Capítulo 5
Un hombre sin futuro
Masticaba un buen trozo de pudin mientras escuchaba a Alaister parlotear animado sobre sus más aguerridas hazañas y, al mismo tiempo, sostenía las penetrantes miradas de Ayleen, que, más que comer de su plato, al que dedicaba apenas un desganado picoteo, parecía centrar toda su hambre en mí.
Sus ojos no se apartaban de mi rostro, con tan excesiva atención que llegó a incomodarme que no pasará desapercibida a nadie. Era tan obvia su fascinación por mí que, hasta su padre, Ian MacNiall, comenzó a mirarme ceñudo, con creciente recelo, y su hermano debía carraspear con disimulo al dirigirse a ella, con la clara intención de lograr que desviara, aunque fuera un instante su mirada de mí.
—¿Y tú, Lean? ¿Sevilla te trató bien? —inquirió Ayleen antes de beber de su copa.
—Todo lo bien que la dejé —sonreí mordaz—. Yo tampoco la traté mal.
La muchacha sonrió divertida, tragó y se limpió la comisura de sus llenos labios con toques cortos y suaves, llamando mi atención sobre ellos.
—Apuesto a que dejaste una larga hilera de corazones rotos a tu partida.
—Perderías —aseguré pinchando un nuevo trozo de pudin—. Lo que dejé fue una buena hilera de mujeres satisfechas.
Bajó los ojos ruborizada, sin conseguir estrangular la sonrisa traviesa que se estiraba en sus labios.
—¡Eres un truhan, amigo mío! —exclamó Alaister ocultando un deje de malestar en su amplia sonrisa y retirando la copa de vino de su hermana para ofrecerle una jarra de agua—. ¿Ninguna te echó el lazo?
—¿Echar el lazo a un rufián del hampa sevillana sin propiedades ni futuro? —respondí alzando sarcástico las cejas—. No, las damas sevillanas son mucho más listas y se conforman con lo poco que puedo ofrecerles.
—Aun así —adujo Ayleen, haciendo aletear sus espesas y oscuras pestañas—, no puedo creer que ninguna no albergara esperanzas de retenerte.
—Me tienes en alta estima sin conocer en lo que me he convertido, pequeña MacNiall. Te aseguro que no soy un buen partido para nadie, ni siquiera para mí mismo.
Atraje sobre mí la curiosa mirada de los presentes, en especial la de mi tío, que me censuró con una extraña sonrisa bailando en sus labios.
—Sobrino, si me dieras tu consentimiento, te aseguro que forjaría una gran alianza con cualquier clan poderoso ansioso de unir su nombre al de los MacLean. Y no albergo duda alguna sobre la complacencia de la muchacha elegida.
—Pero no te lo doy —me apresuré a replicar con rotundidad, componiendo un mohín alarmado que provocó las risas de los comensales—. No tengo ningún interés en alianzas de conveniencia, ni siquiera en establecerme aquí.
—¿Tampoco lo tienes en alianzas emocionales?
Bebí largamente de mi copa observando a mi directa interlocutora, que me escrutaba aguardando mi respuesta.
—En esas, menos —confesé, y no me pasó desapercibido el fugaz desencanto que brilló en su rostro—. En cambio —agregué—, una muchacha de tu posición, con tan evidentes… atributos, a buen seguro representa un magnífico partido para cualquier hombre.
—Ofertas no me faltan —manifestó sin ningún atisbo orgulloso en su tono.
—Lo que le falta es disposición —masculló su padre, dejando entrever el desagrado por la obstinación de su hija—. No para de rechazar propuestas, me temo que pronto agotará mi paciencia y, como no atienda a razones, la tendré que amenazar con internarla en la abadía de Iona.
Ayleen fulminó a su padre con la mirada. Frunció encantadoramente el ceño, formando un delicioso mohín rebelde que me recordó a su obstinación de niña.
Yo esbocé una sonrisa nostálgica, que captó la atención de la muchacha y suavizó en el acto su gesto.
—Ian —comencé—, me temo que los años no han modelado su carácter, antes te ordenas tú prior que ella monja.
La mesa estalló en carcajadas. El resplandor de los candiles refulgió en los ojos de Ayleen con una mirada traviesa y cómplice.
—En efecto, Lean, su carácter no ha hecho más que empeorar, es una embaucadora nata —bromeó Ian, contemplando con adoración a su bella hija—. Pero en lo de buscarle esposo tengo que ser inflexible: si algo me pasara, quiero tener la tranquilidad de saberla cuidada y protegida por un buen hombre.
—Vivirás muchos años, padre —objetó ella—, y, además, tengo a Alaister.
—Alaister también tendrá que cumplir con sus obligaciones hacia su clan tomando una esposa. Así pues, pequeña testadura, comienza a considerar la idea sobre tus últimos pretendientes o me obligarás a elegirlo.
Por el destello desafiante de sus hermosos ojos, supe que Ayleen no se doblegaría ante la imposición de su padre. Seguía siendo un espíritu libre, y me pregunté si aún recorrería los páramos con flores en el pelo, cantando y prodigando alabanzas y bendiciones sobre todo ser vegetal y animal con que se cruzara.
Rememoré sus amargas lágrimas cuando una mañana encontramos un cervatillo atrapado en un cepo, la ayudé a liberarlo y a cuidarlo, y sentí de cerca el sufrimiento de una niña de apenas ocho años que abrazaba a aquel pobre animal consolándolo como haría con alguien de su propia familia. Aquella visión me conmovió. Fue su maravillosa empatía la que me hizo entender sus propias lágrimas por mi desdicha particular, por mi tormento a manos de mi madrastra, sintiéndolo como propio. Y, aunque esa vez yo no pude zafarme de mi propio cepo, al menos sí logré limpiar sus lágrimas con mis manos y convencerla de que no dolía tanto como parecía permitiendo que me abrazara, a pesar de que aquel suave y delicado gesto acentuaba las dolorosas punzadas en mi maltrecho cuerpo, recién apaleado.
—Todos hemos de encontrar nuestro hueco en la vida, muchacha —opinó Lachlan, partiendo un buen pedazo de pan de centeno y llevándoselo a la boca.
—Yo ya tengo mi lugar en el mundo —reveló ella incómoda. Sus generosos labios se oprimieron en una línea tensa y disgustada. Su rictus se endureció y su mirada se entornó con un adorable deje pertinaz—. Soy sanadora y partera, mi sitio está junto a los más desfavorecidos. Un esposo me encadenaría a su castillo y a su capricho convirtiéndome en un objeto inservible, más me valdría estar muerta.
Su apasionado alegato dibujó en los hombres semblantes parecidos: una clara desaprobación y cierta alarma, condenando en ese manifiesto gesto el indomable carácter de la joven MacNiall. Solo su padre y su hermano, ya acostumbrados a sus arrebatos, permanecían impávidos. Yo, por mi parte, la observé intrigado y francamente admirado de su arrojo.
—No resulta muy habitual encontrar a una mujer tan tenaz en sus convicciones —espeté dirigiéndome a Ian—. Ya desde bien niña, esa labor parecía ser algo inherente a ella, una especie de don. Alabo que no hayas cortado sus alas, el mundo necesita personas tan generosas como ella.
Aprecié en la mirada de Ayleen un matiz agradecido y un ligero rubor en sus mejillas.
—En cambio, yo lo encuentro grotesco —intervino Lamont con rictus acusador—. La mujer debe estar supeditada al hombre, son criaturas licenciosas y torpes, de necio entendimiento y ánimo ligero. Sin la guía de un hombre, están perdidas y conducen a la perdición.
—Opino lo contrario —refuté sosteniendo la reprobadora mirada de Lamont—. El hombre está perdido sin la mujer, son ellas las que nos traen al mundo, y de ellas recibimos el aprendizaje necesario para llegar a entender la vida, lo que somos y lo que queremos ser. Tanto hombre como mujer nos necesitamos, y no solo para procrear, sino para alcanzar la plenitud.
—¿Ese es vuestro dogma como musulmán? —inquirió Lamont ofensivo.
—Ese es mi dogma como persona —aduje con hosquedad—. No necesito que ninguna religión me diga lo que debo creer ni lo que debo defender, puedo rezar a Alá, leer sus escrituras y seguir sus enseñanzas siempre y cuando no se opongan a mis convicciones.
—Tengo entendido que a vuestra madre le dio poco tiempo a enseñaros nada y, por lo que compruebo, la rectitud de vuestra madrastra ha servido para bien poco.
Me puse en pie con brusquedad, impeliendo la silla hacia atrás. Me incliné sobre el tablero posando ruidosamente las palmas en él y me encaré a Lamont con una mirada tan amenazante que retrocedió en el acto claramente alarmado.
—¡Escuchadme bien, gusano, la rectitud solo sirve para romper, no endereza nada, y una vara rota está llena de astillas afiladas, así como una mente estrecha solo está llena de paja sucia que obliga a barrer a patadas!
Sir John Lamont, tan pálido como la luna que asomaba por una de las ventanas ojivales, entreabrió los labios, trémulo y asustado, y asintió de forma repetida mientras tragaba saliva.
Al cabo, sonreí, como si aquel incidente no hubiera tenido lugar, y me disculpé alegando cansancio, tras lo que me despedí con una pomposa reverencia.
Salí a buen paso del gran salón pero, en lugar de dirigirme a mi cámara, enfilé hacia el solitario patio de armas, atravesando el pórtico que conducía a la parte trasera del castillo, guiado por un inusitado impulso.
Seguido del eco de mis pasos reverberando en los muros de piedra, plateados por una cuña de plata resplandeciente, y con una idea formándose en mi cabeza, me encontré de nuevo frente a la jaula donde el halcón de Lorna parecía dormitar.
Escudriñé pensativo la oscura silueta del ave, que llevaba el capuchón puesto, y me acerqué sigilosamente. El halcón se inquietó ante mi cercanía, agitando algo sus alas y emitiendo un craqueo nervioso.
—Shhh… Sahin…, tranquilo —susurré acariciador.
Comencé a hablarle en árabe, en tono suave y meloso, pretendiendo que se acostumbrara a mi voz, a mi olor y a mi presencia, con la cálida cadencia de un arrullo maternal.
Había decidido ganármelo, convertirlo en mi aliado, en mi compañero de viaje, en el recordatorio emplumado de mi venganza, en mi estandarte. No entendía de cetrería, aunque en Sevilla había tenido amigos bereberes que la practicaban en las cálidas arenas del desierto africano. Y había escuchado sus apasionadas conversaciones lo suficiente para haber captado lo esencial: había que lograr que el ave dependiera exclusivamente de su amo para así ejecutar órdenes precisas según los diferentes tipos de silbido emitido, y premiar cada acierto con comida. Para el resto imaginaba que se trataba de tener sentido común, perseverancia y paciencia.
Lo utilizaría para cazar tanto presas terrestres como aves, y quizá, con algo de suerte y sapiencia, lograría que me advirtiera de algún peligro inminente en campo abierto. Estudiaría el comportamiento del halcón para poder interpretar cada uno de sus sonidos.
De alguna manera estábamos unidos por un vínculo de sangre. Acaricié con ademán meditabundo la fina cicatriz que cruzaba mi mejilla y sumé la condición de arma a todos los beneficios que me aportaría la doma del halcón.
Continué con mis aterciopelados susurros en árabe, pausados y modulados tan armoniosamente que se fueron convirtiendo en una especie de melodía hipnótica. De algún modo comenzaron a surgir unos acordes en mi mente, y me encontré entonando con mimo la canción de cuna que mi madre solía cantarme y que luego Anna me dedicaba para consolarme en las oscuras noches de mi solitaria infancia. Era el arrorró bereber, una antigua canción que los árabes utilizaban para tranquilizar a sus bebés…
Arroró, mi niño
arroró, mi sol,
arroró, pedazo
de mi corazón…
Algo húmedo y cálido zigzagueó entonces por mi mejilla, paralizándome. Sorprendido y molesto, me refregué el rostro burdamente, sacudí la cabeza y respiré hondo. Fui incapaz de recordar la última vez que me había permitido llorar.
Pensar en ella todavía dolía y, aunque la recordaba a menudo, raras veces me había concedido aquella flaqueza. Unas implacables fiebres se la llevaron poco después de traerme al mundo. Sin embargo, yo la añoraba.
Mi nana me había hablado de ella cada día de mi vida, dibujando en la mente de un niño una presencia que, aunque imaginada, disfrutaba como real, pues me parecía verla sonreírme, revolver mi cabello o reprenderme con la mirada ante alguna de mis travesuras. Y, por las noches, desvelado por el miedo, el dolor o la inquietud, solo encontraba algo de solaz conversando con ella, imaginándola al borde de mi camastro, cogiendo mi mano y sonriéndome. Y es que era tan fácil dibujar en mi mente su rostro. Tanto había observado su retrato que había grabado en mi memoria cada línea de aquella hermosa y acanelada cara de facciones tan exquisitas, de gesto tan dulce que su mirada traspasaba el lienzo y proporcionaba calor.
Suspiré y me recompuse lo suficiente para contemplar la sombría figura del halcón con expresión calculadora.
—Sahin, vendrás conmigo dondequiera que yo vaya.
—Después de esa canción, te seguirá hasta el mismísimo infierno.
Me giré sobresaltado. Ayleen me observaba unos pasos tras de mí. La claridad de la noche mostró una expresión enternecida y un gesto arrobado en su rostro.
—Es a donde voy.
—A donde vamos —apuntó ella con firmeza—. Mi hermano y yo formaremos parte de la patrulla que ha seleccionado tu tío.
Abrí los ojos con harto asombro y negué con la cabeza.
—No permitiré tal cosa, será peligroso y…
—Soy una buena amazona, manejo el arco y la daga, y os puedo ser de mucha utilidad como sanadora.
Negué reiteradamente con la cabeza. La muchacha avanzó hacia mí con el mismo mohín obstinado que le había regalado a su padre durante la cena.
—Tu padre tampoco consentirá en…
—Mi padre consiente.
Enarqué una ceja y la miré con aguda desconfianza.
—Le ofrecí a cambio algo que desea —aclaró—. Sellamos un pacto.
Agrandé los ojos con sumo interés y elevé la barbilla en gesto expectante.
—Debe de ser algo que desee mucho para permitir que arriesgues tu vida a mi lado.
La muchacha sonrió taimada, chasqueó la lengua y se acercó tanto a mí que tuvo que alzar la vista para mirar mi rostro.
—En realidad, el único que correrás peligro serás tú. Nosotros te acompañaremos hasta Inveraray y aguardaremos tu regreso fuera de los dominios del marqués para escoltarte hasta Mull. De allí cogeremos unos birlinn hasta Dunvegan. Seremos una simple escolta, y solo actuaremos si la cosa se complica.
—Es lo acordado, pero convendrás conmigo en que es condenadamente fácil que se complique.
Ella asintió queda y, con gesto distraído, posó sus manos en mis hombros, delineándolos. Su tacto y su cercanía me aturdieron, despertando instintos que debía mantener bajo un férreo autocontrol. Apreté la mandíbula y fingí indiferencia.
—¿Qué le has prometido a tu padre?
—Casarme con quien él eligiera a mi regreso.
Fruncí el ceño contrariado y confuso. La cogí por los hombros, aprovechando el gesto para apartarla un poco de mí, y la escruté, completamente desconcertado ante esa decisión.
—¿Sacrificas tu libertad por mí?
—Sacrificaría más cosas por ti.
Sostuve su mirada un largo instante, negándome a comprender lo que en verdad encerraba esa frase.
—¿Por qué?
Ayleen bajó la vista y suspiró hondamente antes de volver a alzarla. En su rostro se perfiló una expresión tan grave y comprometida que me impresionó.
—Porque mereces que lo haga, porque muchos años atrás me hice la promesa de ayudarte hasta con el último aliento de vida —suspiró apasionada, entornó la mirada y agregó solemne—: Me hice el juramento de lidiar con la injustica y la maldad, de combatir el horror y de impartir luz que aleje a las tinieblas.
—Decididamente, no eres una mujer común.
—Tú tampoco tienes nada de común, grandullón.
Ambos sonreímos cómplices y sentí como si todos esos años de separación no hubieran sido más que un suspiro.
—Entonces será mejor que nos retiremos, partiremos al alba —murmuré absorbiendo la exquisitez de sus delicadas facciones teñidas por el nácar de la luna. Era hermosa, pero se traslucía a la perfección que lo más bello que poseía era su corazón.
Ella desvió la vista hacia la jaula y frunció intrigada el ceño.
—¿Para qué necesitas ese halcón, precisamente ese?
Fijó sus ojos en la visible cicatriz que cruzaba mi mejilla izquierda y su expresión se oscureció en el acto. Pude ver cómo la furia asomaba a su rostro, contrayendo su gesto, y cómo reprimía el impulso de acariciar la blanquecina marca apretando con fuerza los puños.
—Probó mi carne —proferí circunspecto y pensativo—. Ahora probará la de la mano que le dio de comer. Lo convertiré en una extensión de mí, afianzaré un lazo que irá más allá de la sangre y la dominación, un lazo de lealtad plena.
Ayleen permaneció pensativa un instante, hasta que asintió con semblante rígido.
—Piensas devolver golpe por golpe, ¿no es así?
—Sí, aunque sé que no hallaré paz en mi venganza.
—¿Entonces?
—Yo también me hice una promesa.
Ella apretó los labios con remarcada acritud.
—¿A costa de tu vida?
A mi mente acudieron las interminables noches en que los demonios venían a acicatearme, retorciendo mis entrañas con el acerbo dolor de la remembranza; los oscuros días que transcurrían sin que prendiera en mí la ilusión por vivir, sin hallar un anclaje a mi vida, un futuro que disfrutar sumiendo mi pasado en un ansiado olvido, y la trágica desesperanza al comprobar que, día a día, el odio, el rencor y la venganza seguían devorándome, avivados por cruentas pesadillas. Mi destino me había conducido de nuevo aquí por un solo motivo, el único que me mantenía con vida todavía, el único lo bastante arraigado para no dejarme llevar definitivamente por las sombras.
—Respiro, sí —admití apático—, pero cada día duele más hacerlo. Mi cuerpo resucitó a la vida, mas no mi alma.
Incliné cortésmente la cabeza, aunque con semblante adusto, y me dispuse a alejarme hacia mi cámara. Sin embargo, ella me detuvo de forma inesperada aferrando mi codo. La miré inquisitivo.
—Al menos —comenzó vehemente—, permite que mi aliento suavice tu dolor, que mi compañía aleje tus sombras y mi sonrisa contagie la tuya mientras esté a tu lado.
En sus grandes ojos observé un atisbo de ilusión que me desasosegó profundamente.
—Que permita todo eso no debe hacer que tu corazón albergue la idea de que hay esperanza para mí, Ayleen. No lo olvides: soy un hombre sin futuro.
Ella alzó las cejas desconcertada, entreabrió sus mullidos labios, por los que exhaló un amortiguado suspiro afectado, y asintió sin ocultar su decepción.
—En tal caso, por mucho que los destruyas, ellos habrán ganado —afirmó con pesar.
Miré al frente, apreté la mandíbula y asentí quedo.
—Sí, pero compartiremos destino, probarán el infierno que tuvieron a bien regalarme siendo un niño. Poco me importa lo que suceda después.
Sentencié mi frase con una mirada penetrante y me alejé de ella a grandes zancadas con la espalda envarada, el rostro imperturbable y llamas en el corazón.