Capítulo 18

árbol
El poder del agua

Recortada contra un intenso cielo azul, la imponente Buachaille Etive, la gran montaña piramidal que coronaba la cañada del río Etive, se alzaba majestuosa sobre el grandioso valle que se extendía a sus pies. Estaba rodeada por los sinuosos afluentes del río, que descendían ruidosos entre el pedregoso terreno, en determinados tramos saltaban pequeñas y joviales cascadas de roca en roca, y desembocaban en íntimas lagunas que invitaban a sumergirse en ellas. Creyéndome en el paraíso, olvidé por un momento que me perseguían demonios.

La belleza del lugar resultaba subyugadora, casi mágica e irreal, y quizá eso fue lo que caldeó los ánimos de mis hombres, suavizando la tensión e incluso animando la camaradería.

Habíamos acampado en la ribera del Etive y, encontrándome más restablecido, pero todavía impedido para salir de caza, había insistido en dar de comer a Sahin de mi propia mano lo que cazaban mis hombres. Mientras lo hacía, le susurraba en árabe con timbre meloso, mirándolo a los ojos. En más de una ocasión, Cora se había detenido a observar mi singular ritual diario, como cautivada no supe si por mi tesón, por mi tono o por mi halcón.

Ya que podía caminar, y aprovechando que todos dormían tras la comida y caía la tarde, decidí darme un baño en una de aquellas tentadoras lagunas. En Sevilla solía acudir con asiduidad al único hammam clandestino que había en el barrio de Santa Cruz, pues los habían cerrado todos. El baño en cuestión estaba camuflado sabiamente en el sótano de un lupanar, solo abierto a clientes exclusivos, o como en mi caso, que ofrecí mis servicios de protección a cambio solo de utilizarlo. Sin embargo, nunca olvidaría mis momentos de refugio en aquellas humeantes salas en torno al aljibe principal, donde la decoración mudéjar, la penumbra y el silencio te arrastraban lejos de la realidad y del propio cuerpo, incluso.

El agua era un elemento imprescindible para mí. Sumergirme en ella era como entrar en otro mundo, me purificaba, aligeraba mis inquietudes y soliviantaba mi ánimo. Ejercía sobre mí una poderosa atracción casi convertida en necesidad, como si yo le perteneciera. Quizá aquel día en que, de niño, decidí entregar mi vida al océano, aunque me rechazó, se quedó con parte de mi alma. Quizá esa paz que sentí cuando creí que la muerte me llevaba había calado hondo en mi mente y continuaba buscándola. Quizá lo que en verdad anhelaba era volver a sentir a mi madre, pues nunca había podido olvidar esa frase que había susurrado en mi mente: «Todavía no». «Tal vez pronto», me dije.

Tras un peñasco oí con claridad el arrullo de una cascada y, como si fuera un canto de sirena, mis pies rodearon aquel peñón revestido de musgo, abrazado por arbustos de tejo y algún enebro silvestre, hasta encontrar la entrada a la escondida laguna.

Envuelta de matorrales altos y una pared de roca recubierta de hiedra, una poza oculta se abrió a mis ojos, llamándome a descubrir sus profundos secretos acuáticos.

Me desnudé despacio y me acerqué al borde. En la roca se abrían pequeñas cuevas horadadas en ella, cubiertas por una fina cortina de agua que velaba su interior oscuro. Helechos espesos y de considerable tamaño cubrían el lecho de aquel privado reducto que la naturaleza había creado para su disfrute.

Me aproximé al borde de la poza y miré a través de la prístina agua el fondo pedregoso. Me lancé dentro exhalando un gemido gustoso a pesar de que su frescor me acuchilló la piel.

No era muy amplia, con lo que en pocas brazadas la recorrí de parte a parte, notando la tirantez en la herida del costado y en la de la espalda. Nadé hasta donde la cascada besaba el agua y me puse debajo de aquel suave torrente líquido. En aquella parte no cubría, y pude colocarme en unos escalones rocosos para erguirme y frotar mi cabello y mi cara. La sensación era tan placentera que incluso gemí saboreando el fino telón de agua que acariciaba mi piel. Con el rostro alzado, dejé que todo mi cuerpo se relajara y cerré los ojos olvidándome del mundo.

No sé cuánto tiempo pasé así, hasta que un chapoteo me alertó y abrí los párpados sobresaltado.

Frente a mí, Cora Campbell, por completo desnuda, se introducía cuidadosamente en el agua con los ojos fijos en mí.

Una serpiente invisible reptó por mi vientre, encogiéndolo, sentí el aleteo de una mariposa acariciando mi pecho y cómo mi corazón se agitaba acelerado. No supe qué esperar, ni qué demonios pretendía, solo fui consciente de la dureza que se alzaba hambrienta entre mis piernas y de que aquella mirada esmeralda despertaba más al león que ya rugía dentro de mí que la sola visión de aquel hermoso cuerpo.

Permanecí inmóvil con el pulso acelerado, sosteniendo su mirada mientras la mujer parecía nadar sin que la preocupara o la avergonzara mi presencia.

Tan segura se consideraba que incluso se puso boca arriba, con las manos extendidas, flotando sobre la superficie quieta y mostrándome toda su tentadora desnudez. Sus lozanos y níveos pechos asomaban del agua, luciendo unos pezones enhiestos y rosados que nublaron mi entendimiento ante el voraz impulso de lanzarme a devorarlos. Su esbelto cuerpo recortado contra la oscuridad del fondo punzó mi deseo como nunca antes. Vislumbré un triángulo cobrizo en el vértice de sus piernas que prendió mi deseo con la virulencia de una chispa en un nido de yesca. Mis testículos se encogieron pegándose a mi cuerpo, prestos para una posible descarga, y mi verga palpitó con anhelante desespero.

La mujer se dio la vuelta en el agua y nadó hacia mí. Todo mi cuerpo se tensó. Cuando llegó al escalón donde yo me encontraba, a tan solo un palmo de mí, se irguió disfrutando de aquella cortina de agua. Me sentí desfallecer, sometido por intensas oleadas de incontenible lujuria. Creo que jamás había estado expuesto a una prueba tan dura, y eso que me consideraba un hombre que controlaba férreamente todos sus apetitos. La miré frunciendo el ceño, ardiendo por dentro y aguardando a duras penas una reacción por su parte.

Pero ella se limitó a ignorarme, cerrando los ojos como yo había hecho apenas unos momentos antes, disfrutando del agua que recorría su piel. Devoré visualmente cada rincón de su cuerpo recubierto de gotas perladas, que yo deseaba beber.

—¿Tenéis acaso una ligera idea del peligro que corréis?

Ella abrió los ojos y me sonrió despreocupada.

—No, creo recordar que no os gustan las gatas, y yo menos que las demás. Ya demostrasteis vuestra indiferencia ante mi desnudez.

—Creo que lo que demostré se aleja mucho de la indiferencia.

—Recurrid a ese recurso entonces, yo me iré enseguida y podréis dar rienda suelta a vuestra lascivia.

La fulminé con la mirada, pero sus labios estaban tan condenadamente cerca que temblé de deseo.

—¿Por qué venís a provocarme?

—Solo quería un baño y, como vos, he aprovechado que todos dormían. Además, haber comprobado que sois inofensivo me ha animado a compartir esta poza.

—Dais demasiadas cosas por hecho, pequeña arpía. Yo lo único que veo es que me tentáis de nuevo, poniéndome a prueba, ¿tanto me deseáis?

Cora entornó furiosa los ojos y se encaró a mí.

—Tan poco como vos a mí.

—¿Eso pensáis?

Asintió rotunda, y ese simple gesto deshizo el endeble lazo de mi contención.

La cogí por los hombros con vehemencia y la acerqué a mí, clavando en ella una mirada penetrante en la que dejé brotar el fuego que me consumía.

La sentí temblorosa cuando la abarqué en mi abrazo. Su cuerpo ceñido al mío me abotargaba de deseo. Tomé su boca con posesividad aprovechando su desconcierto y la besé con denodada pasión, mostrándole cuánto se equivocaba.

Ella gimió abrumada por mi intensidad. Aquel débil resuello sorpresivo me bastó para introducirme en el húmedo interior de su boca buscando su lengua, gruñendo en ella, volcando toda mi hambre, como un famélico depredador sobre su presa.

Cora se dejó hacer y aquella indolencia me enloqueció. Acaricié su sinuoso contorno, delineando sus caderas, desplazando mis manos hacia sus turgentes y sedosas nalgas. Las abarqué y las ceñí contra mi dureza, que clamaba desesperada su húmedo y estrecho refugio. ¡Santo Dios, solo imaginar que podía tomarla en este instante me devastaba! Ansiaba tanto hundirme en ella, apoderarme no solo de su cuerpo, sino de cada uno de sus sentidos… Me superaba volviéndome un chiquillo torpe e impaciente. Pero cuando ella comenzó a devolver mis besos, tanteando tímida su avance, rozando su lengua con la mía, contoneándose lasciva contra mí, supe que si no la tomaba perdería el juicio irremisiblemente.

La alcé sin dejar de besarla y, con sus piernas en torno a mis caderas, me introduje en el agua, con ella encaramada a mi cuerpo. Sus manos agarraron gruesos mechones de mi largo cabello negro mientras me besaba con el mismo ardor que yo le ofrecía. Mordisqueé sus labios, su barbilla, su cuello, gimiendo hambriento. Ella arqueó la espada hacia atrás ofreciéndome sus pechos y los devoré con absoluta devoción, concienzudamente, saboreándolos con delirio.

Con el agua por la cintura, nos dejamos llevar por una pasión desmedida, candente, oscura y densa que hacía burbujear nuestra sangre y la convertía en lava. La punta de mi falo rozaba su expuesta y cálida abertura, yo ya no podía esperar más. Deslicé la mano hacia su sexo para prepararlo con hábiles y precisas caricias, pero entonces ella se envaró rechazando el contacto e hizo ademán de apartarse de mí. Dejé de besarla y la miré a los ojos confundido.

—¡Suéltame!

Completamente aturdido y desconcertado, fruncí el ceño asimilando aquella orden, que no pude cumplir.

—Lo deseas tanto como yo —le espeté con la voz enronquecida por el deseo.

—No… no sé qué me ha pasado… Yo… te he visto ahí, desnudo bajo la cascada… No sé… qué ha pasado por mi cabeza. Pero esto es una completa locura, tú me odias y yo a ti.

Aquella última afirmación consiguió que accediera a su ruego.

La solté jadeante y furioso. Me odiaba, sí, pero yo no a ella. Y, por mucho que el deseo quemara mis entrañas, me juré no volver a tocarla.

—¡Lárgate, entonces, y nunca más vuelvas a provocarme, porque te juro por Dios que no volveré a detenerme! —le advertí con dureza.

Aquello era tan solo una amenaza, jamás sería capaz de forzar a una mujer, yo menos que nadie, pero recé para que surtiera el efecto buscado.

Cora me miró confusa y nerviosa. Trémula, compuso una mueca avergonzada, su barbilla retembló al borde del llanto. Sus mejillas todavía encendidas y sus labios inflamados me tentaron a besarla de nuevo, apreté los puños y desvié la vista. Por último, se alejó nadando. Salió del estanque y se vistió apresuradamente, para abandonar a la carrera aquel reducto paradisíaco, único testigo de nuestro fogoso y truncado encuentro.

Tardé largo rato en calmarme y en dejar de maldecir. Era la primera vez que me rechazaban, que una mujer pedía salir de mis brazos. Y esa sensación no solo me resultaba frustrante, además de humillante, sino que sentí cómo ese desprecio se clavaba en mi pecho casi como una afrenta. Y ¿qué hacía con el deseo que ondulaba dolorosamente insatisfecho por todo mi cuerpo, con ese torrente de fuego que todavía recorría mis venas?

Bufé exasperado e iracundo y comencé a nadar para tratar de liberar parte de la tensión que me prensaba. Una y otra vez, crucé el circular estanque hasta que me agoté lo suficiente para salir de él. Todavía ardía, así que me tumbé boca arriba en la herbosa ribera, sobre suaves helechos, jadeante y ofuscado. Me prometí que me alejaría de Cora Campbell cuanto pudiera. Ya había decidido dejarla en Dumbarton y que ella decidiera el rumbo que debía seguir. Pero mientras tanto debería esforzarme en ignorarla y masticar como pudiera el despecho recibido. Solo rogaba no tener que sufrir un nuevo asedio por parte de ella, porque esta vez sería yo quien le recordaría que me odiaba.

Respiré hondo y procuré distanciarme de todas mis inquietudes para recuperar la paz que aquel lugar me había ofrecido antes de que ella apareciera. Sin embargo, el verdor de los helechos me recordaba el color de sus ojos, y la suavidad de sus hojas, la de su piel. Maldije de nuevo y me puse en pie. Difícilmente encontraría ya paz en aquella poza. Recogí mis ropas y me puse solo el pantalón, abandonando la privacidad de aquel místico paraje protegido por un farallón de roca que lo cerraba al valle.

Cuando regresé al claro, con la camisa, el jubón y mi cinto en la mano, recibí la acusadora mirada de todos los presentes, que lanzaban subrepticias ojeadas también a Cora, que, bajo un manto, intentaba secar su larga cabellera junto al fuego. Alaister estaba a su lado y parecía consolarla. Solo Dante me sonrió, incluso se permitió guiñarme pícaro un ojo, el muy granuja.

Ayleen se acercó a mí, me cogió del brazo y me llevó a un extremo del campamento.

—Ya que no llevas la camisa puesta, deja que eche un vistazo a tus heridas.

Asentí y me senté en el suelo, dándole la espalda.

—¿Por qué diablos me miran todos así?

—Hace un rato llegó empapada y, cuando se sentó temblando junto al fuego, se echó a llorar. Alaister le preguntó qué le ocurría y la cubrió con su manto, pero ella insistió en que no le pasaba nada. Y, ahora, llegas tú de la misma guisa, con semblante huraño y mirada ofuscada. Resulta obvio que algo ha pasado entre vosotros.

—No puedo creer que piensen que he intentado algo con ella.

—Y más cuando hace bien poco te enfrentaste a Irvin por mí.

—Con lo cual creen que soy un hipócrita y un miserable.

—Algo así —confirmó Ayleen.

Resoplé indignado y observé a mis hombres, que chismorreaban como viejas cotorras en soterrados susurros.

—Pues no es cierto, no he pretendido forzarla. Solo me estaba dando un baño en la poza que hay oculta tras aquel peñasco cuando ella apareció. Yo estaba desnudo, la sorprendí e imagino que se asustó y salió corriendo. Es una dama de la corte, se impresiona con facilidad.

No pensaba malograr la reputación de Cora ni dejar en evidencia su pundonor, como tampoco pensaba revelar que la deseaba y que su encono hacia mí en cierta forma me disgustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Creí que ya te había visto desnudo, para asustarse así…

—Mis hechuras impresionan, créeme.

Me giré para sonreírle vanidoso, Ayleen puso los ojos en blanco y bufó burlona. Toqueteó los alrededores de la herida de mi espalda y acarició el contorno de la brecha del costado.

—Tu capacidad curativa es impresionante. Cicatrizas maravillosamente bien.

—¿Es un cumplido?

—No, esos te los echas tú solito a la perfección.

Me dio una palmada en el hombro y chasqueó la lengua.

—Aun así, voy a untarte con grasa de mula para bajar la inflamación.

Se levantó para dirigirse a su caballo y sacó de sus alforjas un pote de barro. Mientras la observaba, sentí unos ojos sobre mí. Cora desvió la vista al saberse sorprendida y sus mejillas se ruborizaron. Haber compartido con ella tan apasionada intimidad, haber probado su sabor, acariciado su cuerpo y vislumbrado la fogosidad que palpitaba dentro de ella había despertado en mí una necesidad que antes me jactaba de controlar, y que, sin embargo, ahora punzaba insidiosa con un anhelo tan abrumador que lo achaqué al deseo insatisfecho. Tenía que hacer algo con eso, quizá aliviándome me fuera más fácil olvidar aquel episodio.

Ayleen regresó, se puso tras de mí de rodillas y untó la grasa sobre la herida en delicados círculos. Luego, y sin saber muy bien el motivo, pareció masajear toda mi espalda, acariciando con sus manos toda su extensión.

—¿Por qué no te tatuaste también la espalda?

—No suelo mirarla.

—Pero los demás sí.

—No me tatué para los demás.

De repente ella me abrazó por detrás y besó la curva de mi cuello. Me estremecí. Dejé que sus manos recorrieran los símbolos de mi pecho, mis hombros y mis brazos.

—Resultan tan fascinantes…

—Tengo frío, ¿puedo ponerme la camisa ya?

—Ofreces una estampa tan formidable sin ella que estoy tentada de negártelo.

Ayleen se separó de mí casi con pesar, se incorporó y se detuvo a observarme. Me puse en pie y terminé de vestirme ante su atenta y refulgente mirada, que brillaba admirada, como absorbiendo mi imagen.

—Si yo te hubiera sorprendido en esa poza, creo que te habrías asustado tú.

Su descarada confesión, tan halagadora, por otra parte, me hizo replantearme mi decisión de no involucrarme carnalmente con ella. Si no hubieran mediado los sentimientos, no habría dudado en tomarla. Pero mediaban, y su interés en mí crecía con el paso de los días.

Regresamos a la hoguera y nos sentamos en torno al fuego. Evité mirar a Cora y actué con absoluta normalidad, fingiendo ignorar las ojeadas subrepticias y curiosas de los hombres.

—Comamos algo y continuemos —decidí taciturno—, es mejor y más seguro viajar de noche.

—Hoy precisamente no será una buena idea —rebatió Ayleen.

Los hombres se miraron entre sí y asintieron.

—Y ¿puedo saber por qué?

—Pues porque esta noche se celebra Beltane —respondió ella—, y si nos topamos con alguna aldea es más que probable que enciendan hogueras y lo festejen hasta bien entrado el amanecer.

—No veo el problema, estarán muy ocupados con sus rituales paganos para reparar en la sombra de unos jinetes. Además, todavía no ha caído la noche y podemos avanzar un buen trecho. Siempre podemos ocultarnos y escondernos si divisamos uno de esos festejos.

—¿Qué sugerís vosotros?

Clavé mi mirada en Malcom, que se limitó a asentir conforme. Tras la aprobación del capitán de Duart, el resto de los hombres, Gowan, Irvin, Duncan y Rosston, convinieron con el plan, como si en verdad fuera a Malcom al único que estaban dispuestos a obedecer. Alaister también se apercibió de aquel sutil pero evidente gesto y me contempló preocupado.

—¡Marchando!

Me puse en pie ofuscado e impaciente, lanzando a Cora una mirada rencorosa y dura. Ella bajó al punto los ojos, afectada.

Lo último que necesitaba era perder el respeto de mis hombres por algo que no había hecho y mucho menos provocado.

Cuando me dirigía a mi caballo, Ayleen me siguió con la intención de continuar montando conmigo, cogí las riendas y la esperé.

—Ya puedo montar solo, será mejor que montes tu alazán. Zill ha soportado demasiados días el peso de dos personas.

No sé si fue mi tono duro o mi decisión lo que le hizo agrandar dolida los ojos.

—Como quieras, está claro que ya no me necesitas.

—Agradezco tus cuidados —proferí.

—Espero que no vuelvas a necesitarlos, pues me lo pensaré mucho antes de ofrecértelos de nuevo, ya que te importa más el bienestar de Zill que mis desvelos.

—No quería… —comencé arrepentido.

—No te preocupes, Lean, queda claro que, además de adorable, soy estúpida.

—Ayleen…

—Has decidido alejar cualquier apego, cualquier complicación, centrándote únicamente en tu venganza. Me parece muy bien, no seré yo quien te detenga, ni quien te ate a ningún tipo de compromiso. Soy un alma libre, siempre lo he sido y, sin embargo, entregué mi libertad por acompañarte y ayudarte en tu misión, plenamente consciente de que después te marcharías muy lejos. Así pues, tus coceos son innecesarios, pues sé a lo que atenerme, no obstante, no eres el único que toma decisiones. Y de todas las ilusiones que sé que jamás se cumplirán albergo una por la que lucharé.

Se dio la vuelta rígida y se alejó soliviantada.

A pesar de sentirme mal por haberla disgustado, supe que era mejor así.

Mientras montaba sobre mi caballo, pensé en lo peculiar de mi situación con aquellas dos mujeres. Por motivos radicalmente opuestos, debía alejarme de ellas, por el bien de los tres.

Pero ¿y qué hacía yo con el deseo que todavía burbujeaba en mis venas? ¿Con la sensación de sentirme prisionero de emociones que hasta entonces no conocía, como sentirme atraído por alguien que me odiaba? ¿O, por el contrario, sentirme en deuda con una mujer que había entregado su más preciado don, su libertad, por ayudarme? ¿Qué era lo que en verdad buscaba Ayleen de mí? ¿Con qué se conformaba? Era una joven hermosa, inteligente, valerosa y de buen corazón. Un exquisito compendio de virtudes. Una joven a la que le debía no solo multitud de curaciones y alientos, sino que también me había ayudado con sus fantasías a evadirme de un mundo cruel, rescatándome así de la locura. Le debía tantas cosas que nadie merecía más que la protegiera de mí. Y era tan condenadamente difícil mostrarme duro y frío con ella, cuando en su compañía me hacía sentir tan bien… Era una sensación de conexión a un nivel más complejo, más profundo, incluso nos entendíamos en nuestros silencios. Una simple mirada bastaba para comunicarnos. Y su compañía me reconfortaba de una manera que no sabría explicar, como si me conociera incluso más que yo mismo. ¿Era entonces justo que, intentando protegerla de un posible daño, la hiriera más si cabía? Si en realidad asumía que yo era un hombre que nada podía ofrecer, un hombre sin futuro, que partiría lejos si lograba salir con vida de este país y, aun así, deseaba encamarse conmigo, ¿por qué no hacerlo?

Esa pregunta ocupó mi mente todo el trayecto. ¿Por qué me resistía a sus encantos? Supuse entonces que porque mi afecto desde siempre había sido un apego de hermandad, familiar, casi consanguíneo. Porque en mi mente los adopté a ella y a su mellizo como hermanos, volcando en ambos todos esos sentimientos puros que no pude volcar en mi medio hermano Hector. Carente de lazos familiares reales, ellos dos, junto con su padre, habían sido la única familia que considerar de algún modo.

Pensé en aquella respuesta como la más probable, y me habría convencido de que además era la única si mis ojos no buscaran inconscientemente una maldita cabellera roja.

Iba delante de mí, y el bamboleo del caballo movía rítmicamente su grácil cuerpo en una danza que alzaba sus nalgas en pequeñas sacudidas, que tensaban mi hombría, imaginándola cabalgar otra cosa. El hecho de que sus brazos rodearan la cintura de Alaister y la acritud que ese gesto me inspiraba despertaron todas mis alarmas. ¿Tanto poder tenía el despecho?, ¿era verdaderamente el rechazo lo que redoblaba las ansias de conquista?, ¿el demostrar a mi orgullo varonil que podría vencer su resistencia con insistencia? No, me dije, eso supondría más bien el efecto contrario. A mi modo de ver, perseguir a una mujer se asemejaba a una rendición, a perder la dignidad. De cualquier manera, esa mujer no me interesaba. En realidad, era la menos indicada del mundo para sucumbir a placeres carnales. Seguro que sería como una viuda negra, me despellejaría vivo mientras durmiera plácido a su lado tras complacerla. Y, aun así, rememoraba una y otra vez su cuerpo desnudo flotando en las cristalinas aguas de aquella poza, incendiando mi ánimo y malhumorando mi genio.

Las sombras del pedregoso páramo comenzaron a alargarse como oscuras y huidizas guedejas tras el cobrizo orbe que descendía adormecido entre las altas cumbres, llevándose su dorado halo a su oculto lecho. Observé una creciente luna todavía en un cielo luminoso, aguardando paciente ocupar su trono. Y esa espera se llenó de colores confusos, entremezclados en hebras en un cielo límpido. Púrpuras, rosados, ocres y amarillos se entretejían en aquel prodigioso tapiz celeste, tiñendo el entorno de una belleza singular.

Me embebí del ocaso, saboreando la magnificencia de una muerte cíclica seguida de un nacimiento. Nada condensaba más el significado de la vida que un alba o un anochecer. Igual que moría el presente en cada instante vivido, pero al tiempo nacía un futuro de algo por vivir.

Cuando posé mi mirada de nuevo en el camino, descubrí a Cora observando también el firmamento con expresión soñadora. Y, entonces, me prendé de ese perfil alzado, de ese gesto entregado y de esa sonrisa subyugada recortada contra un lienzo inigualable. Tardé más de lo debido en recriminarme tal flaqueza, pero conseguí endurecer el gesto y, sobre todo, desviar la mirada.

La noche comenzó a cerrarse sobre nosotros.

Más allá, unos luminosos puntos se movían de un lado a otro, recorriendo la alta sombra de lo que parecían menhires. No eran fuegos fatuos, ni un engaño de mis cansados ojos, pues no percibí un tono azulado en ellos, sino anaranjado. Eran antorchas que danzaban entre las erguidas y ancestrales piedras. Supe al punto que se trataba de uno de esos círculos de piedras mágicos donde los antiguos celtas adoraban a sus dioses y que tantas leyendas ocultaban.

Ayleen no miraba al cielo, sino hacia ese lugar, y su mirada era igual de soñadora que la de Cora momentos antes.