Capítulo 38

árbol
Aquel último día

Cuando abrí la puerta de la habitación, mi ceño, mi ropa manchada y la sangre de mi nariz sobresaltaron a Cora, que corrió a mi lado. Cerró la puerta y me sentó en la cama. Acto seguido, extrajo un pañuelo de su escote y comenzó a limpiar la sangre, imprimiendo indignación en su gesto.

—No está rota —la tranquilicé.

Me contempló mortificada, con un brillo furioso refulgiendo en su mirada.

—No me consuela. No me parece justo.

—Empiezo a detestar esa frase.

Cora cogió mi rostro entre las manos y me observó intensamente. La ternura que volcó en su gesto apaciguó mis ánimos.

—¿Qué pretendía? ¿Convencerte a golpes de que eligieras a su hermana?

—No solo estaba soliviantado por su hermana, sino también por él.

Cora tragó saliva y desvió la mirada.

—En tal caso, habría de golpearme a mí —replicó apesadumbrada.

—Yo le arrebaté cualquier oportunidad que podría haber tenido contigo. Yo soy el clavo que provoca el sufrimiento de Ayleen. Me temo que ambos lamentan que haya regresado.

—No lo creo. Ella te ama y él te aprecia. Confío en que el tiempo enfríe sus sentimientos y quizá algún día puedas recuperarlos. Yo… yo me siento culpable de tu situación. Quizá si yo no hubiera entrado en tu vida, Ayleen y tú…

—Y quizá si no saliera la luna, saldría el sol —espeté cansado—. No sé qué habría pasado, solo sé que siempre ha predominado en mí un sentimiento más fraternal hacia ella, incluso antes de conocerte. Estaba completamente cerrado a relaciones, ya no solo amorosas, sino a cualquier tipo de afecto. Pero fue como contener un torrente de agua con una mano. Es imposible impedir sentir y provocar que sientan. Resulta absurdo cerrar el corazón, escudarlo y aislarlo a menos que me meta en una cueva y me convierta en ermitaño. No hay culpables, y si necesitas uno, culpa al destino.

Cora se abrazó a mi cuello, la rodeé con los brazos y permanecimos un largo instante en silencio. Inhalé una gran bocanada de aire y me aparté de ella. Luego la miré con gravedad y me puse en pie.

—Tengo que contarte lo que sucedió aquel último día en Mull.

Ella se envaró y me contempló con insidiosa aprensión.

—Lean…

—No lo haría de no considerarlo necesario, pero lo es. Aquel último día marcó mi destino, y te aseguro que durante tres largos años sufrí lo indecible. Necesito que comprendas que ese día sigue en mi memoria y en mi corazón, y sigue inyectándome veneno. Tengo pesadillas, cambios de humor, brotes de furia, y días en que la negrura me inunda y apenas soy una sombra. Tienes que saber quién soy y a lo que te enfrentas si me aceptas. Pero, para entender eso, tienes que saber lo que lo provocó.

Hice una pausa, el rostro de Cora se contrajo angustiado.

Supe que no podría contarle lo sucedido mirándola a los ojos, y mucho menos viendo sus reacciones y sus emociones. No podría continuar si ella se derrumbaba, y debía terminar aquello que había empezado. Arrancar las malas hierbas, dejando un terreno yermo, árido, para poder sembrar algo nuevo. Ese terreno lleno de broza, hiedras y maleza solo podría limpiarlo un huracán. Y eso era lo que estaba dispuesto a desatar en aquel momento.

—En tal caso, escucharé tu historia, aunque intuya que me dejará el corazón en carne viva.

Me dirigí a la ventana, dándole la espalda. Desde los cristales emplomados se divisaba el mar. La luna trazaba un sendero de nácar hacia el horizonte, sobre una masa oscura y viva espumando su vigor en moribundas olas que buscaban su última morada en la suave arena de la playa.

—Mi padre falleció cuando yo tenía nueve años y, a partir de ese instante, mi vida se convirtió en un infierno —comencé con la mirada perdida—. Más tarde descubrí que fue mi madrastra, Lorna, quien lo mató. Desde los nueve años hasta los doce sufrí toda clase de vejaciones por parte de ella, algunas sádicas y atroces. Su vena cruel era muy creativa, desde palizas hasta torturas más elaboradas, abusos… físicos y sexuales. Ya has visto mi cuerpo. Incluso usó a Sahin para desgarrar la piel de mi espalda, aunque ese no fue el tormento más perverso, te lo aseguro. Hector tan solo tenía un año menos que yo, pero provocaba muchos de mis castigos y los disfrutaba tanto como ella. —Hice una pausa, sintiendo cómo la piedra de mi pecho comenzaba a pujar con fuerza hacia mi interior. Era una piedra repleta de afiladas aristas, y en su descenso empezó a desgarrarme—. Aquel día, yo había decidido acabar con mi vida.

Oí una exhalación estrangulada, apreté los puños y me obligué a continuar.

—Los Grant, secuaces en las maldades de Lorna y sus perros de presa, habían intentado abusar de Ayleen ese día; yo me enfrenté a ellos para salvarla. Ya nada me importaba, pues había decidido rendirme. Tan solo anhelaba reencontrarme con mis padres. Cuando dejé a Ayleen junto a Alaister, a salvo de esos miserables, me dirigí hacia el acantilado. Me perseguían, pero yo era muy rápido. Cuando llegué a la cima, no lo dudé y me lancé en brazos del mar. Pero la suerte no estaba de mi lado ese día, porque el océano me entregó a otros brazos, precisamente a aquellos de los que huía…

… Luché contra las olas, negándome a dejarme arrastrar a la orilla. Me debatí exhausto y desesperado, pero una y otra vez me azotaban con fuerza en su afán de entregarme a aquellos que reían burdos de mi ya debilitada resistencia.

—¡Eh, Andy, parece que tendremos que sacarlo del agua! ¿Crees que nos agradecerá que le salvemos la vida?

Otra risotada grave llegó hasta mí mezclada con el rugir de las olas y mis propios y agónicos jadeos.

—No lo creo, los perros son todos unos ingratos.

—En tal caso, habremos de enseñarle modales.

Unos brazos me alzaron con fuerza del agua y me arrojaron impunemente contra la arena.

Otras manos me cogieron del pelo y me pusieron de pie tirando con brusquedad. Exhalé un quejido doloroso, a cambio recibí un tremendo bofetón. Me temblaban las rodillas, mi cuerpo estaba exangüe y mi alma presa de un terror paralizante.

—Vas a pagar caro haberme golpeado, bastardo —siseó Brian amenazante.

—Tenemos que ocultarlo hasta que se vayan los MacNiall. Todos han de creer que ha muerto. Por suerte, lo vieron lanzándose desde el acantilado. Podremos hacer con él lo que nos plazca.

—Lorna también querrá participar, esa mujer es una zorra despiadada y sanguinaria.

El viento trajo hasta mí voces que se superponían gritando mi nombre.

—¡Aprisa, o nos descubrirán!

Recibí un fuerte puñetazo que me nubló la vista. La negrura me llevó…


Desperté reconociendo de inmediato el olor que me rodeaba, un almizclado hedor a heno sucio, estiércol y sudor. Estaba en las cuadras.

Parpadeé repetidas veces hasta lograr enfocar la vista. Un candil cercano derramaba un cerco luminoso en torno a mí, pero más allá todo eran sombras. Intenté moverme, pero no pude. Descubrí con horror que estaba tumbado boca arriba sobre el tablero de una mesa, atado de pies y manos, y amordazado, tan solo vestido con los raídos pantalones que hacía tanto tiempo que me venían cortos y estrechos. Procuré moverme pero únicamente conseguí alzar las caderas. Pensé que, si volvía a levantarme y me impulsaba hacia un lado, lograría volcar la mesa y tal vez se rompiera. Y eso hice. En uno de mis empellones, la mesa apenas se movió. Maldije entre dientes.

—De nada te valdrá intentar escapar. Estás oficialmente muerto, no querrás disgustar a los que te están velando.

Reconocí la voz de Brian Grant. Tragué saliva y mi pulso se aceleró.

De entre las sombras emergieron entonces dos siluetas espigadas.

—Me has despertado, muchacho. Y odio que lo hagan. Tienes suerte de que tenga órdenes de no tocarte. Pero la zorra no ha dicho nada de que me toques tú, ¿eh, Andy?

Ambos prorrumpieron en sofocadas carcajadas. Brian se llevó la mano a la entrepierna y comenzó a frotarse lujurioso.

—¿Crees que, si le quito la mordaza y le meto otra cosa en la boca, me morderá?

—Con toda probabilidad, Brian.

—Bueno, entonces habrá que convencerlo de que eso sería muy mala idea.

Brian y Andy se acercaron a mí. Andy pasó una daga por mi torso trazando errantes círculos por mi piel. Luego la hizo descender zigzagueando por mi vientre hasta alcanzar mi entrepierna. La rodeó parsimoniosamente, deleitándose en mi expresión aterrada.

—A lo mejor, con el aliciente adecuado, incluso se esmere más, Brian.

A continuación, Andy presionó mis testículos con la punta de su daga y di un respingo.

—Creo que ya está preparado para mí. Esmérate, perro, o te castraremos como a un buey de tiro.

Comenzó a alzar su plaid, mostrándome su flácida verga, la tomó en su mano y empezó a masajearla.

—No la subestimes: doblará su tamaño, incluso puede que se triplique en tu boca.

Andy rio hoscamente, frotándose la ingle en ademán lascivo.

Me bajó la mordaza, y ya comenzaba a acercarla a mi boca cuando un quejido de bisagras lo detuvo. Unos pasos crujieron sobre el heno roto. Andy se apartó raudo y se cubrió antes de darse la vuelta.

—¿Qué demonios estáis haciendo, malnacidos?

Stuart Grant fulminó a su hijo con una mirada gélida.

—He dejado muy claro que esperaseis a la señora.

La señora en cuestión se adelantó hacia el cerco de luz. Su escalofriante e inhumana sonrisa congeló la sangre en mis venas, y solo rogué morir rápido.

En su mano derecha llevaba un estilete. También se cubría con un delantal de cuero, como los que usaba el herrero. Me estremecí ante su sola presencia.

—Hasta que termine con él, no será vuestro. Luego, poco me importa lo que hagáis con ese sucio bastardo.

—Lo devolveremos al mar, como era su deseo. Al menos dará de comer a los peces con lo poco que dejemos de él —masculló Stuart.

Lorna asintió conforme y se acercó a mí, fijando su acerada mirada en la mía, bebiendo de mi propio terror y regocijándose en cada uno de mis temblores, gozando ya con el preludio de lo que tenía planeado hacerme.

Brian fue a colocarme la mordaza, pero Lorna se lo impidió.

—Quiero oírlo gritar. Ian MacNiall ya se ha marchado en su barco, y dudo que nadie se atreva a interceder. Además, creerán que es su alma atormentada, que vaga por el castillo aullando como una banshee.

Los hombres asintieron quedos. Pude comprobar que no era el único que la temía. La observaban con reverencial temor y un deje de admiración ante la ferocidad de una simple mujer.

—¡Sujetadle fuertemente los brazos, tengo ganas de dibujar! —añadió Lorna.

Y eso hicieron. Me revolví de manera instintiva, preso del más oscuro pavor que jamás nadie ha podido sentir. Noté el pulso latiéndome con fuerza en la sien y náuseas revolviendo mi estómago, pero sobre todo una furia tan primigenia que comencé a tirar de mis ataduras moviendo la mesa conmigo.

—De nada te valdrá. Estás en mi poder.

Y tan era así que empezó a hacer uso de él. Clavó la punta del estilete en el dorso de mi mano, inclinando la hoja para evitar ahondar demasiado, y así fue ascendiendo despacio, abriendo mi piel al paso del acero. Apreté los dientes, comencé a jadear de dolor y sacudí la cabeza, negándome aquello que estaba pasando. Sentí cómo la punta del estilete trazaba sutiles curvas en su ascenso por todo mi brazo. La sangre densa y cálida comenzó a manar emborronando su creación. Llegó hasta el hombro y descendió por la clavícula hasta la cicatriz, aún tierna, de la quemadura con la forma de mi colgante.

Un dolor lacerante me atravesó nublándome la vista.

—¡Grita, maldito! —me espetó.

Sin embargo, no pensaba darle ese gusto.

Cambió de posición y repitió la operación con el otro brazo. Esta vez fue más cruel, repasando el corte de arriba abajo en cada tramo. Me mordí tanto el labio inferior que lo corté. El sabor ferroso de la sangre, el aturdimiento por el dolor y la desesperación que me imprimía el miedo me embotaron un instante en el que, agradecido, creí caer en la inconsciencia. Pero no fue así.

Me lanzaron un balde de agua fría que me sobresaltó, agudizando mi dolor.

Un dolor atroz, como si me hubieran pasado el cuchillo al rojo vivo y el ardor se fuera extendiendo por todo mi cuerpo, me sobrecogió con tanta intensidad que gemí entre dientes como un perro rabioso.

—¡Acercadme una fusta!

Andy se apresuró a obedecer el encargo.

—Voy a arrancarte la piel a tiras, condenado.

No recé, no pedí nada, solo intenté imaginar que no estaba allí, que corría por el páramo, libre y feliz… Mis padres corrían a mi lado, y reíamos y jugábamos despreocupados y dichosos. Sin embargo, aquella evocación se desdibujó ante el primer latigazo en el pecho. De mi garganta emergió un alarido tan desgarrador que creí habérmela quebrado. La imagen se diluía en una bruma azul, que deseé fervientemente que se convirtiera en negra y me llevara lejos de allí. Tras un sufriente jadeo, pude volver a componerla… Mi madre se inclinaba, me sonreía y me revolvía el cabello… Le devolví la sonrisa. Otro golpe restalló en mi vientre. Grité de nuevo, esta vez en mitad de un sobrecogedor sollozo, pero otra vez cerré los ojos y alcé aquella fantasía donde necesitaba guarecerme… Mi padre me levantó jovial en el aire y me colocó sobre sus hombros. Grité dichoso al viento, que jugaba con mi cabello… Un nuevo azote agudizó mi sollozo, y entonces grité rabioso, con tanta violencia que los ya agitados caballos relincharon y cocearon asustados… Llegamos a la playa, mi madre sumergió las pantorrillas en las olas y nos lanzó agua. Mi padre me dejó en la arena y, juntos, comenzamos a patear las olas, levantando salpicaduras entre risas y burlas… Otro golpe, esta vez con tanta saña que mi alarido hizo retroceder a los hombres y piafar a los caballos, encabritándolos.

Parpadeé jadeante. Cuando logré enfocar la vista vi el rostro de Lorna punteado con gotas de sangre. Los azotes sobre las brechas sangrantes me estaban desangrando.

—Dejémoslo descansar, o no resistirá.

La negrura comenzó a cerrarse sobre mí.

—Cubrid sus heridas con lienzos y ungüentos, no quiero perderlo aún.

Me desvanecí…


Desperté en el infierno de un dolor abrasador. Un tenue resplandor agrisado anunció un alba incipiente. Continuaba tumbado en la mesa, cubierto de lienzos que se habían pegado a mi piel con alguna especie de emplasto. Maldije no estar muerto, maldije a todos los dioses conocidos y por conocer, maldije al destino, pero sobre todo maldije mi resistencia.

Me hice el dormido, aunque resultaba una ardua tarea soportar tal grado de dolor sin gesticular. Sin embargo, mis esfuerzos resultaron fútiles.

—Lorna ha dicho que ahora es nuestro, pero quiere presenciarlo.

La aludida hizo acto de aparición en ese preciso instante. Abrí los ojos para mirar al mal a la cara, porque, sin lugar a dudas, aquella mujer debía de ser Satán.

Tomó asiento en un tocón donde apoyaban las pezuñas de los caballos para herrarlos y me observó complacida.

—Casi me apena que no vivas para ver el resultado una vez se seque. Pero tendré que imaginarlo —musitó contrariada.

Stuart Grant se acercó a mí y empezó a desatarme.

—No os demoréis mucho, tenéis que deshaceros de él antes de que amanezca por completo.

Grant asintió. Sus hijos roncaban en una esquina, los miró desdeñoso.

—Esos haraganes… Tendré que empezar la diversión yo solo.

Me liberó de las sogas y se inclinó sobre mí para incorporarme. Gemí dolorido, no tuve fuerzas para debatirme, tampoco valor.

De pie, entre espasmos temblorosos, exhausto y exangüe, Stuart se puso detrás de mí, me agarró del pelo y susurró en mi oído.

—Esto te va a doler —advirtió gozoso.

No podía imaginar qué podía doler más que aquello. Sin embargo, tuve la certeza de que lo iba a descubrir en aquel instante.

Me inclinó sobre la ensangrentada superficie de la mesa con brusquedad. Apoyar mi pecho y mis brazos en la madera, a pesar de estar cubiertos de sucios vendajes, me arrancó un sollozo lastimero. Tiritones bruscos comenzaron a sacudir mi cuerpo. Tenía frío y al mismo tiempo ardía. Tal era mi sufrimiento que apenas me apercibí de que bajaba mis ajados pantalones y alzaba su plaid. Me sobresalté dando un respingo, que me provocó otra punzada de dolor, al notar cómo la punta de su verga tanteaba la hendidura de mis nalgas.

«No —me dije envuelto en un llanto amargo y desesperado—. ¡¡¡Dios, no, quiero morir ya, por favor, llévame de una maldita vez!!!»

Pero aquel ruego no sirvió de nada. Cuando la dureza de Stuart Grant empujó con fuerza invadiendo mi interior, sentí cómo mi piel se desgarraba ante la violenta incursión y mi alma caía en pedazos a mis pies. Tras un grito más furioso que dolorido, me juré venganza convertido en un ánima atormentada, solo con el fin de perseguirlos y arrastrarlos al infierno conmigo.

Una embestida tras otra me sumieron en un acerbo océano de dolor. Ultrajado salvajemente, cada empellón despertaba el dolor de las heridas de mi pecho al rozar con el tablero. Con los brazos rígidos, el rostro contorsionado ante aquel suplicio atroz y un fuego punzante arrasando mis nalgas y mi pecho, creí ver una sombra interponerse en la luz que brotaba de entre las juntas de los tablones, como si alguien acechara. Entre los repugnantes jadeos de Grant, mis gemidos cada vez más apagados y el sufrimiento de un cuerpo roto, mi conciencia comenzó a disiparse.

—¡Vamos, Brian, es tu turno!

Fui zarandeado, golpeado y mancillado impunemente. Mi voluntad empezó a doblegarse y mi cuerpo a rendirse.

Envuelto ya en una ominosa negrura, convertido en un despojo, logré oír en la lejanía un fuerte estruendo, gritos y confusión.

Por fortuna, con la negrura llegó la paz…

—Desperté días después en alta mar, más muerto que vivo —continué, todavía sumido en el pasado—. Apenas era capaz de conservar la conciencia durante mucho tiempo, y era justo en esos momentos cuando más deseaba estar muerto. Las heridas del cuerpo se habían impreso también en el alma, ambos rotos, ambos agónicos y moribundos. En cuanto al corazón, me lo habían arrancado tras haber sido despedazado vilmente.

»Rechacé todo alimento y me negué a hablar. Si la muerte no me llevaba, me negaría yo la vida, ese era el pensamiento que fijaba en mi mente a cada instante, como una letanía incansable. No soportaba mirar a nadie para descubrir en sus rostros la profunda compasión que sentían por mí. Nunca olvidaré el gesto de Lachlan, esa conmiseración teñida de remordimientos y horror. Detestaba la condescendencia con la que me trataban, las miradas de espanto cuando veían mis heridas y el titubeo ante preguntas que no pensaba responder.

»Lachlan fue paciente, solía pasar tiempo en mi camarote, sentado a mi lado, tan solo mirándome con honda aflicción. Yo tenía por costumbre fingirme dormido para evitar contemplar mi tragedia en ojos ajenos, y más cuando mi único empeño era olvidarla. Difícil empresa, y más cuando el dolor era un insalvable recordatorio perpetuo. Ya había oído la indecisión del cirujano de a bordo en cuanto a mi estado. Las heridas más graves estaban en el pecho, el vientre y los costados, eran largas y profundas brechas que había cosido prolijamente, por lo que debía permanecer boca arriba, para que se secaran y recibieran las curas necesarias. No obstante, mis posaderas ardían como si tuviera una tea dentro, y aunque me pusieron de costado mientras me rechinaban los dientes por el dolor, para inspeccionar los daños, tan solo decidieron limpiar la sangre y poco más.

»Tenían que sujetarme la cabeza con fuerza, ya que me resistía, para abrirme la boca tirando de la barbilla. De ese modo conseguían que cayera en mi lengua un pausado goteo de caldo de ganso, que administraban impregnando un lienzo en el cuenco de sopa y retorciéndolo sobre mis labios entreabiertos.

»Y, día tras días, a bordo de ese galeón, mis heridas sanaban mientras me llevaban a un mundo nuevo, lejos de la barbarie, sin saber que la barbarie viajaba conmigo, en cada recuerdo, en cada herida, en cada brote de incontenible furia que me sacudía y, sobre todo, en cada pesadilla.

Tras un instante en el que luché por apartar el pasado, por desprenderme de la pegajosa resina de sensaciones escalofriantes y del ardoroso manto de un dolor rememorado con abrumadora facilidad, me volví hacia Cora, temeroso de lo que hallaría en su rostro.

Pero, de todas las expresiones que pensé encontrar, aquella fue la más inesperada. Estaba de pie, tensa como una vara, con los puños apretados y los labios oprimidos en una delgada línea furiosa. Un rictus dolido, casi diríase que ofendido, contraía su semblante y me fulminaba con una mirada rencorosa y contenida.

—¿Qué pensabas que iba a hacer tras conocer tu tragedia? —me increpó airada.

Avanzó hacia mí con paso rotundo y una mueca ofuscada.

—¿Creías que saldría despavorida por esa puerta para no volver nunca? ¿En tan baja estima me tienes a mí y a lo que siento por ti?

Me empujó vehemente, con semblante fiero.

—Estoy furiosa, Lean MacLean, porque pienses que tu confesión es una oportunidad que me das para huir de ti.

Resopló indignada, frunció marcadamente el ceño, aferró la pechera de mi camisa y me acercó con rudeza a ella. Resultaba tan conmovedoramente adorable que oculté una incipiente sonrisa para no soliviantarla más.

—¡Escúchame bien, majadero, que hayas sufrido semejante brutalidad y que odie con toda mi alma a tus verdugos no disipa un ápice mi amor por ti! Saber… —tragó saliva embargada por una desbordante emoción— saber que, viviendo todo lo que viviste, conseguiste convertirte en el maravilloso hombre que eres hace que te ame más si cabe. Porque lo eres, porque no me importan ni tus sombras, ni tus pesadillas, ni tus brotes de furia o la apatía que te asalte, porque ya no estás solo, amor mío —su mirada se humedeció, exhaló un gemido roto y me zarandeó suavemente—, ya no. Yo te abrazaré cuando la negrura te atrape, y mis besos la espantarán. No permitiré que nadie nunca vuelva a hacerte daño… —Las lágrimas brotaron incontenibles, y un sollozo sofocado emergió quedo—. Mataría por ti…

No pude aguantar más. Apresé su rostro entre las manos y la besé con tanta vehemencia que nuestros dientes chocaron y nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo desesperado. Nuestras bocas se devoraron delirantes, con tan abrumadora necesidad, con tan desgarrado anhelo, con tan devastadora tormenta de emociones que, más que un beso, parecía un enfrentamiento de voluntades, un pulso desaforado de pasión desatada.

Caímos en el lecho y, sin dejar de besarla, luché por apartar sus faldas y colarme entre sus muslos. Aquel condenado feileadh mor resultaba una bendición para tales menesteres, fue suficiente tirar hacia arriba del plaid para dejar al descubierto mi palpitante verga. Tal era mi deseo, mi desesperación por poseerla, que no me demoré en juegos ni en preparativos. Sabía que estaba húmeda y ardiente para mí.

—No seré delicado —advertí en una especie de gruñido contenido.

Su verde y resplandeciente mirada me respondió con una urgencia que me desquició.

Enlazó mi nuca y me atrajo de nuevo hacia su boca. Dejé que su lengua tomara el control, que se frotara ansiosa contra la mía, que explorara famélica cada rincón, grabando en ella mi sabor y bebiendo cada uno de mis gemidos.

Separó las rodillas para permitirme acomodarme entre sus muslos, alzando además las caderas para recibirme. De una sola y enérgica embestida, me hundí en ella, exhalando un ronco gruñido de puro placer. Su interior, estrecho, terso y húmedo, se cerró en torno a mi carme, apresándome en ella. Una aguda punzada de placer me sacudió.

Las piernas de Cora se enredaron en mis caderas, y así comencé a moverme con vehemencia, envuelto en una nube densa y vibrante de incontenible deseo. La embestí con vigor, y cada jadeo, cada mirada y cada beso fueron desgastando el delgado hilo de mi contención, hasta romperlo en un clímax sublime. Ella me acompañó, sacudida por un brusco espasmo de placer que arrancó de su garganta un largo gemido liberador.

—¡Dios, Cora, siento que se me escapa la vida hundido en tu cuerpo! Nunca he sentido nada parecido.

—Mi león, sí quiero. Sí quiero ser tu esposa, porque ya no sabría hacer otra cosa en mi vida aparte de amarte.

Acarició con mimo mi cabello, arrullándome con una melodía reconfortante. Cerré los ojos y me dejé llevar entre sus brazos a un sopor lánguido, pleno y despreocupado. Una última frase me acompañó en mi sueño.

—Nunca más nadie te hará daño, yo cuidaré de ti —susurró.

Sonreí tan entrañablemente emocionado que me dormí con lágrimas en los ojos. No obstante, eran unas lágrimas absolutamente desconocidas por mí: eran lágrimas de felicidad.