Capítulo 46
Más allá de la muerte
Dormía profundamente. La miré un largo instante antes de atar sus muñecas, con toda la delicadeza de la que fui capaz, al sencillo cabezal de pino. La cubrí con la colcha y deposité un suave beso en sus labios.
Había pensado mucho durante toda la noche. Mi mente había bullido de actividad de manera incesante, mientras deambulaba por aquella cabaña elucubrando la manera de engañar al destino, o de intentarlo al menos. Había barajado varias posibilidades al respecto; no obstante, solo me engañaría yo mismo, pues no había futuro alguno para mí. El dolor de la muerte de Dante era el claro recordatorio de la maldición que me perseguía. Al menos, mi muerte serviría para que Cora y mi hijo tuvieran libertad, tierras y un futuro lejos de los Campbell y de mí. No había marcha atrás, debía cumplir el contrato que había firmado o Argyll nos perseguiría hasta el mismísimo infierno.
Suspiré dolorosamente, como si el aire fuera un puñal que raspara mi garganta y se cebara en mi pecho.
Deposité junto a la almohada mi colgante con el saquito y la carta y cogí otro pliego, donde escribí algunas indicaciones más dirigidas a Alaister, que metí entre mi cinturón.
Con el corazón pesado como una piedra, salí de la cabaña justo cuando el sol apenas asomaba el luminoso contorno de su orbe sobre la línea del horizonte.
Una silueta se recortó contra aquella desvaída luz.
—No puedes hacernos esto —susurró Ayleen en un suplicante hilo de voz.
—Puedo y lo haré.
Intenté sortearla pero ella se interpuso en mi camino.
—Creí que ella te importaba lo suficiente para luchar.
—¿Por eso le contaste nuestro encuentro y mi decisión?
Sus ojos no mostraron ni un ápice de culpabilidad, muy al contrario alzó altiva la barbilla y me contempló retadora.
—Era mi último recurso, maldita sea —replicó furiosa—. Ella era mi última esperanza. Y sé que habéis pasado la noche juntos. No puedo creer que no haya podido convencerte. ¿Acaso no la amas?
—Más que a mi vida, a la vista está —proferí airado—. ¿Es que no lo ves, Ayleen? Mi vida es una cadena de desgracias, solo traigo sufrimiento y muerte, esa negrura me carcome el alma y aunque Cora es mi luz, sé que mis sombras la apagarían. Estoy condenado, no ahora, y no por ese contrato, sino desde el mismo momento de mi alumbramiento. He perdido cuanto amaba, y por cuanto amo decido partir.
—Tú partes, libre de penurias, pero a esos que dices amar nos condenas a ellas, al vacío y a tu recuerdo permanente. Ni ella ni yo podremos olvidarte nunca.
Bajé la vista un instante, alejando de mi mente los remordimientos, negándome a pensar que actuaba por egoísmo. No, me dije, me sacrificaba por ellos, no había otro modo de escapar de mi maldición.
Cuando volví a alzar la vista la miré con dolida determinación. Ayleen, apesadumbrada y resignada, me contemplaba con gruesas lágrimas empañando sus ojos.
—No busco comprensión, Ayleen. Tan solo paz y liberar a los que amo de mi maldición.
—Te rindes —acusó con voz rota. Una gruesa lágrima rodó por su mejilla—. Lo de Dante fue tu golpe de gracia.
—Lo de Dante fue el aberrante recordatorio de la maldición que pesa sobre mí. El amor diluyó mi memoria, forjando una esperanza ilusoria, una peligrosa nube que ha empezado a agujerearse irremisiblemente. —Hice una pause y miré al horizonte, masticando la amarga bola que atoraba mi garganta—. Siempre pensé que debí morir aquel día de niño en el acantilado de Mull, sin embargo, la vida quiso mostrarme la luz antes de llevarme, y eso he de agradecerle. No me rindo, al revés, tomo cartas en mi destino, aquel que una druidhe escribió para mí. Solo hay una solución para erradicar este veneno, y es destruir el recipiente.
Un rasgado y abrupto sollozo sacudió a Ayleen, que negaba con la cabeza, ya embargada en un desconsolado llanto.
—Y tú lo sabes mejor que nadie, Ayleen. Pocos hombres hubieran aguantado lo que yo sin enloquecer. Hice lo mejor que pude con lo que tuve, y fui lo que me dejaron ser. Ahora pasaré a ser un recuerdo, que espero que pase al olvido si es doloroso o que permanezca en el corazón si es amable.
—Jamás saldrás del mío —confirmó ella con firmeza.
Mi mirada también se nubló, la emoción comenzaba a desbordarme. Apreté con fuerza la mandíbula, en un fútil intento por sofocar estoico mi impasibilidad.
Ayleen se abrazó con fuerza a mí. Cerré los ojos y lloré en silencio, liberando todo el dolor que roía mis entrañas y flagelaba mi pecho.
Al cabo, me separé de ella y la contemplé con una sonrisa trémula antes de partir hacia mi destino.
—Cora está dentro, atada —precisé—, no puedo arriesgarme a que contemple mi ejecución —musité mirando en dirección a la puerta de la cabaña—. Ya me odiará lo suficiente sin verla, casi tanto como me odio yo, por haberla inmiscuido en mi vida. Os necesitará, y aunque sé que no tengo derecho alguno a pedir nada, solo puedo desear que halléis consuelo y os cuidéis mutuamente. También te pido perdón a ti, Ayleen, en la misma medida que agradezco a la vida haberte puesto en mi camino.
Su mirada fue sufrida, impotente y resignada, su semblante opaco y su dolor tangible. Solo deseé que aquella herida fuera la última que recibiera, que lograra sanar pronto y que la vida la recompensara.
Me giré hacia el camino y comencé a recorrerlo, como si arrastrara una rueda de molino. En lo alto de la colina, en el sendero que conducía a Neist Point, me aguardaba Alaister y un hombre añoso, de mirada sagaz y escaso cabello cano, al que supuse mi abogado.
El gran acantilado, con forma de cola de dragón, era empinado e irregular, estrechándose progresivamente hasta acabar casi en punta, con abruptos salientes semejantes a las aletas de aquella criatura legendaria, con escamas verdosas y piel oscura.
Caminamos en silencio, contemplando cómo el amanecer rompía las sombras, prendiendo de fuego los confines del océano. Un agitado viento batía la hierba de las frondosas mesetas, tan verdes como los ojos de la mujer que me odiaría hasta el final de sus días.
Tras una larga caminata, llegamos al final de aquel majestuoso promontorio que se abría puntiagudo sobre el mar. Un grupo de hombres nos aguardaban.
Se adelantó lo que parecía ser otro letrado y saludó con una inclinación formal de la cabeza.
—Soy el representante legal de sir Archibald Campbell, primer marqués de Argyll y laird del clan Campbell. Traigo el documento de propiedad de un señorío adquirido en San Kilda a nombre de Cora Campbell que será entregado en cuanto se cumpla el contrato vigente.
Le entregó el documento referido a mi abogado, que lo releyó con suma atención, comprobando la firma y el lacre del marquesado. Luego asintió conforme y ambos me miraron expectantes.
—¿Quién va a dispararme? —quise saber.
Alaister señaló a un hombre vestido con los colores Campbell.
—Al corazón, ¿no? —preguntó el aludido.
—Al corazón, sí, al centro justo de mi espalda —precisé puntilloso—, confío en vuestra puntería.
El soldado asintió parco. Un feroz viento agitó su larga melena cubriéndole molestamente el rostro. Apartó los mechones con gesto huraño y maniobró sobre su mosquete, afianzándolo, no si esfuerzo, contra su pecho.
—Cuando lo deseéis, señor MacLean.
Asentí con semblante grave y me dirigí a Alaister posando una mano en su hombro en gesto afectuoso.
—Sé que últimamente no hago más que pedir cosas, amigo mío, pero me gustaría pedirte que leas para ti esta carta justo cuando yo caiga por el acantilado.
—Se supone que es para Cora —adujo confuso.
Le sonreí subrepticiamente y asentí mirando de soslayo a los presentes.
—Se supone —susurré quedo.
»No quiero ser enterrado —manifesté a continuación en voz alta y clara—. Mi último deseo es que las aguas me cobijen en sus profundidades. Prefiero alimentar peces a gusanos.
Los testigos asintieron y, tras una última mirada a mi alrededor, caminé hacia la punta del dragón. Justo en el borde, extendí los brazos, observando la inmensidad del mar. Respiré hondo y aguardé a que mi ejecutor cargara su mosquete. Una violenta ráfaga de aire jugó con mis cabellos y mis ropas, arremolinándose en torno a mí, con tal vehemencia que me hizo trastabillar. Miré hacia abajo, las olas ya salivaban voraces contra las rocas, ansiosas por devorar la nueva presa que atraparían en sus profundidades.
Recé una rápida plegaria, mi pulso se aceleró ante la explosión que impulsó el proyectil hacia mí. Cuando sentí la presión de la bala en mi espalda empujándome al vacío, un grito desgarrador pronunció mi nombre con tal desesperada angustia que apenas reparé en el dolor que abrasaba mi pecho. Era ella, Cora, pensé mientras caía.
Un intenso ardor se extendió por mi espalda. Me zambullí en las frías y agitadas aguas, dejándome llevar por las corrientes. Escuché el rugido de las olas, lamentos estirados, burbujas chocando a mi alrededor, y el eco de mi nombre lamiendo las aguas.
Abrí los ojos mientras me sumergía. Aquel universo turquesa, lleno de luz y movimiento, comenzó a tragarme en una vorágine de mareas circulares que me zarandeaban como una pluma en el aire. En mi descenso, la luz del alba empezaba a desdibujarse, la sangre de mi herida se diluía en sinuosas hileras en su camino a la superficie, donde ya reposaba en un amplio rodal, como si quisiera señalar con precisión el punto exacto de mi caída. Y poco a poco, la agitación se convirtió en calma, el rugido del océano trocó en susurro, y el intenso color aguamarina, en apenas titilantes resplandores mortecinos, que comenzaron a apagarse paulatinamente. La negrura fue rodeándome. Mi cuerpo quedó laxo, mis latidos, ya tenues, apenas retumbaban con vida en mis oídos.
La muerte llegaba y a mi mente acudieron un tropel de escenas encadenadas. Pasaron raudas en un carrusel vertiginoso, pero por fortuna, pude retener algunas que me hicieron sonreír: vi a mi padre jugando conmigo en el suelo de la biblioteca de Duart; vi el retrato de mi madre, regalándome su dulce mirada a través del lienzo; vi los páramos de Mull, sus doradas playas, sus agresivos rompientes, su imponente bastión, sus mágicos bosques y mi árbol. Y luego la vi a ella, con su roja melena rizada, su centelleante mirada esmeralda y una expresión tan afectada que atravesó mi pecho con más ahínco que la bala que albergaba en él.
El frío también llegó, envolviéndome en su abrazo. Un suave rumor me arrulló y sentí algo más, como si una mano cálida y gentil se enlazara con la mía. Noté su familiaridad, también su serenidad, aquellas dos últimas emociones fueron las que despidieron mi cuerpo y acompañaron mi alma.
Por fin era libre.