El tesoro cátaro

Durante la cruzada contra los albigenses y después de ella nació en torno a los cátaros una mística que perdura en nuestros días. En parte cabe atribuirla al romanticismo que envuelve a toda causa perdida y trágica —cual es el caso del príncipe Carlos Estuardo, por ejemplo— con un brillo mágico, una nostalgia obsesionante, con la «materia prima de las leyendas». Pero al mismo tiempo, según pudimos descubrir, había algunos misterios muy reales relacionados con los cátaros. Aunque las leyendas fueran exaltadas y románticas, seguía en pie cierto número de enigmas.

Uno de ellos se refiere al origen de los cátaros; y aunque al principio nos pareció que la cuestión carecía de repercusiones prácticas, más adelante comprobamos que su importancia era considerable. La mayoría de los historiadores recientes han argüido que los cátaros se derivan de los bogomilas, secta que existió en Bulgaria durante los siglos x y XI, y cuyos misioneros emigraron hacia la Europa occidental. No cabe la menor duda de que entre los herejes del Languedoc había cierto número de bogomilas. De hecho, un conocido predicador bogomila destacó en los asuntos políticos y religiosos de la época. Y a pesar de ello, encontramos pruebas sólidas de que los cátaros no procedían de los bogomilas. Por el contrario, parecían representar el florecimiento de algo que ya llevaba siglos arraigado en suelo francés. Parecían haber salido, casi directamente, de herejías que calaron en Francia en el mismo advenimiento de la era cristiana.[4]

Existen otros misterios relacionados con los cátaros, unos misterios mucho más intrigantes. Jean de Joinville, por ejemplo, un anciano que escribió sobre su familiaridad con Luis IX durante el siglo XIII, escribe: «El rey [Luis IX] me contó una vez que varios hombres de entre los albigenses habían acudido al conde de Monfort […] y le habían pedido que viniera a ver el cuerpo de Nuestro Señor, que se había hecho carne y sangre en las manos de un sacerdote».[5] Según esta anécdota, Monfort quedó un tanto desconcertado ante esta invitación. Con cierto mal humor, declaró que su séquito podía ir si así lo deseaba, pero que él seguiría creyendo de acuerdo con los principios de la «Santa Iglesia». No se dan más explicaciones sobre este incidente. El propio Joinville se limita a contarlo de paso. Pero ¿qué debemos pensar de esta enigmática invitación? ¿Qué estaban haciendo los cátaros? ¿De qué clase de ritual se trataba? Dejando aparte la misa, que los cátaros repudiaban, ¿qué podía hacer que «el cuerpo de Nuestro Señor se convirtiese en carne y sangre»? Fuera lo que fuese, ciertamente hay en la afirmación algo literal que resulta inquietante.

Otro misterio envuelve al legendario «tesoro» cátaro. Es sabido que los cátaros eran riquísimos. En teoría, su credo les prohibía portar armas, y aunque muchos hagan caso omiso de esta prohibición, es un hecho comprobado que contrataban a nutridos contingentes de mercenarios, lo cual les ocasionaba considerables gastos. Al mismo tiempo, las fuentes de la riqueza cátara —contaban con las simpatías de poderosos terratenientes, por ejemplo— eran obvias y explicables. Sin embargo, surgieron rumores, incluso durante la cruzada contra los albigenses, sobre un fantástico tesoro cátaro de índole mística, muy superior a la riqueza material. Este tesoro, fuera lo que fuese, se dice que estaba guardado en Montségur. Sin embargo, al caer esta fortaleza no se encontró nada de importancia. Y pese a ello, hay ciertos incidentes muy singulares relacionados con el sitio y la capitulación de Montségur.

Durante el asedio los atacantes eran más de diez mil. Contando con fuerzas tan nutridas, los sitiadores trataron de rodear toda la montaña para impedir cualquier tentativa de entrar o salir, con la esperanza de rendir por hambre a los defensores. A pesar de su fuerza numérica, empero, carecían de hombres en número suficiente para que el cerco quedase bien asegurado. Además, muchos de los soldados eran de la región y simpatizaban con los cátaros. Y otros muchos eran sencillamente de poco fiar. Así pues, no era difícil atravesar las líneas de los atacantes sin ser detectado. Había muchos huecos que permitían entrar y salir de la fortaleza, con lo que ésta siguió estando abastecida de provisiones.

Los cátaros aprovecharon tales huecos. En enero, casi tres meses antes de la caída de la fortaleza, dos perfectos consiguieron escapar. Según crónicas dignas de confianza, se llevaron consigo el grueso de la riqueza material de los cátaros: un cargamento de oro, plata y monedas que primero llevaron a una cueva fortificada en las montañas, y desde allí a un castillo. Después de esto, el tesoro se esfumó y nunca se ha sabido más de él.

El día 1 de marzo Montségur capituló finalmente. Para entonces sus defensores eran menos de cuatrocientos: entre 150 y 180 de ellos eran perfectos, y el resto lo componían caballeros, escuderos, hombres de armas y sus familias. Las condiciones que se les impusieron eran sorprendentes por su poca severidad. Los combatientes recibirían el perdón total de sus «crímenes» anteriores. Se les permitiría partir con sus armas, bagaje y obsequios, dinero incluido, que pudieran recibir de sus amos. También a los perfectos se les trató con una generosidad inesperada. Con la condición de que abjurasen de sus creencias heréticas y confesaran sus «pecados» a la Inquisición, serían puestos en libertad y sólo se les impondrían castigos leves.

Los defensores solicitaron una tregua de dos semanas, con un cese completo de las hostilidades, para sopesar las condiciones. En un nuevo despliegue de generosidad poco característica, los atacantes se mostraron de acuerdo. A cambio de ello, los defensores ofrecieron voluntariamente rehenes. Se acordó que si alguien trataba de escapar de la fortaleza, los rehenes serían ejecutados.

¿Estaban los perfectos tan comprometidos con sus creencias que gustosamente prefirieron el martirio a la conversión? ¿O había algo que no podían o no se atrevían a confesar a la Inquisición? Sea cual fuere la respuesta, que se sepa, ninguno de los perfectos aceptó las condiciones de los sitiadores. Por el contrario, todos ellos optaron por el martirio. Además, por lo menos otros veinte ocupantes de la fortaleza, seis mujeres y unos quince combatientes, recibieron voluntariamente el consolamentum y se hicieron perfectos también, con lo que aceptaron una muerte cierta.

La tregua llegó a su fin el 15 de marzo. Al amanecer del día siguiente más de doscientos perfectos fueron arrastrados brutalmente montaña abajo. Ni uno solo se retractó. No había tiempo para preparar hogueras individuales, de modo que fueron encerrados en una gran empalizada llena de leña, a los pies de la montaña, y quemados en masa. El resto de la guarnición, confinada en el castillo, no tuvo más remedio que presenciar la ejecución. Se les advirtió que si alguno de ellos trataba de huir, eso significaría la muerte para todos, incluidos los rehenes.

Con todo, a pesar de este riesgo, la guarnición se confabuló para esconder a cuatro perfectos entre las demás gentes. Y la noche del 16 de marzo estos cuatro hombres, acompañados de un guía, llevaron a cabo una osada fuga, también con el conocimiento y la complicidad de la guarnición. Bajaron por la escarpada cara occidental de la montaña, utilizando cuerdas para descender de una vez alturas de más de cien metros.[6]

¿Qué estaban haciendo estos hombres? ¿Cuál era el objetivo de su arriesgada fuga, que entrañaba un peligro tan grande tanto para la guarnición como para los rehenes? Hubieran podido salir libremente de la fortaleza al día siguiente, para reanudar sus vidas. Pero, por alguna razón que desconocemos, optaron por una peligrosa huida nocturna que fácilmente hubiera podido significar su muerte y la de sus colegas.

Cuenta la tradición que estos cuatro hombres transportaban el legendario tesoro de los cátaros. Pero el tesoro en cuestión había sido sacado clandestinamente de Montségur tres meses antes. Y en todo caso, ¿cuánto «tesoro» —cuánto oro, plata o monedas— podían transportar tres o cuatro hombres por la escarpada pared de una montaña? Si es verdad que los cuatro fugados transportaban algo, es evidente que ese algo no era riqueza material.

En tal caso, ¿qué transportarían? Quizás avíos de la fe cátara: libros, manuscritos, enseñanzas secretas, reliquias, objetos religiosos de alguna clase; quizás algo que, por una razón u otra, no podían permitir que cayese en manos hostiles. Eso podría explicar por qué se llevó a cabo una fuga, una fuga que entrañaba un riesgo tan grande para todos los comprometidos en ella. Pero si era necesario evitar a toda costa que algo de naturaleza tan preciosa cayera en manos del enemigo, ¿por qué no lo sacaron antes? ¿Por qué no lo habían sacado en secreto con el grueso del tesoro material tres meses antes? ¿Por qué lo retuvieron en la fortaleza hasta el último momento, un momento peligrosísimo?

La fecha precisa dé la tregua nos permitió deducir una posible respuesta a estas preguntas. Había sido solicitada por los defensores, que voluntariamente ofrecieron rehenes a cambio de ella. Por alguna razón, parece ser que los defensores la consideraron necesaria, aunque sólo sirvió para retrasar lo inevitable durante dos semanas.

Sacamos la conclusión de que tal vez este retraso era necesario para ganar tiempo. No tiempo en general, sino aquel tiempo específico, aquella fecha específica. Coincidió con el equinoccio de primavera, y cabe la posibilidad de que el equinoccio tuviera algún valor ritual para los cátaros. También coincidió con la Pascua. Pero los cátaros, que ponían en entredicho la pertinencia de la crucifixión, no concedían ninguna importancia especial a la Pascua. Y pese a ello, se sabe que se celebraba algún tipo de festividad el 14 de marzo, el día antes de que expirase la tregua.[7] Pocas dudas caben que la tregua fue solicitada con el objeto de que pudiera celebrarse dicha festividad. Y pocas dudas caben que la festividad no podía celebrarse en una fecha escogida al azar. Al parecer, tenía que ser el 14 de marzo. Fuera lo que fuese dicha festividad, está claro que causó cierta impresión en los mercenarios contratados, algunos de los cuales, desafiando una muerte inevitable, se convirtieron al credo cátaro. ¿Es posible que este hecho contenga al menos una clave parcial sobre lo que se sacó de Montségur dos noches más tarde? ¿Cabe que lo que se sacó en aquella noche fuera necesario para la festividad del día 14? ¿Fue lo que persuadió a por lo menos veinte defensores a convertirse en perfectos en el último momento? ¿Y cabe que fuera lo que aseguró la complicidad subsiguiente de la guarnición, incluso a riesgo de sus vidas? Si la repuesta a todas estas preguntas es afirmativa, tendremos la explicación de por qué lo que se sacó el día 16 no fue sacado antes; en enero, por ejemplo, cuando el tesoro monetario fue llevado a lugar seguro. Lo necesitaban para la festividad. Y luego tenían que evitar que cayera en manos enemigas.

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