13. El secreto que la Iglesia prohibió
Huelga decir que éramos muy conscientes de que nuestro «guión» no concordaba con las enseñanzas cristianas. Pero cuanto más investigábamos, más evidente era que tales enseñanzas, tal como se han transmitido a lo largo de los siglos, no son más que una recopilación muy seleccionada de fragmentos, sujetos a una expurgación y una revisión muy estrictas. Dicho de otro modo, el Nuevo Testamento ofrece un retrato de Jesús y de su época que se ajusta a las necesidades de ciertos intereses creados, de ciertos grupos de individuos que tenían —y en grado significativo siguen teniendo— un interés importante en la cuestión. Y cualquier cosa que pudiera comprometer o turbar tales intereses —como, por ejemplo, el evangelio «secreto» de Marcos— ha sido debidamente extirpada. Es tanto lo que se ha extirpado, de hecho, que se ha creado una especie de vacío. En este vacío la especulación se hace a la vez justificada y necesaria.
Si Jesús era un pretendiente legítimo al trono, es probable que contase con el apoyo, cuando menos al principio, de un porcentaje relativamente reducido de la población: sus familiares inmediatos de Galilea, ciertos miembros de su propia y aristocrática clase social y unos cuantos representantes, situados estratégicamente, en Judea y en la capital, Jerusalén. Estos partidarios, aunque distinguidos, difícilmente bastarían para asegurar la realización de sus objetivos: el éxito de su aspiración al trono. Por tanto, se vería obligado a reclutar un grupo más nutrido de seguidores entre las otras clases sociales, como hizo en 1745 el príncipe Carlos Estuardo, para usar una analogía que ya utilizamos antes.
¿Cómo se recluta un número elevado de partidarios? Obviamente, promulgando un mensaje destinado a captar su lealtad y su apoyo. Este mensaje no sería necesariamente tan cínico como los de las políticas modernas. Al contrario, puede que fuese promulgado de buena fe, con un idealismo totalmente noble y ardiente. Pero, a pesar de su orientación marcadamente religiosa, su objetivo principal sería el mismo que el de los mensajes de las políticas modernas: asegurarse la adhesión del pueblo. Jesús promulgaba un mensaje cuyo objetivo era precisamente el que acabamos de señalar: ofrecer esperanza a los oprimidos, a los afligidos, a los humildes. Era, en resumen, un mensaje que contenía una promesa. Si el lector moderno logra vencer sus prejuicios y sus ideas preconcebidas, observará un mecanismo que se parece de modo extraordinario al que vemos hoy en todo el mundo: un mecanismo por medio del cual el pueblo es y siempre ha sido unido en nombre de una causa común y transformado en un instrumento para el derrocamiento de un régimen despótico. Lo importante es que el mensaje de Jesús era, a la vez ético y político. Iba dirigido a un segmento determinado del pueblo de acuerdo con consideraciones políticas. Pues sólo podía albergar l a esperanza de encontrar seguidores entre los oprimidos, los afligidos y los humildes. Los saduceos, que habían llegado a un entendimiento con los ocupantes romanos, se opondrían, como han hecho todos los saduceos de la historia, a perder sus posesiones o a poner en peligro su seguridad y su estabilidad.
El mensaje de Jesús, tal como aparece en los evangelios, no es del todo nuevo ni del todo único. Es probable que el propio Jesús fuera un fariseo y sus enseñanzas contienen cierto número de elementos de la doctrina farisaica. Tal como atestiguan los pergaminos del mar Muerto, también contienen diversos aspectos importantes del pensamiento esenio. Pero si el mensaje, como tal, no era del todo original, probablemente sí lo era el medio de transmitirlo. No hay duda de que el propio Jesús era un individuo dotado de un carisma inmenso. Es posible que poseyera aptitudes para curar y para hacer otros «milagros» parecidos. Ciertamente, poseía el don de comunicar sus ideas por medio de parábolas evocadoras y vividas que no requerían una gran cultura por parte de sus oyentes, sino que estaban al alcance, en algún sentido, del pueblo en general. Además, a diferencia de sus precursores esenios, Jesús no tenía por qué limitarse a predecir el advenimiento de un mesías. Podía afirmar que él era dicho mesías. Y esto, como es natural, daría mucha más notoriedad y credibilidad a sus palabras.
Es evidente que en el momento de su entrada triunfal en Jerusalén Jesús ya había reclutado un buen número de seguidores. Pero entre éstos habría dos elementos claramente diferenciados y cuyos intereses no eran precisamente los mismos. Por un lado estaría un pequeño grupo de «iniciados»: parientes inmediatos, otros miembros de la nobleza, partidarios ricos e influyentes cuyo objetivo principal era ver a su candidato sentado en el trono. Por el otro lado, habría un séquito mucho más amplio de «personas corrientes», las «masas» del movimiento, cuyo objetivo principal era ver cómo se cumplían el mensaje y la promesa que éste contenía. Es importante reconocer la distinción entre estas dos facciones. Su objetivo político —sentar a Jesús en el trono— sería el mismo. Pero sus motivaciones serían esencialmente distintas.
Cuando fracasó la empresa, como obviamente ocurrió, la incómoda alianza entre estas dos facciones —«partidarios del mensaje» y partidarios de la familia— amenazaría con venirse abajo. Ante semejante desastre y la amenaza de un aniquilamiento inminente, la familia daría prioridad al único factor que desde tiempo inmemorial era de suprema importancia para las familias nobles y reales: la preservación de la estirpe a toda costa y, de ser necesario, en el exilio. Para los «partidarios del mensaje», sin embargo, la supervivencia de la estirpe tendría una importancia secundaria. Su principal objetivo sería la perpetuación y la diseminación del mensaje.
El cristianismo, tal como evoluciona durante sus primeros siglos y finalmente llega hasta nosotros, es fruto de los «partidarios del mensaje». Otros eruditos se han ocupado de estudiar su propagación y su desarrollo, por lo que no es necesario dedicarles aquí mucha atención. Bastará decir que con san Pablo «el mensaje» ya había empezado a adquirir una forma cristalizada y definitiva; y esta forma se convirtió en la base sobre la que se erigió todo el edificio teológico del cristianismo. Cuando se redactaron los evangelios, los principios básicos de la nueva religión ya habían sido virtualmente completados.
La nueva religión estaba orientada principalmente a Roma o a un público romanizado. Así, el papel de Roma en la muerte de Jesús fue forzosamente «blanqueado» y la culpabilidad fue transferida a los judíos. Pero esta no fue la única libertad que se tomaron con los acontecimientos a fin de que resultasen aceptables para el mundo romano. Porque el mundo romano estaba acostumbrado a deificar a sus gobernantes y César ya había sido declarado oficialmente dios. Con el fin de competir, Jesús —a quien nadie había considerado antes como divino— tenía que ser deificado también. Y lo fue por parte de Pablo.
Antes de que la nueva religión pudiera ser diseminada con éxito —de Palestina a Siria, Asia Menor, Grecia, Egipto, Roma y la Europa occidental—, hizo falta convertirla en algo aceptable para los pueblos de tales regiones. Y tenía que ser una religión capaz de defenderse ante los credos ya arraigados. El nuevo dios, en pocas palabras, debía tener un poder, una majestad y un repertorio de milagros comparables con los que pretendía desplazar. Si se quería que Jesús estableciera una «cabeza de puente» en el mundo romanizado de su tiempo, por fuerza había que convertirlo en un dios con todas las de la ley. No un mesías en el sentido antiguo de la palabra, ni un rey-sacerdote, sino una encarnación divina que, al igual que sus colegas sirios, fenicios, egipcios y clásicos, pasara por los infiernos y sus penalidades y saliera, rejuvenecido, con la primavera. Fue en este punto donde por primera vez adquirió una importancia crucial la idea de la resurrección, y por un motivo bastante obvio: para colocar a Jesús al mismo nivel que Tammuz, Adonis, Attis, Osiris y todos los demás dioses fallecidos y resucitados que poblaban tanto el mundo como la conciencia de su época. Precisamente por la misma razón se promulgó la doctrina del nacimiento virgen. Y la festividad de la pascua —la fiesta de la muerte y la resurrección— se hizo coincidir con los ritos de primavera de otros cultos y escuelas mistéricas de aquel tiempo.
Dada la necesidad de diseminar un mito referente a un dios, la familia corpórea real del «dios» y los elementos políticos y dinásticos de su historia resultarían superfluos. Encadenados como estaban a un tiempo y un lugar específicos, hubiesen obrado en detrimento de su pretensión de universalidad. Por tanto, para promover dicha pretensión, todos los elementos políticos y dinásticos fueron rigurosamente extirpados de la biografía de Jesús. Y, así, todas las referencias a los zelotes, por ejemplo, y a los esenios también fueron suprimidas discretamente. Como mínimo estas referencias habrían resultado embarazosas. No hubiese quedado bien que un dios interviniera en una conspiración política y dinástica compleja y en esencia efímera, y especialmente una conspiración que fracasó. Al final no quedó nada salvo lo que contenían los evangelios: una crónica de sencillez austera, mítica, que sólo incidentalmente transcurría en la Palestina ocupada por los romanos del siglo I y principalmente en el presente eterno de todos los mitos.
Al parecer, mientras «el mensaje» se desarrollaba de esta forma, la familia y sus partidarios no permanecieron ociosos. Julio Africano, que escribió en el siglo III, dice que los parientes de Jesús que sobrevivieron acusaron amargamente a los gobernantes herodianos de destruir las genealogías de los nobles judíos, eliminando con ello toda prueba que pudiera representar un desafío para su pretensión al trono. Y se dice que estos mismos parientes «migraron por el mundo», llevando con ellos ciertas genealogías que se habían librado de la destrucción de documentos durante la revuelta de 66 a 74 dC[1]
Para los propagadores del nuevo mito, la existencia de esta familia no tardaría en convertirse en algo más que un detalle que no haría al caso. Se convertiría en una posible fuente de problemas de proporciones gigantescas. Porque la familia —que podía aportar un testimonio de primera mano de lo que había ocurrido real e históricamente— hubiese constituido una amenaza peligrosa para el mito. De hecho, basándose en su conocimiento de primera mano, la familia hubiese podido desacreditar el mito por completo. Así, en los primeros tiempos del cristianismo toda mención de una familia noble o real, de una estirpe, de ambiciones políticas o dinásticas, tuvo que suprimirse. Y —dada la necesidad de reconocer las realidades cínicas de la situación— la familia misma, que podía traicionar la nueva religión, debía ser exterminada, si ello era posible. De ahí la necesidad del mayor secreto por parte de la familia. De ahí la intolerancia que mostraban los primeros padres de la Iglesia ante cualquier desviación de la ortodoxia que ellos se esforzaban por imponer. Y de ahí también, quizás, uno de los orígenes del antisemitismo. En efecto, los «partidarios del Mensaje» y propagadores del mito cumplirían un propósito dual al culpar a los judíos y exonerar a los romanos. No sólo harían que el mito y «el mensaje» fuesen aceptables para un público romano, sino que, además, impugnarían la credibilidad de la familia, toda vez que ésta era judía. Y los sentimientos antijudíos que engendraron promoverían aún más sus objetivos. Si la familia había encontrado refugio en una comunidad judía de alguna parte del imperio, la persecución popular podría, en su momento de mayor impulso, silenciar convenientemente a los testigos peligrosos.
Complaciendo a un público romano, deificando a Jesús y utilizando a los judíos como chivos expiatorios, estaba asegurada la propagación de lo que posteriormente pasaría a ser la ortodoxia cristiana. La posición de dicha ortodoxia comenzó a consolidarse de modo definitivo en el siglo II, sobre todo a través de Ireneo, obispo de Lyon en 180 dC aproximadamente. Es probable que Ireneo, más que cualquier otro de los primeros padres de la Iglesia, lograse impartir a la teología cristiana una forma estable y coherente. Lo consiguió principalmente por medio de una obra voluminosa, Libros Quinqué Adversus Haereses («Cinco libros contra las herejías»). En su exhaustiva obra Ireneo catalogó todas las desviaciones de la ortodoxia que empezaban a consolidarse y las condenó con vehemencia. Deplorando la diversidad, afirmó que únicamente podía haber una Iglesia válida y que fuera de ella no podía haber salvación. Quienquiera que desafiase esta afirmación era tachado de hereje por Ireneo: un hereje al que había que expulsar y, si era posible, destruir.
Entre el gran número de formas diversas que tuvo el cristianismo en sus primeros tiempos se hallaba el gnosticismo, al que Ireneo dedicó sus peores vituperios. El gnosticismo se basaba en la experiencia personal, en la unión personal con lo divino. A juicio de Ireneo, esto, naturalmente, socavaba la autoridad de los sacerdotes y obispos y, por ende, impedía el intento de imponer la uniformidad. En vista de ello, empleó sus energías en suprimir el gnosticismo. A tal efecto era necesario desaprobar la especulación individual y alentar la fe ciega en un dogma fijo. Se necesitaba un sistema teológico, una estructura de principios codificados que no permitieran la interpretación por parte del individuo. En oposición a la experiencia personal y a la gnosis, Ireneo insistía en una sola Iglesia «católica» (es decir, universal) que se basara en unos cimientos y una sucesión apostólicos. Y para llevar a cabo la creación de tal Iglesia, Ireneo reconoció la necesidad de un canon definitivo, una lista fija de escritos autorizados. Así pues, recopiló dicho canon tras revisar las obras existentes, incluyendo algunas de ellas y rechazando otras. Ireneo es el primer autor cuyo canon del Nuevo Testamento concuerda en esencia con el actual.
Estas medidas, huelga decirlo, no impidieron la propagación de las primitivas herejías. Al contrario, éstas siguieron floreciendo. Pero con Ireneo, la ortodoxia — el tipo de cristianismo promulgado por los «partidarios del mensaje»— cobró una forma coherente que aseguró su supervivencia y su triunfo final. No es irrazonable afirmar que Ireneo preparó el camino para lo que ocurrió durante e inmediatamente después del reinado de Constantino, bajo cuyos auspicios el imperio romano pasó a ser, en cierto sentido, un imperio cristiano.
El papel de Constantino en la historia y la evolución del cristianismo ha sido falsificado, mal presentado y mal comprendido. La espuria «Donación de Constantino» del siglo VI, que ya comentamos en el capítulo 9, ha venido a confundir las cosas aún más a ojos de autores subsiguientes. Sin embargo, con frecuencia se atribuye a Constantino el mérito de la victoria definitiva de los «partidarios del mensaje» y ello no es del todo injustificado. Así pues, tuvimos que estudiar más atentamente a Constantino y para ello fue necesario negar algunos de los logros más fantasiosos y especiosos que se le atribuían.
Según la tradición posterior de la Iglesia, Constantino había heredado de su padre la predisposición a mostrarse comprensivo con el cristianismo. De hecho, parece ser que esta predisposición era más que nada una cuestión de conveniencia, pues por aquel entonces los cristianos ya eran numerosos y Constantino necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir contra Magencio, que rivalizaba con él por el trono imperial. En 312 dC Magencio fue derrotado en la batalla de Puente Milvio, tras la cual ya nadie discutió el derecho de Constantino. Se dice que inmediatamente antes de esta batalla crucial Constantino tuvo una visión —reforzada más tarde por un sueño profético— en la que una cruz luminosa aparecía colgada en el cielo. Y se supone que en dicha cruz estaba inscrita una frase: In hoc signo vinces («Por esta señal vencerás»). Cuenta la tradición que Constantino, obedeciendo este portento celestial, se apresuró a ordenar que los escudos de sus tropas fuesen adornados con el monograma cristiano: las letras griegas «chi rho», las dos primeras de la palabra «Christos». A resultas de ello, la victoria de Constantino sobre Magencio en Puente Milvio llegó a representar un triunfo milagroso del cristianismo sobre el paganismo.
Esta, pues, es la tradición popular de la Iglesia en que se basó Constantino, según se cree a menudo, para «convertir el imperio romano al cristianismo». En realidad, sin embargo, Constantino no hizo nada de eso. Pero, para saber exactamente qué hizo, debemos examinar los datos con mayor atención.
En primer lugar, la «conversión» de Constantino —si esa es la palabra apropiada— no parece cristiana, sino descaradamente pagana. Constantino tuvo alguna visión o experiencia reveladora en el recinto de un templo pagano dedicado al Apolo gálico, ya sea en los Vosgos o cerca de Autun. Según un testigo que acompañaba al ejército de Constantino, la visión consistió en un dios Sol: la deidad que adoraban ciertos cultos bajo el nombre de «Sol Invictus», es decir, «el Sol Invencible». Hay pruebas de que Constantino, justo antes de la visión, había sido iniciado en un culto del Sol Invictus. En todo caso, el senado romano, después de la batalla de Puente Milvio, erigió un arco triunfal en el Coliseo. Según la inscripción de dicho arco, la victoria de Constantino se obtuvo «mediante el dictado de la deidad». Mas la deidad en cuestión no era Jesús. Era el Sol Invictus, el dios Sol de los paganos.[2]
Contrariamente a lo que dice la tradición, Constantino no convirtió el cristianismo en la religión oficial del estado romano. Esta religión, bajo Constantino, era en realidad el culto pagano al Sol; y Constantino, durante toda su vida, actuó como sumo sacerdote del citado culto. A decir verdad, su reinado era denominado «el imperio del Sol» y el Sol Invictus figuraba en todas partes, incluso en las banderas imperiales y en las monedas del reino. La imagen de Constantino como fervoroso converso al cristianismo es claramente errónea. El emperador no fue bautizado hasta 337, cuando yacía en su lecho de muerte y, al parecer, se sentía demasiado débil o demasiado apático para protestar. Tampoco se le puede atribuir el monograma «chi rho». Una inscripción con dicho monograma fue hallada en una tumba de Pompeya que databa de dos siglos y medio antes.[3]
El culto al Sol Invictus era de origen sirio y los emperadores romanos lo impusieron a sus súbditos un siglo antes de Constantino. Aunque contenía elementos del culto a Baal y Astarté, era esencialmente monoteísta. En efecto, proponía el dios Sol como la suma de todos los atributos de todos los demás dioses y de esta manera subsumía pacíficamente a sus posibles rivales. Asimismo, armonizaba convenientemente con el culto a Mitras, que también prevalecía en Roma y el imperio por aquel entonces y que también llevaba aparejada la adoración del sol.
Para Constantino el culto al Sol Invictus era conveniente, sencillamente eso. Su objetivo principal o, mejor dicho, su obsesión era la unidad: unidad política, religiosa y territorial. Un culto o una religión estatal que incluyese en su seno a todos los demás cultos era, como es obvio, favorable a este objetivo. Y fue bajo los auspicios del culto al Sol Invictus que el cristianismo consolidó su posición.
La ortodoxia cristiana tenía mucho en común con el culto al Sol Invictus y, por ende, pudo florecer tranquilamente al amparo de la tolerancia del mismo. El culto al Sol Invictus, siendo especialmente monoteísta, preparó el camino para el monoteísmo del cristianismo. Y el culto al Sol Invictus también era conveniente en otros sentidos, los cuales modificaban y a la vez facilitaban la propagación del cristianismo. Mediante un edicto promulgado en 321, por ejemplo, Constantino ordenó que los tribunales de justicia cerrasen en «el venerable día del Sol» y que dicho día fuera de descanso. Hasta entonces el cristianismo había conservado el sábado de los judíos como día sagrado. Ahora, de acuerdo con el edicto de Constantino, el día sagrado pasó a ser el domingo. De este modo no sólo armonizaba con el régimen existente, sino que, además, podía disociarse un poco más de sus orígenes judaicos. Por otra parte, hasta el siglo IV el cumpleaños de Jesús se celebró el día 6 de enero. Sin embargo, para el culto al Sol Invictus el día crucial del año era el 25 de diciembre, la festividad de Natalis Invictus, el nacimiento (o renacimiento) del Sol, fecha en que los días comenzaban a alargarse. También a este respecto el cristianismo se alineó con el régimen y con la religión oficial del estado.
El culto al Sol Invictus engranó felizmente con el culto a Mitras; tanto es así, de hecho, que a menudo se confunden el uno con el otro.[4] Ambos hacían hincapié en la importancia del Sol. Ambos consideraban el domingo como día sagrado. Ambos celebraban una natividad importante el 25 de diciembre. A resultas de ello, el cristianismo pudo encontrar también puntos de convergencia con el mitraísmo, tanto más cuanto que el mitraísmo recalcaba la inmortalidad del alma, un juicio futuro y la resurrección de los muertos.
En bien de la unidad Constantino optó deliberadamente por difuminar las distinciones entre el cristianismo, el mitraísmo y el Sol Invictus; optó deliberadamente por no ver ninguna contradicción entre tales religiones. Por esto toleró al Jesús deificado como manifestación terrenal del Sol Invictus. Por esto construyó una iglesia cristiana, al mismo tiempo que erigía estatuas de la Diosa Madre Cibeles y del Sol Invictus, el dios Sol (este último era una imagen de él mismo que llevaba sus rasgos). En estos gestos eclécticos y ecuménicos también cabe ver la importancia que se daba a la unidad. La fe, en resumen, era para Constantino una cuestión política; y toda fe que condujese a la unidad era tratada con indulgencia.
Por tanto, aunque Constantino no fue el «buen cristiano» que nos presentan las tradiciones posteriores, sí consolidó, en nombre de la unidad y de la uniformidad, la categoría de la ortodoxia cristiana. En 325, por ejemplo, convocó el concilio de Nicea, en el que se decidió la fecha de la pascua, y se dictaron reglas que definían la autoridad de los obispos, preparando con ello el camino para una concentración de poder en manos eclesiásticas. Lo más importante de todo fue que el concilio de Nicea decidió, mediante votación,[5] que Jesús era un dios y no un profeta mortal. Sin embargo, hay que volver a recalcar que para Constantino lo principal no era la piedad, sino la unidad y la conveniencia. En su calidad de dios, Jesús podía ser asociado convenientemente con el Sol Invictus. Como profeta mortal, habría sido más difícil darle cabida. En pocas palabras, la ortodoxia cristiana se prestaba a una fusión políticamente deseable con la religión oficial del estado; y en la medida en que así era, Constantino apoyó la ortodoxia cristiana.
Así, un año después del concilio de Nicea, sancionó la confiscación y destrucción de todas las obras que desafiaran las enseñanzas ortodoxas: obras de autores paganos que hacían referencia a Jesús, así como obras de cristianos «heréticos». También dispuso que se concedieran a la Iglesia unos ingresos fijos e instaló al obispo de Roma en el palacio de Letrán.[6] Luego, en 331, encargó y financió nuevas copias de la Biblia. Esto constituyó uno de los factores más decisivos de toda la historia del cristianismo y proporcionó a la ortodoxia cristiana —a los «partidarios del mensaje»— una oportunidad sin paralelo.
En 303, un cuarto de siglo antes, el emperador pagano Diocleciano se había propuesto destruir todos los escritos cristianos que pudiera encontrar. A causa de ello, los documentos cristianos —sobre todo en Roma— desaparecieron prácticamente. Al encargar Constantino versiones nuevas de tales documentos, los custodios de la ortodoxia pudieron revisar, modificar y reescribir el material como les parecía conveniente, de acuerdo con sus principios. Probablemente fue entonces cuando se hicieron la mayoría de las alteraciones cruciales del Nuevo Testamento y Jesús asumió la categoría singular de que ha gozado desde entonces. La importancia del encargo de Constantino no debe ser subvalorada. De las cinco mil versiones manuscritas del Nuevo Testamento que se conservan, ninguna de ellas es anterior al siglo IV.[7] El Nuevo Testamento, tal como existe hoy día, es en esencia obra de quienes lo prepararon y escribieron en el siglo IV, es decir, de los custodios de la ortodoxia, los «partidarios del mensaje», que tenían intereses creados que proteger.