La dinastía de Jesús
4) Si Jesús estaba realmente casado con la Magdalena, ¿cabe la posibilidad de que tal matrimonio tuviera algún propósito específico? Dicho de otro modo, ¿sería algo más que un matrimonio normal y corriente? ¿Constituiría algún tipo de alianza dinástica con sus correspondientes implicaciones y repercusiones políticas? En pocas palabras, una estirpe resultante de tal matrimonio, ¿justificaría plenamente el título de «sangre real»?
El evangelio de Mateo afirma explícitamente que Jesús era de sangre real: un rey auténtico, heredero por línea directa de Salomón y David. Si esto es verdad, disfrutaría de un derecho legítimo al trono de una Palestina unida, y puede incluso que gozara del derecho legítimo. Y la inscripción que se hizo en la cruz sería mucho más que una simple burla sádica, pues Jesús sería de veras el «rey de los judíos». En muchos sentidos, su posición sería análoga a la de, pongamos por caso, el príncipe Carlos Estuardo en 1745. Y, por ende, engendraría la oposición que engendró exactamente debido a esta condición: la de rey-sacerdote que tal vez unificaría a su país y al pueblo judío, con lo que representaría una seria amenaza tanto para Herodes como para Roma.
Ciertos eruditos bíblicos de nuestro tiempo han argüido que la famosa «matanza de inocentes» ordenada por Herodes en realidad nunca tuvo lugar. Y aun suponiendo que ocurriera, probablemente no tuvo las horribles proporciones que le atribuyeron los evangelios y la tradición subsiguiente. Y, sin embargo, diríase que la misma perpetuación de la historia atestigua algo, alguna alarma sincera por parte de Herodes, alguna ansiedad muy real ante la perspectiva de ser depuesto. Huelga decir que Herodes era un gobernante extremadamente inseguro, odiado por sus esclavizados súbditos y sostenido en el poder sólo por las cohortes romanas. Pero, por precaria que fuera su posición, no podía, hablando realistamente, verse seriamente amenazada por rumores sobre un salvador místico o espiritual, un salvador como los que, de todos modos, ya abundaban en la Tierra Santa de aquel tiempo. Si Herodes realmente estaba preocupado, sólo podía ser por una amenaza política muy real y concreta: la amenaza que representaba un hombre que poseía un derecho más legítimo al trono que el propio Herodes y que contaba con un importante apoyo popular. Puede que la «matanza de los inocentes» nunca tuviese lugar, pero las tradiciones relativas a la misma reflejan cierta preocupación por parte de Herodes —una preocupación ocasionada por un derecho rival—^- y, muy posiblemente, algunas medidas destinadas a anticiparse a él o a eliminarlo. Este derecho sólo podía ser de naturaleza política. Y debía de justificar el que fuera tomado en serio.
Afirmar que Jesús gozaba de tal derecho representa, huelga decirlo, contradecir la imagen popular del «pobre carpintero de Nazaret». Pero hay razones persuasivas para hacerlo. En primer lugar, no es del todo seguro que Jesús fuera de Nazaret. «Jesús de Nazaret» es, en realidad, una corrupción o una mala traducción de «Jesús el nazarita» o «Jesús el nazareno» o quizá de «Jesús de Gennesaret». En segundo lugar, existen dudas considerables sobre si la ciudad de Nazaret existía en realidad en tiempos de Jesús. No aparece en ningún mapa, documento o registro romano. No se menciona en el Talmud. No se menciona ni se relaciona con Jesús en ninguno de los escritos de san Pablo, los cuales, después de todo, fueron redactados antes que los evangelios. Y Flavio Josefo —el principal cronista de la época, que mandaba tropas en Galilea e hizo una lista de las ciudades de la provincia— tampoco hace mención de Nazaret. Diríase, en pocas palabras, que Nazaret no apareció como ciudad hasta después de la revuelta de 66-74 dC y que el nombre de Jesús quedó asociado a la ciudad a causa de la confusión semántica —casual o deliberada— que caracteriza a una proporción tan grande del Nuevo Testamento.
Tanto si Jesús era «de Nazaret» como si no, no hay ningún indicio de que alguna vez fuese un «pobre carpintero».[17] Ciertamente, ninguno de los evangelios lo presenta como tal. A decir verdad, los datos que proporcionan hacen pensar en lo contrario. Parece un hombre instruido, por ejemplo. Da la impresión de estar preparado para ejercer el ministerio de rabí, y de haberse relacionado con gente rica e influyente tan a menudo como con los pobres: José de Arimatea, por ejemplo, y Nicodemo. Y las bodas de Caná aportan más testimonios de la categoría y la posición social de Jesús.
Estas bodas no dan la impresión de ser una fiesta humilde y modesta, organizada por la «gente vulgar». Al contrario, muestran todas las señales de una unión aristocrática, un enlace de la «alta sociedad» al que asistieron como mínimo varios centenares de invitados. Hay abundancia de sirvientes, por ejemplo, los cuales se apresuran a cumplir las órdenes de María y de Jesús. Hay un «maestresala» o «maestro de ceremonias» que, en este contexto, sería una especie de mayordomo o que incluso podía ser también aristócrata. Y lo más obvio es que se sirve una cantidad enorme de vino. Al «transmutar» el agua en vino, Jesús produce, según la «Biblia de la Buena Nueva», no menos de seiscientos litros, ¡lo que representa más de ochocientas botellas! Y esto además de lo que ya se ha consumido.
Bien mirado, las bodas de Caná fueron una ceremonia suntuosa de la alta burguesía o la aristocracia. Aunque no fuesen las bodas del propio Jesús, su presencia y la de su madre inducen a pensar que los dos pertenecían a la misma casta. Esto solo bastaría para explicar la obediencia de los sirvientes.
Si Jesús era un aristócrata y si estaba casado con la Magdalena, es probable que ésta gozara de una condición social comparable. Y, de hecho, parece que así era. Tal como hemos visto, la Magdalena contaba entre sus amistades a la esposa de un importante funcionario de la corte de Herodes. Pero cabe que ella fuese más importante todavía.
Tal como habíamos descubierto al buscar referencias en los «documentos Prieuré», Jerusalén —la Ciudad Santa y capital de Judea— al principio había sido propiedad de la tribu de Benjamín. Posteriormente los benjamitas fueron diezmados en su guerra contra las demás tribus de Israel y muchos de ellos se exiliaron, aunque, tal como dicen los «documentos Prieuré», «ciertos de ellos se quedaron». Un descendiente de los que se quedaron era san Pablo, que afirma explícitamente ser benjamita (A los romanos, 11, 1).
A pesar de su conflicto con las otras tribus de Israel, parece que la tribu de Benjamín disfrutaba de alguna categoría especial. Entre otras cosas, proporcionó a Israel su primer rey —Saúl, ungido por el profeta Samuel— y su primera casa real. Pero Saúl fue más tarde depuesto por David, de la tribu de Judá. Y David no sólo privó a los benjamitas de su derecho al trono, sino que, al instalar su capital en Jerusalén, les privó también de su patrimonio legítimo.
Según todas las crónicas del Nuevo Testamento, Jesús era del linaje de David y, por ende, también miembro de la tribu de Judá. A ojos de los benjamitas esto le convertiría, al menos en cierto sentido, en un usurpador. Sin embargo, una objeción de esta índole habría quedado superada de haber contraído Jesús matrimonio con una mujer benjamita. Un matrimonio de esta clase hubiera constituido una importante alianza dinástica, una alianza cargada de importancia política. No sólo habría proporcionado a Israel un poderoso rey-sacerdote, sino que, además, habría cumplido la función simbólica de devolver Israel a sus propietarios originales y legítimos. De esta manera habría servido para estimular la unidad y el apoyo del pueblo, aparte de consolidar el derecho al trono que pudiera poseer Jesús.
En el Nuevo Testamento no se indica a qué tribu pertenecía la Magdalena. Sin embargo, en las leyendas posteriores se dice que era de linaje real. Y otras tradiciones afirman específicamente que era de la tribu de Benjamín.
Al llegar aquí, empezaron a hacerse discernibles las líneas generales de un escenario histórico coherente. Y, que nosotros pudiéramos ver, la cosa empezaba a tener sentido desde el punto de vista político. Jesús sería un rey-sacerdote del linaje de David que poseía un derecho legítimo al trono. Consolidaría su posición mediante un matrimonio dinástico simbólicamente importante. Luego estaría en condiciones de unificar a su país, movilizar al pueblo tras él, expulsar a los opresores, deponer a su marioneta abyecta y restaurar la gloria de la monarquía tal como era bajo Salomón. Un hombre así habría sido verdaderamente «rey de los judíos».