopla. Ofrecería la perspectiva de la hegemonía de Roma y un medio eficaz de extirpar las cabezas de hidra de la herejía. Y Clodoveo sería el medio de llevar a la práctica estas cosas: la espada de la Iglesia de Roma, el instrumento por medio del cual Roma impondría su dominación espiritual, el brazo seglar y la manifestación palpable del poder de Roma.

A cambio de ello Clodoveo recibió el título de Novus Constantinus, es decir, «Nuevo Constantino. Dicho de otro modo, presidiría un imperio unificado, un Sacro Imperio Romano que sucedería al que supuestamente había sido creado bajo Constantino y que los visigodos y los vándalos habían destruido no mucho tiempo antes. Según un moderno experto en el período, Clodoveo, antes de su bautismo, fue fortalecido… por visiones de un imperio que sucedería al de Roma y que sería la herencia de la raza merovingia.[9]

Según otro autor moderno, Clodoveo debe convertirse ahora en una especie de emperador occidental, un patriarca para los germanos occidentales, reinando, pero no gobernando, sobre todos los pueblos y reyes.[10]

En pocas palabras, el pacto entre Clodoveo y la Iglesia de Roma tuvo una importancia trascendental para la cristiandad: no sólo para la de aquella época, sino también para la del milenio subsiguiente. Se consideró que el bautismo de Clodoveo señalaba el nacimiento de un nuevo imperio romano, un imperio cristiano, basado en la Iglesia de Roma y administrado, a nivel seglar, por la estirpe merovingia. Dicho de otro modo, se estableció un vínculo indisoluble entre la Iglesia y el estado, cada uno de los cuales prometió lealtad al otro, cada uno de los cuales se ató al otro a perpetuidad. A guisa de ratificación de este vínculo, en 496 Clodoveo se permitió ser bautizado oficialmente por san Rémy en Reims. En el momento culminante de la ceremonia san Rémy pronunció sus famosas palabras:

Milis depone colla, Sicamber, adora quod incendisti, incendi quod adorasti.

(Inclina la cabeza humildemente, sicambro, venera lo que has quemado y quema lo que has venerado).

Es importante señalar que el bautismo de Clodoveo no fue una coronación, tal como a veces dan a entender los historiadores. La Iglesia no hizo rey a Clodoveo. Éste ya lo era y lo único que podía hacer la Iglesia era reconocerlo como tal. Al hacerlo, la Iglesia se ató oficialmente, no sólo a Clodoveo, sino también a sus sucesores; no a un solo individuo, sino a una estirpe. En este sentido, el pacto se parece a la alianza que Dios hace con el rey David en el Antiguo Testamento, un pacto que puede ser modificado, como en el caso de Salomón, pero no revocado, roto o traicionado. Y los merovingios no perdieron de vista este paralelo.

Durante los restantes años de su vida Clodoveo cumplió plenamente los planes ambiciosos que Roma esperaba de él. Con eficiencia irresistible la fe fue impuesta por la espada; y con la sanción y el mandato espiritual de la Iglesia el reino franco se expandió hacia el este y hacia el sur, abarcando la mayor parte de la moderna Francia y gran parte de la moderna Alemania. Entre los numerosos adversarios de Clodoveo los más importantes eran los visigodos, que eran seguidores del cristianismo amano. Fue contra el imperio de los visigodos —que estaba situado a caballo de los Pirineos y por el norte llegaba hasta Toulouse— que Clodoveo dirigió sus campañas más asiduas y concertadas. En 507 derrotó decisivamente a los visigodos en la batalla de Vouillé. Poco después, Aquitania y Toulouse cayeron en manos de los francos. El imperio de los visigodos situado al norte de los Pirineos se derrumbó ante la acometida de los francos. Desde Toulouse los visigodos se replegaron hacia Carcasona. Expulsados de Carcasona, instalaron su capital y último bastión en Razés, en Rhédae: actualmente el pueblo de Rennes-le-Château.

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