Capítulo 9

árbol
En los dominios de Argyll

Nos adentramos en los terrenos pertenecientes al castillo de Inveraray como prisioneros de Colin Campbell.

Maniatados y a caballo, atravesamos las grandes puertas de la inmensa fortificación, demudados por tan suntuoso e imponente castillo, el afamado caisteal Inbhir Aora. Los altos muros parecían interminables, en ellos se alternaban ventanas ojivales con saeteras, cimas almenadas y torretas circulares en las esquinas. Regio y formidable, un titán de piedra en mitad de una verde pradera frente al lago Fyne.

—Daré cuenta a Argyll de la veracidad de vuestro testimonio —expuso Colin, casi más tenso que yo—, luego os hará llamar para tantearos y evaluaros. Es sorprendentemente hábil para encajar las capacidades de un hombre con la función que más le favorezca. Os pondrá a prueba con alguna misión arriesgada, y más presentándoos como mercenario. Nunca lo subestiméis o estaréis perdido. Algunas de sus debilidades son la bebida y el juego, es un gran estratega y posee una mente despierta y brillante. Y si algo odia son los rodeos, la ineptitud y la indecisión, nunca esquivéis su mirada y no os dejéis amedrentar por su vivo genio. Adora a su esposa, lady Margaret Douglas, y es un hombre recto en cuanto a los placeres de la carne, no se le conocen amantes. Creo que es cuanto puedo deciros. Espero seros de ayuda en mi encuentro con él.

—Entre vuestras palabras y vuestros puños, nada he de temer.

Colin sonrió y, tras echar un vistazo a mi maltrecho rostro, chasqueó la lengua con ligereza y musitó:

—Tampoco estáis tan mal, MacLean, aún se os reconoce.

—Sí, el cabello no me ha cambiado.

Intentando sofocar una risotada, su pecho se agitó estrangulando una carcajada.

En realidad, mirarme al espejo esa mañana había sido mejor de lo que esperaba. Y, aun así, Ayleen clamó al cielo al ver las magulladuras, increpando mi necedad y descargando en mí su furia, mientras aplicaba ungüento a mis heridas. Tenía el labio inferior partido, una brecha en el pómulo izquierdo y en la ceja del mismo lado, moretones en las mejillas y un ojo algo más cerrado que el otro. Colin se había aplicado bien.

Nos detuvimos en el acceso principal y desmontamos. Unos siervos se aprestaron a llevar nuestras monturas a las caballerizas, mientras los soldados de la guarnición nos escoltaban al interior de la fortaleza.

Avanzamos por largos y elegantes corredores, y me asombró la animosa actividad que bullía en el castillo. Siervos y doncellas se afanaban correteando de un lugar a otro, ocupados en sus tareas con singular apremio.

—Esta noche se celebra el cumpleaños de lady Anne, la primogénita de Argyll —me susurró Colin—. Habrá una fiesta y, como están aquí los grandes señores de las Lowlands, aprovecharán para celebrar la reunión y organizar el ataque a las tropas de Montrose.

La guardia de Argyll nos adentró en un amplio recibidor, en el que nos hicieron esperar mientras era anunciada nuestra presencia allí. Los nueve miembros que formábamos mi patrulla, Colin y su segundo, Fergus, aguardamos inquietos escoltados por robustos lowlanders armados.

Mi intención había sido dejar a mis hombres esperar mi regreso fuera de los terrenos del castillo, pero Colin se había opuesto tajante a ello. Y, en verdad, no habría tenido mucho sentido que solo me apresaran a mí. Lo que más me asombró es que ningún miembro de la partida replicara sobre aquel arriesgado cambio en los planes. En principio habían sido elegidos para ser mi escolta, nada más. Sin embargo, habían aceptado adentrarse en la boca del lobo, no llegué a entender la razón. No me debían lealtad ni me tenían el aprecio suficiente, con lo que deduje que su lealtad para con mi tío y la causa eran la verdadera motivación.

Sentí la mirada de Ayleen fija en mí, impregnada de una honda preocupación por mi persona, y me descubrí devolviendo aquel sentimiento. Aquella aventura comenzaba a enredarse condenadamente, y mi intención de no embregar a nadie en mis fines se desdibujaba poco a poco. Alaister permanecía pensativo, con semblante inescrutable pero mirada inquieta.

Al cabo, se abrieron las hojas de la doble puerta que daba al despacho del marqués y emergió de ellas una mujer con la furia y el dolor pintando sus hermosas facciones.

Se dirigió sin titubear hacia donde yo me encontraba escoltado por dos hombres y, plantándose frente a mí, me regaló una mirada de profundo odio.

—Os deseo una muerte larga y dolorosa, perro sarraceno —silbó entre dientes—. Pero mientras tanto, deseo que vuestra mísera vida sufra penurias, torturas y dolor, aunque lo que más deseo de todo es que las sufráis de mi mano.

—Muchos y ambiciosos deseos para alguien tan pequeño como vos —respondí impertérrito.

Una delicada mano se estampó contra mi mejilla.

—¡Os odio, malnacido! —bramó con mirada sufrida y rictus desgarrado.

—Me ha quedado perfectamente claro.

Volvió a abofetearme con inquina, a sus enrojecidos ojos asomaron lágrimas rabiosas que acentuaron el claro verdor esmeralda de sus iris.

—Os repetís, mi señora —aduje estoico—. Si no tenéis nada más que agregar, creo que me espera el marqués.

Tras una insidiosa mirada cargada de terribles amenazas, me escupió con agudo desprecio y abandonó la estancia, seguida por la sedosa estela de su larga y ondulada melena roja.

Un hombre alto y de constitución delgada, rostro afilado y huesudo, pequeños ojos oscuros de mirada incisiva, finos ropajes y semblante regio clavó su atención en mí.

—No parece que hayáis tenido un buen comienzo con vuestra cuñada —murmuró mordaz—. Quizá sea porque la dejasteis viuda nada más desposarse.

Abrí los ojos con asombro. ¡Era ella, la esposa Campbell de mi hermanastro! En verdad, su odio por mí estaba más que justificado.

—Jamás será consciente del gran favor que le hice —repliqué audaz.

El hombre me estudió con profunda curiosidad, asintió como confirmando algún pensamiento y regresó al despacho con paso solemne.

—Hacedlo entrar, solo a él —ordenó a sus guardias sin volverse.

Supe quién era antes de que su encopetado heraldo comenzara a enumerar sus títulos nobiliarios.

Sir Archibald Campbell, primer marqués de Argyll, octavo conde de Argyll, señor de Lorne, jefe del clan Campbell, alto dignatario del Reino de Escocia y fiel defensor de la causa Covenant, os llama a su presencia.

Me empujaron bruscamente para impelerme a avanzar. Solo Colin me acompañó, cerrando las puertas tras de mí.

Pude percibir el airado y contrariado gesto que Argyll le regaló a su pariente.

—Mi orden solo incumbía a vuestro prisionero, no a vos —acusó severo.

—Creí que esperabais su confesión. Como comprobaréis, me esmeré mucho, es un hombre difícil de persuadir —se defendió él molesto.

—Primero quiero conocer el testimonio de su boca, y luego os pediré que me lo ratifiquéis. Aguardad fuera.

Cuando se giró para marcharse, me dirigió una mirara admonitoria y preocupada antes de salir del despacho.

—Bien, MacLean. —Argyll me escrutó con recelosa suspicacia desde su ostentoso sillón, que presidía una ornamentada mesa en la que se apilaban mapas y pliegos doblados—. Corren muchos rumores sobre vos, no obstante, algunos se contradicen con vuestros hechos, lo que me lleva a desconfiar y a plantearme si merece la pena escucharos en lugar de librarme de vos.

—Si os referís a haber ajusticiado a vuestro aliado, mi hermano Hector —comencé con pausada calma—, puedo aseguraros que tuve razones de peso para hacerlo.

—¿Fue por eso por lo que vuestro tío os desterró del clan?

—Fue lo que motivó nuestro enfrentamiento —respondí cauto—. También mi deseo de regresar a Sevilla, eso lo enfureció, pues en realidad me mandó llamar para defender Duart y anexionarme a las tropas realistas. Pero nunca fue buena idea buscar la ayuda de alguien que reniega de sus colores y de su sangre.

—Sin embargo, regresasteis para prestarla.

—No, regresé para vengarme.

—Empiezo a compadecer a vuestro tío —arguyó censurador—, dos sobrinos traidores es un duro estigma que soportar. En lo referente a Hector, me consta que buscaba poder y estar del lado victorioso cuando se repartieran privilegios. Era un hombre sin principios ni valía, cobarde y pueril, pero ambicioso en extremo, me fue muy útil proveyéndome de jugosa información. Respecto a vos, parecéis valeroso y audaz, inteligente y fiero y, por lo que veo, solo leal a vos mismo. No obstante, venís a mis dominios, imagino que a terminar vuestra venganza, y mi pregunta es: estando tan cerca de vuestro tío, ¿por qué no acabasteis con él, como lo hicisteis con vuestro hermano?

Su sagacidad resultaba admirable, y era precisamente ese rasgo lo que lo hacía tan peligroso.

—Matarlo por cuestiones personales solo me convertiría en prófugo —contesté midiendo cada palabra—. Y no es lo que busco.

—Y ¿qué es exactamente lo que buscáis?

Sentí su penetrante mirada tanteando de forma escrupulosa todas y cada una de mis expresiones.

—Busco ser dueño y señor de Duart.

Fui sometido a un tenso y largo escrutinio por parte de mi interlocutor, en el que me mantuve firme sin desviar la mirada, sosteniendo su recelo y regalando mi imperturbabilidad. Al cabo, tras sopesar con fruncido ceño mi respuesta y mi reacción, asintió quedo.

—Curioso anhelo para alguien que desdeña sus colores y su sangre.

Sonreí ante su agudeza, mientras pensaba una respuesta lo bastante persuasoria que alejara su desconfianza.

—Cuando apenas era un niño ya se encargaron de hacerme aborrecer mis colores, lo que no impide que me resulten atractivos el castillo y las tierras del clan. Además, y en ese punto confieso mi cinismo, qué mejor venganza que un gall de sangre árabe se apodere del título de laird MacLean.

Archibald Campbell relajó el rostro, estirando someramente las comisuras de sus delgados labios en una mueca que no llegó a sonrisa, pero que resultó tan alentadora que apaciguó mi inquietud y me convenció de haber cumplido mi objetivo.

—Un título que, a falta de vuestro tío, os pertenece por derecho consanguíneo —añadió irguiéndose en su asiento tras un carraspeo formal—. Bien, MacLean, a pesar de haber decidido creer lo que decís, convendréis conmigo en que las palabras sin pruebas no son nada. Así pues, exijo de vos una prueba de lealtad.

Me limité a asentir aguardando su estocada final.

—Si me rendís pleitesía y me juráis lealtad, aplastaré a Lachlan, os nombraré laird de vuestro clan y os cubriré de oro. Pero antes habréis de ser merecedor de tal honor. Partiréis mañana a Glencoe, a las tierras de los MacDonald, acérrimos enemigos míos, para ofrecer un pacto y un presente de mi parte.

Maldije para mis adentros. Una simple venganza se estaba tornando con asombrosa rapidez en una compleja cadena de intrigas políticas que me traían sin cuidado. Estando en su poder, no tenía más remedio que acceder a su demanda, aunque una vez que diera caza a los Grant, el plan seguía siendo regresar a Duart para embarcar hacia la isla de Skye en busca de mi querida madrastra.

—Contad conmigo —mentí—. Aunque ese presente debe ser muy tentador para que un MacDonald acepte cambiar de bando.

—Es un lazo de mi propia sangre lo que le ofrezco, mi protección y mi respaldo para futuras empresas. Si lo rechaza, masacraré su clan.

Aquello no era un pacto, aquello era una amenaza flagrante. El marqués no se andaba con medias tintas.

—¿Un lazo de vuestra propia sangre? ¿Os referís a la alianza de vuestras casas mediante una boda?

—En efecto —confirmó complacido—. Y, ya que habéis dejado viuda a una pariente que, aunque lejana, está siendo un peón muy útil en mis tratos, ¿qué mejor que remendar eso llevándola personalmente hasta la capilla, entregándola vos mismo a su futuro esposo?

—Por su animadversión hacia mí, dudo que acepte ni mi compañía ni mi guía hasta Glencoe.

—Cora no tiene voz ni voto en su futuro, la amparé en mi casa cuando murió su madre, y su padre es un pobre infeliz que mendiga un hueco en la corte real de Carlos I, en Londres. Me debe no solo el favor de criar a su hija bajo mi techo, sino también mi respaldo y mis contactos.

Pude adivinar que, como pago al marqués, tendría que ejercer de espía para él y mantenerlo informado de lo que aconteciera en palacio.

No me quedaba más remedio que partir con Cora Campbell, ya pensaría dónde la dejaba en el camino para que pudiera regresar si era su deseo.

—Y, puesto que hemos llegado a un cordial entendimiento —agregó el marqués poniéndose en pie—, pasaréis la noche bajo mi techo en calidad de invitado. Cabe mencionar que, por supuesto, mientras deambuléis por mis dominios, dos de mis hombres os escoltarán.

—Desearía que mis hombres gozaran del mismo trato.

Alzó una ceja sorprendido por mi atrevimiento y, aunque con una mueca torva, asintió, dirigiendo a uno de sus guardias el gesto de que me soltaran.

—Podéis asistir a la fiesta si gustáis. Como nuevo aliado mío, es bueno que mi clan os conozca. Los MacLean no suelen ser bien recibidos por estos lares y, aunque vos no luzcáis vuestros colores ni os dignéis siquiera vestir como un highlander, vuestros hombres, sí. Y hoy no quiero altercados de ningún tipo.

Liberaron mis muñecas y me las froté aliviado, tomando nota mental de la disposición del mobiliario por si tenía la ocasión de burlar a los guardias y filtrarme en aquel despacho esa misma noche.

—Sois un hombre peculiar, MacLean, pero he de advertiros que la mujer que tendréis que escoltar hasta Glencoe también lo es. Cora es una mujer complicada y enrevesada, de difícil trato y experta en impacientar con su rebeldía. Su temperamento es incendiario y su carácter combativo, mi consejo es que la ignoréis, o temo que la abandonaréis a la primera oportunidad.

Sonreí avieso, comprobando el alivio que inundaba la expresión del poderoso Archibald Campbell.

—Por eso ardéis en deseos de perderla de vista —subrayé—. En vista de sus deseos hacia mi persona y lo que acabáis de revelarme, lo único que temo es que me clave una daga en el corazón mientras duermo.

El marqués compartió mi sonrisa y sacudió la cabeza con diversión.

—Seríais un necio si os atrevieseis a dormir sin maniatarla debidamente.

—Empiezo a pensar que vuestra intención es que Cora se ocupe solita de devastar el clan MacDonald con su genio.

Argyll amplió su sonrisa con un deje admirativo en el rostro.

—Sois astuto, MacLean, no sé si devastarlos, pero ofuscarlos seguro.


La música de flautines, arpas y gaitas resonaba en el amplio salón, invitando a unirse a la danza que consistía en mover los pies en rítmicos saltos, el céilidh, un baile que nunca habría imaginado presenciar en un evento de alcurnia como aquel. Los invitados, alborozados por el animado compás de las gaitas, palmeaban efusivos a los hábiles bailarines que abarrotaban el centro de la sala.

—Parece que no vamos vestidos para la ocasión —bromeó Rosston ante el gesto desdeñoso que le dedicó una elegante dama.

—Ni siquiera nos hemos bañado —se quejó Irvin con desagrado—, parecemos pordioseros.

—Pero estamos vivos —recordé—, y no hemos venido a divertirnos precisamente.

Alaister miró a los hombres que nos escoltaban y, acercándose a mi oído, susurró quedo:

—Hemos de pensar cómo entretenerlos para averiguar en qué dependencia se celebrará la reunión.

—Nada entretiene más que una pelea, y creo que sería absurdo intentar espiar. Apostaría que el documento que firmen detallando el acuerdo será puesto a buen recaudo en el despacho de Argyll.

—¿Qué has pensado?

—Seguramente en estos momentos se esté celebrando ya la reunión, pero es el cumpleaños de la hija de Argyll, él aparecerá cuando concluya, dándonos la oportunidad de escabullirnos, armar una pelea con el primer grupo de hombres que nos topemos, dejar inconscientes a los guardias y procurar infiltrarme en su despacho.

—Arriesgado, pero no veo otra opción —secundó Alaister.

De soslayo vi cómo unos brazos rodeaban la cintura de Ayleen y la arrastraban al baile ante la reticencia de la joven.

—¡Soltadme! —se quejó tratando de liberarse.

Me abalancé hacia el hombre que, embriagado por la bebida y la euforia, se tomaba tan atrevidas libertades, encarándome con él.

—Ha dicho que la soltéis —proferí amenazador.

—Solo quiero bailar con ella, maldito gall.

—Pero ella no desea bailar, patán, así que da media vuelta si no quieres que te haga bailar con mis puños.

El hombre observó mi rostro, adornado con una expresión fiera que le hizo bajar la mirada y retirarse sin replicar.

Ayleen me miró agradecida y, en un gesto más protector que otra cosa, la tomé por los hombros y la ceñí a mi costado, dando a entender que tenía pareja. A mi mente acudió un recuerdo añejo que me apesadumbró oscureciendo mi rostro.

Nos situamos en una esquina desde la que vigilábamos la entrada principal, bebiendo de copas que los lacayos portaban en bandejas y observando cómo la alta nobleza escocesa se divertía. Y entonces me topé con una mirada beligerante que capturó mi atención.

Cora Campbell me fulminaba con aquellos vivaces y almendrados ojos de gato, verdes claros, ribeteados de rizadas y largas pestañas oscuras. Me permití el lujo de estudiarla desde la distancia, ignorando el encono que me regalaba. Era menuda, pero de curvilínea silueta, de piel cremosa, nívea e inmaculada. Sus facciones eran exquisitas, pómulos altos, nariz recta y pequeña, labios carnosos y rojos como las grosellas maduras, barbilla firme, denotando un carácter tenaz. Y, enmarcando aquellos hermosos y delicados rasgos, un cabello rojo fuego tan vibrante y llamativo como el que despedía su mirada esmeralda.

Por alguna razón, no pude despegarme del contacto visual, como si nuestras miradas hubieran quedado engarzadas por un incomprensible hilo imaginario. A pesar de fruncir el ceño en un gesto de enfado y dolor, ella mostró una curiosidad extrañada, que distendió sus facciones lo suficiente para descubrirme que, tras esa máscara rabiosa, se escondía una belleza tan salvajemente dulce que me sobrecogió.

Lucía un vestido oscuro, un recogido sobrio y un semblante compungido, y, aun así, destacaba entre el resto de las vistosas damas que abarrotaban el salón.

Sentí sus ojos pasear por mi rostro magullado, recorriéndolo con una intensidad que me secó la garganta. Seguro que imaginaba poder empeorarlo con su propio castigo, pero esa fijeza me desarmó.

De pronto, me sobresalté ligeramente al notar el rastro de unos dedos que acariciaban mi mentón con mimo.

—Debe de dolerte mucho —musitó con dulzura Ayleen.

—Es soportable —respondí sin despegar los ojos de la viuda de mi hermano.

La caricia de Ayleen descendió por mi cuello, sus dedos aleteando por mi piel me arrancaron un suspiro.

—Me gustaría cambiarte el vendaje esta noche.

Lo que en verdad quería cambiar de mí era mi concepto de adorable y que, aunque dolorido, mi cuerpo acumulara deseos carnales difíciles de controlar cuando un joven cuerpo femenino se pegaba a mí como lo hacía el de ella.

Sin embargo, y aunque deseé eludir el contacto, no pude moverme, por completo cautivado por la penetrante atención de la viuda de Hector sobre mí. Los ojos de Cora seguían el recorrido de los dedos de Ayleen con una extraña expresión, como si fuera su mirada la que me acariciara. Cuando las yemas de sus dedos pasearon por mis labios, los entreabrí inconscientemente.

Unas manos suaves me sujetaron entonces la cabeza, inclinándola hacia una boca que me aguardaba preñada de necesidad. Y, así, sin romper el contacto visual con la consternada viuda, dejé que Ayleen me besara con delicadeza, preso de una sensación tan extraña como irreal.

No sé qué me poseyó, pero enlacé el cuerpo de Ayleen entre mis brazos y me volqué en el beso, aunque la brecha del labio se quejara y mi conciencia pugnara por hacerse con el control sabedora de que transgredía mis propias normas.

Cerré un instante los ojos preso del deseo que comenzaba a acicatearme con dureza, obnubilado por la pasión que la muchacha derramaba en aquel beso. Y, cuando los abrí de nuevo, ella había desaparecido.