Capítulo 4

árbol
Sellando un trato

Recostado indolente en el sillón de orejas frente a la chimenea de mi cámara, escuchaba con bastante desidia el sermón de mi tío Lachlan y esperaba a que diera por concluida su enojada diatriba.

—¡Por el amor de Dios, Lean! —bramó reprobador—. ¡Delante de todos mis hombres!

—Era un combate abierto, ¿no? —rezongué impasible—. Pues como en todo combate se mata a los enemigos, y eso hice.

—Fue una ejecución, ¡maldita sea!

—Y porque no dio tiempo a tortura —confesé insatisfecho por no haber podido prodigarme como merecía la ocasión.

Lachlan resopló exasperado, se quitó su bonete de lana verde y se rascó la cabeza con abierta frustración.

—¿Crees que no sé que ese bastardo lo merecía? ¿Crees que he logrado olvidar aquel día? No, Lean, cuando te rescaté de ellos y vi… —tragó saliva, sus ojos refulgieron asqueados, agitó la cabeza y bajó la mirada tras un bufido de impotencia— lo que te habían hecho…, yo mismo quise despedazarlos. Aún sueño con ese maldito día e imagino que a ti también te persigue como la ponzoña de un veneno, y lo comprendo…

—No —lo interrumpí poniéndome en pie, agotada la paciencia. Me apoyé en el saliente de piedra de la chimenea y tomé una gran bocanada de aire, rechazando el aguijonazo de tan oscuros recuerdos. Finalmente, y tras apartar tan dolorosos momentos, me volví hacia él—. No comprendes nada, nadie puede hacerlo, porque nadie estuvo en mi piel. Y no, no solo ese día me persigue, me persiguen todos y cada uno de los malditos días que malviví con ellos. Tú solo evitaste algo que anhelé desde que me quedé solo en este pútrido mundo.

—No puedo creer que la amargura gobierne todavía tu vida, han pasado catorce años de aquello —me reprochó el laird. Me observó con intensa preocupación, el cejo se le frunció acentuando las arrugas de su frente y oscureciendo su semblante con un paño de compasión que detesté al instante—. Lean, lograste sobrevivir, date al menos la oportunidad de olvidar y de empezar una vida nueva, lejos de aquellos días.

Enarqué una ceja y torcí mis labios formando una cínica sonrisa.

—Claro, por eso me mandaste llamar —apunté mordaz, con ácida acritud—, para olvidar, no para utilizar mi odio en tu beneficio.

Al menos tuvo la decencia de bajar los ojos y estrujar nervioso el bonete entre sus callosas manos.

—Aquí están tus raíces, perteneces a este lugar —justificó sin sostener mi mirada.

—¿Ah, sí? Y ¿como qué? ¿Como laird por derecho? —acicateé provocador.

Lachlan se envaró incómodo, carraspeó y por fin se enfrentó a mí con gesto tosco y rictus tenso.

—¿Es lo que quieres? —inquirió en tono gélido y mirada amenazante.

Era plenamente consciente de que mi respuesta en ese instante sellaría mi destino. No temía la muerte; a decir verdad, siempre la había tomado como el descanso que tanto necesitaba mi alma atribulada. No obstante, no me doblegaría a ella sin haberme otorgado al menos la complacencia de una buena venganza. Me había jurado a mí mismo librar al mundo de tan atroces alimañas, y hasta no haber cumplido mi promesa no me marcharía como mínimo en paz.

—No, no es lo que quiero, y lo sabes, o no me habrías permitido regresar —musité con pleno convencimiento.

Vi la verdad en su azulada mirada, su cuadrado y prominente mentón se remarcó en una mueca contenida.

—Y no te culpo —admití relajando la pose y regresando a mi sillón. Me repantigué en él y aflojé la lazada de mi camisa con gestos lánguidos, fijando la atención en el fuego del hogar—. Tienes hijos que heredarán tus títulos, y tu estirpe afianzará nuestra sangre y reforzará el clan. Yo no tengo nada, ni quiero tenerlo. Mi sangre quizá empape pronto un rodal de tierra y mi cuerpo yacerá en algún rincón de esta tierra o de otra, tanto da. No traeré al mundo descendencia alguna, ni mi nombre figurará en ningún lugar, quizá con suerte en una lápida. Solo respiro por y para la venganza y, cuando esta se cumpla, poco me importarán mis pasos y mi vida. Así pues, ¿qué puede aportar al clan un hombre vacío?

Contemplé las danzantes llamas añorando en mi mano una copa de buen licor, comenzando a barruntar la idea de sustraer una botella y dar buena cuenta de ella junto a la solícita sirvienta que calentaba mi cama con tanto entusiasmo.

—Aun así —empezó Lachlan en tono apesadumbrado—, he de confesar mis remordimientos por no haber podido impedir aquello.

Lo miré de nuevo. En efecto, el pesar nublaba su rostro. Había un hombre bueno tras su ambición, comprobé agradecido de que el clan quedara en sus manos y no en las mías.

—Me salvaste la vida, tío, hiciste cuanto pudiste, cuanto te permitieron tus deberes, tal como intentó Ian MacNiall. Ambos acudisteis en mi ayuda, y os lo agradezco. En cuanto a mí, procuré olvidar, comenzar una nueva vida, pero el destino ha conducido mis pasos aquí por una sola razón.

—Empiezo a lamentar haberte llamado —masculló en un cogitabundo hilo de voz.

Negué con la cabeza y la recliné contra el respaldo cerrando los ojos.

—No lo lamentes. Tarde o temprano habría regresado, solo aquí se halla la única paz que puede otorgarme algún consuelo.

Oí sus pasos acercarse a mí, pero no abrí los ojos.

—Vas a buscarla, ¿no es así?

Una mano se aposentó en mi hombro y lo oprimió ligeramente en muestra de apoyo.

—Sí, y al malnacido de Stuart Grant y a sus hijos.

—Creo que regresó a las tierras de su familia, los MacLeod de Skye, pero no sé si goza o no de la protección de su clan, se oyen cosas extrañas sobre ella.

Abrí los ojos y me erguí en el asiento.

—¿Qué cosas?

Lachlan infló su pecho con una profunda inhalación, su mirada se enturbió prendada en las crepitantes lenguas de fuego que ondeaban hipnóticas, resoplando con un deje angustioso que me inquietó.

—Dicen que es una korrigan comeniños. Desde que ella llegó al castillo de Dunvegan, han desaparecido varios hijos de granjeros y siervos. Si no fuera porque respetan la memoria de su padre, sir Rory Mor, y porque temen su brujería, ya la habrían arrojado a la hoguera.

Asentí pensativo. Lachlan estaba casado con la hermana pequeña de Margaret Lorna, Mary MacLeod, que siempre había estado atemorizada por la maldad de esta. Por este motivo, había exigido una inamovible condición al aceptar la mano de Lachlan: no vivir en el mismo lugar que ella, con lo que Lachlan tuvo que trasladarse a una mansión señorial en Baile Mor, en la isla de Iona.

—El único fuego que lamerá sus huesos será el de mi odio —musité entre dientes.

Caí en la cuenta entonces de que no había visto a mi tía por el castillo.

—¿Dónde diablos has escondido a Mary?

—Tu primo se la llevó al castillo de Kisimul, bajo la protección de los MacNiall. Por cierto, tienes un nuevo primo, con apenas dos años, mi Allan, por eso decidí alejarlos de Duart ante la amenaza de Campbell. Vienen ya de regreso.

Recordaba gratamente el dulce rostro de Mary, tan distinto del de su hermana. Casi no la había visto, quizá en un par de ocasiones, y, sin embargo, su ternura y su compasión se habían grabado en mi corazón.

—Me gustaría despedirme de ella antes de partir —musité meditabundo.

—¿Despedirte? ¿No vas a defender a tu clan de las garras de Argyll?

El reproche adornó su tono y la incomprensión su mirada.

—Ya no es mi clan, incluso mi nombre gaélico me suena extraño: solo soy Asad, sin apellido alguno que me vincule a nada.

Lachlan gruñó sonoramente, apretó los puños y me fulminó con la mirada.

—¡Puede que la mitad de tu sangre sea árabe, que tu piel sea más oscura que la nuestra, que tu cabello sea tan negro como la brea y que tus ojos sean del color del fuego, pero te he visto luchar, sufro tu carácter y admiro tu sagacidad, y juro por todo cuanto me asiste que eres un jodido MacLean, tanto como lo fue tu padre o como lo soy yo! —rugió vehemente.

Dejé que ahondara en mis ojos, permitiendo que su apasionada proclama me calara, más por curiosidad que por otra cosa, quizá anhelando que esa llama MacLean encendiera de nuevo mi ser. Pero nada prendió en mi corazón, ni un mísero hálito de orgullo, nada que difuminara el convencimiento de ser únicamente un renegado, un huérfano, no solo de padres, sino de raíces.

Suspiré hondo con franco pesar y negué de forma sutil con la cabeza ante la mirada firme y pertinaz de mi tío.

—En tal caso, mi corazón parece haberlo olvidado.

—No —replicó colérico—, tu corazón solo está resentido porque, escudado en tu apellido, la crueldad y la locura se cebaron contigo. Solo espero que, cuando hayas colmado tu sed de venganza, logres rescatar el orgullo de tu nombre y de tu clan. Este es tu castillo, y esta tu familia, y aquí siempre tendrás un lugar. Si no quieres llamarlo hogar, llámalo refugio; si no quieres ser laird, sé pariente; si no quieres querernos, déjate querer.

Inmerso en mis cavilaciones, mientras mis más ocultos y moribundos deseos de recuperar una vida que me había sido arrebatada contemplaban con desgarrada nostalgia aquel asidero que Lachlan me ofrecía, mi fuero interno me gritaba que volviese a Sevilla, al único sitio en el que había logrado sentir algo parecido al arraigo.

—Ambos sabemos por qué vine en realidad, las reyertas entre realistas y Covenant me traen sin cuidado.

—Bien —concedió irritado. Se pasó los dedos por el cabello alborotándolo con un fútil deje de frustración y luego deambuló por la estancia de un lado a otro, mascullando entre dientes—. No obstante, necesitarás dinero para viajar, para tejer tu venganza y para huir. Tu ímpetu en el combate ha impresionado a MacColla, mencionó que ofrecías tus servicios al mejor postor y es posible que te proponga partir con él como uno de sus mercenarios a Irlanda. Pero tus intereses están en Skye, como acabas de desvelar, así que pagaré tus servicios si logras infiltrarte como aliado del marqués de Argyll.

Entorné la mirada sin llegar a entender adónde pretendía llegar.

—Acabo de matar a su aliado, dejando viuda a una mujer de su familia. Difícil empresa hacerle creer que puede confiar en mí —repliqué.

—No, si le hacemos creer que te hemos expulsado del clan. Has dado claras muestras de desprecio por los tuyos, será fácil, además, difundir tus andanzas como mercenario. A buen seguro, ya hablan de tu ferocidad en la batalla, hiciste buen alarde de ello.

—Traigo una buena bolsa de maravedíes de plata y ningún interés en complicarme más la vida —afirmé rotundo.

—Yo costearía tus servicios con escudos de oro de curso legal, tus maravedíes de plata tendrías que malvenderlos al peso a cualquier usurero prestamista de Edimburgo. Además, en el burgo de Inveraray encontrarás algo que suscitará más tu interés de lo que imaginas.

Sostuve intrigado su ladina mirada, percibiendo cómo refulgía su intención con un halo triunfal.

—Los Grant acudirán estos días al consejo con el resto de los clanes aliados de los Campbell en el castillo de Inveraray. Será la mejor oportunidad que tendrás de acabar con ellos.

—¿De veras crees que es acertado acabar con los Grant en su terreno, rodeado de clanes aliados y en los dominios del marqués de Argyll? No saldría vivo de allí. Además, no pienso perder la oportunidad de recrearme esta vez.

Lachlan no ocultó una sonrisa taimada, sus ojos refulgieron pendencieros.

—No irás solo, seleccionaré una patrulla entre mis mejores hombres para que te ayuden en tu particular empresa. Estarán a tu servicio.

—Tentador —admití barajando mentalmente aquella oportunidad—. Y ¿qué pretendes sacar en beneficio? ¿Cuál sería con exactitud mi misión?

—Tan solo debes informarme de lo que se resuelva en dicha reunión. Planean una nueva ofensiva, esta vez a mayor escala, asistidos por ese condenado parlamentario inglés, sir Oliver Cromwell. Y mucho me temo que aunarán todo su empeño y sus milicias en una batalla decisiva. Anticiparme a ellos es de vital importancia para conseguir derrotarlos.

Chasqueé la lengua ante la evidente dificultad de la misión.

—No permitirán que presencie sus reuniones secretas —objeté ceñudo.

—No, pero puedes sustraer el edicto que firmen y leerlo antes de que lo entreguen a Cromwell. En él se indicará con precisión lo acordado, con fechas del ataque y el movimiento de las tropas que acudan a él.

Medité un instante sopesando cada una de las situaciones a las que tendría que enfrentarme. Era arriesgado, sin duda, pero tendría ayuda y las piezas que ambicionaba cazar a mi alcance.

—Te facilitaré la llegada a Skye poniendo un navío a tu disposición. Y, si sigues queriendo regresar a Sevilla, yo mismo te conseguiré un pasaje de vuelta.

Me puse en pie con gesto solemne y con mirada grave asentí ante el regocijo de mi tío, que compuso una amplia y luminosa sonrisa. Alargué mi mano y él me la estrechó para posarla a continuación sobre mi hombro derecho. Imité su gesto.

—Acepto tu propuesta —pronuncié formal.

—Brindemos por ella, Lean, tengo una barrica de clarete excepcional.

—Nada como un buen clarete para sellar un trato.

Palmeó complacido mi espalda y salimos de la cámara ultimando los preparativos de mi partida.


Entrenaba en el patio de armas bajo la mirada de Dante y de gran parte de la servidumbre femenina del castillo, además de por curiosos highlanders que estudiaban mis lances con ojos interesados, aunque desdeñosos.

Mi oponente, un hombre espigado y ágil, esquivaba con bastante maestría mis envites, con la gracia de un hábil bailarín. Me regodeé en cada movimiento, sin ninguna intención de tomarme el combate muy en serio, aunque, a medida que avanzaba, mi contrincante parecía enconarse en sus mandobles. Percibí cierto matiz frustrado en él cada vez que mi shamshir contenía sus ataques o mi cuerpo evadía su acero. Entonces, reparé en que la guarnición del castillo estaba haciendo apuestas y sonreí taimado. Como buen jaque pendenciero y artero en argucias de todo tipo, comencé a simular cansancio y torpeza con una serie de fingidos traspiés.

Dirigí un avieso gesto a Dante, que corrió a apostar a mi favor, cuando todas las apuestas estaban en mi contra. Aguardé un poco más, asegurándome de enfatizar bien mi derrota engordando las posibilidades de mi fracaso y alentando a más hombres a apostar. Tras otro fugaz vistazo a Dante, que me guiñó malicioso un ojo, me decidí a concluir el combate.

Había memorizado bien los movimientos de mi contendiente, y hasta la secuencia de repetición que solía ejecutar y que resultaba bastante predecible para su desgracia. Aguardé uno de sus lances a mi diestra y giré sobre mí mismo al tiempo que me aproximaba a su costado, marcando con el filo de mi espada todo el lateral de su cuerpo, sin rozar su piel, pero sí rasgando su camisa. Luego me puse tras él, lancé un certero puntapié a sus tobillos, que lo derribó, le aferré el cuello con el brazo y presioné la punta de mi shamshir contra su espalda.

Acto seguido, miré a los presentes con una sonrisa traviesa y una ceja alzada, comprobando el disgustado asombro en sus huraños semblantes.

Dante recogía en los faldones de su sucia camisola de sarga las monedas de plata acumuladas durante las apuestas. Observé el luminoso orgullo en la faz del muchacho, que sonreía abiertamente.

Solté a mi oponente, me aproximé a Dante y le revolví el cabello.

—Sois el mejor espadachín de todos, mi señor —alabó entusiasmado.

—No lo soy, pero espero no toparme nunca con el que lo sea.

El chico rio mientras se ataba las ganancias a su cuerpo.

—¡Mételas en mis alforjas, muchacho, mañana partimos!

Apenas asintió y salió corriendo hacia mi cámara.

Conduje mis pasos hacia el tonel de agua, cogí el largo cucharón y bebí sediento de él. Lo llené de nuevo y lo volqué sobre mi cabeza, empapando mi camisola de lino y frotando con la otra mano mi rostro. Agité mi larga melena negra y chorreante como un perro y, cuando miré al frente, mis ojos se toparon con una mirada familiar.

Impávido, observé a la hermosa joven que me contemplaba con admirada subyugación.

Llevaba catorce años sin verla y, a pesar de que siempre fue una chiquilla bonita y dulce, jamás habría imaginado que pudiera convertirse en la lozana y bella mujer que me examinaba con tan desconcertado arrobamiento. Sus hermosos ojos turquesas seguían resultando mágicos, destacando como dos ventanas al océano en una tez cremosa y perlada, donde unos mullidos y perfilados labios rosados se arqueaban en una temblorosa sonrisa. Su cabello castaño oscuro con reflejos cobrizos atrapaba los destellos de un sol durmiente, refulgiendo en los gruesos mechones cruzados de la larga trenza que se posaba sobre su hombro izquierdo y caía sobre su pecho hasta casi su cintura.

—Ayleen —proferí anonadado.

—Lean, no… no pareces tú… —musitó ella con cierto asombro, todavía inmóvil y afectada.

—¡Amigo!

Un hombre joven de mirada jovial y sonrisa franca avanzó entonces hacia mí y me abrazó con sincero entusiasmo al tiempo que palmeaba mi espalda.

En aquel abrazo, miles de recuerdos me sepultaron en un alud de emociones que me desbordaron…

… Nos vi a los tres correteando entre risas por los pasillos de Duart, enfrascados en juegos infantiles y travesuras. Alaister, su hermano mellizo, solía burlarse de ella porque hablaba con animales y plantas, y ella corría tras él enfurruñada mientras me pedía que lo atrapase. Evoqué con cierta nostalgia aquellas memorables visitas de los mellizos, ansiando la de Ian MacNiall con sus hijos a Duart. Era un gran amigo de mi padre y solían reunirse a menudo. Fueron mis únicos amigos en aquellos tiempos, pero todo cambió a los nueve años, cuando quedé huérfano y Lorna asumió el control del clan en ausencia de Lachlan, que batallaba junto al rey en Inglaterra. Apenas se les permitía acudir a verme, y en las contadas ocasiones en que Ian conseguía hacerlo, ni Ayleen ni Alaister encontraron ya en mí a un compañero de juegos, sino a un niño retraído, taciturno y asustado…

Alaister se despegó de mí sin soltarme y me sonrió con rictus emocionado.

—¡Lean, amigo mío, cuando me dijeron que habías regresado, no podía creerlo! Pero verte… tan mejorado y vigoroso me llena el corazón de dicha… ¡Por Dios, si me sacas una cabeza, rufián, y al menos dos cuerpos!

Contemplé su apuesto rostro, tan parecido al de su hermana, aunque de cabello más claro y en tonos acaramelados, de ojos algo más sesgados y mandíbula marcada. A pesar de gozar de varonía, sus rasgos eran suaves, casi angelicales.

—Mi padre está saludando a Lachlan —informó risueño—. A Ayleen y a mí nos atrajo el bullicio del patio, y te vimos combatiendo. Eres formidable en el dominio de la espada, ¿verdad, Ayleen?

Se volvió hacia la muchacha, a la que sorprendí admirando la complexión de mi pecho, que se adivinaba bajo la mojada prenda, que transparentaba su acanelado tono.

—Todo un soberbio espadachín —reconoció ella avanzando hacia nosotros.

Su dulce sonrisa pareció tímida cuando se detuvo frente a mí. Repasó lentamente mi rostro con la punta de los dedos y, con mirada conmovida, susurró:

—Temí tanto por tu vida, Lean, que verte tan gallardo y tan… —bajó apenas la vista y sus mejillas se arrebolaron antes de proseguir— saludable es mi mayor regalo. Agradeceré al Altísimo tu maravilloso restablecimiento, pero sobre todo tu regreso.

Y, sin más, me abrazó, olvidando la humedad de mi cuerpo y derramando en ese gesto todo el cariño que me profesaba, ante mi completa estupefacción.

Vacilante, la rodeé con los brazos, evitando grabar en mi mente las sugestivas curvas de su esbelto cuerpo e impidiéndome cualquier reacción perturbadora.

—Te lo agradezco, Ayleen, me hace muy dichoso volver a verte.

Me separé de ella dibujando una sonrisa agradecida que dediqué también a su mellizo, buscando cierta distancia con el cuerpo de la joven a la que una vez consideré casi una hermana.

—Tienes que contarnos tus correrías, Lean —arguyó Alaister—, me muero de ganas de escucharlas, pero regadas con un buen licor.

—Por supuesto, en cuanto me cambie acudiré al gran salón y nos contaremos nuestras aventuras.

Esa apreciación hizo que la mirada de Ayleen se dirigiera de nuevo hacia mi torso y se acentuara el rubor de sus mejillas.

—No tardes, mi buen amigo, ardemos en deseos de saberlo todo de ti.

La mirada tornasolada de la muchacha refulgió ante mi cortés reverencia al despedirme, prendada en mi sonrisa, con un interés nada fraternal en su gesto.

Me alejé de ellos a buen paso, recordándome que, de todas las mujeres sobre la faz de la Tierra, ella sería la última en quien posaría mis ojos… y mis manos. Suspiré con pesadumbre.

Ya me adentraba por la arcada principal rumbo a mis aposentos cuando un graznido llamó poderosamente mi atención clavándome al suelo. Todo el vello de mi cuerpo se erizó, mi estómago se agitó inquieto, y un acusado regusto amargo invadió mi garganta, ascendió hacia mi paladar y depositó esa agria nota en mi lengua. Sentí náuseas.

Tomé una gran bocanada de aire y me conminé a seguir aquel graznido áspero y tosco, repetitivo y atemorizante, que heló la sangre en mis venas.

Enfilé hacia el pasadizo de la derecha hasta llegar a un pequeño y cerrado patio trasero, donde una gran jaula albergaba lo que creí imposible que aún viviera.

El halcón de Lorna.

Instintivamente, llevé la mano a la cicatrizada línea blanquecina que lucía en mi mejilla izquierda, y un sentimiento de repulsa me detuvo frente al hermoso halcón peregrino que había probado mi carne en más de una ocasión.

Agarré los barrotes de la jaula con brusquedad y le clavé una mirada penetrante desbordada de odio, pero no hacia él, sino hacia su instructora. Y, llevado por ese odio primigenio, rugí al ave en un grito desgarrado que apenas liberó mi ira. El halcón, despavorido, aleteó asustado dentro de su reducido recinto, desplegando sus vistosas alas y emitiendo su graznido de forma más aguda. Aquel sonido me llevó atrás en el tiempo…

… Me debatía con todas mis fuerzas mientras me ataban de cara a un poste en la explanada frente al robledal, gritando y retorciéndome como una lagartija sin cabeza. Arrancaron mi camisa con hosquedad, y la fría brisa marina lamió la piel de mi espalda provocándome escalofríos.

Un agudo chillido cruzó el cielo. Alcé la vista y divisé la majestuosa figura del halcón de Lorna, que volaba en círculos sobre mí. Me estremecí.

—Debo enseñarte obediencia, maldita bestia sarracena, y debo alimentar a mi halcón. Se me ocurre aunar ambas obligaciones para ahorrar tiempo, ¿no es una gran idea?

La voz de la mujer resultó más desagradable y áspera que la de su ave.

Al cabo, sentí sobre la espalda cómo disponían delgadas tiras de carne de res embadurnadas en melaza para que se adhirieran a mi piel.

Un espeluznante silbido encogió mi vientre y aceleró mi pulso, el tacto de los colgajos de carne pegajosa sobre la piel me asqueó hasta el punto de contener una arcada.

Percibí cómo el aire arremolinado por las largas alas del ave azotaba mi trémula espalda. Me tensé, acometido por un acceso de pánico.

Giré la cabeza para descubrir cómo el bicho emplumado se había posado en el antebrazo del guante cetrero que llevaba la víbora y graznaba alargando el cuello hacia mí. Las puntas de sus alas, de un intenso gris pizarra, se abrieron varias veces hasta replegarse ciñéndose a su robusto cuerpo.

Los ojos del halcón, dos esferas de obsidiana bruñida, se fijaron en mí. Me debatí de nuevo en un fútil intento por desprender las tiras de mi piel. Atisbé preso del pavor la malévola sonrisa en el rostro de Lorna cuando acercó el ave a mi cuerpo, y casi al instante sentí un afilado pico curvo atrapando los jirones de carne. Su voracidad fue tal que atravesó mi propia piel, desgarrándola. El pellizco fue tan doloroso que emití un alarido estridente, que, sin embargo, no amilanó al halcón. Otra vez me retorcí contra el rugoso poste agitándome con desesperación, girando la cabeza todo lo que pude con la intención de morder uno de los extremos de sus alas, que se abrían y se cerraban sin cesar contra mis costados. De repente sentí su pico contra la cara, grité a pulmón cuando noté cómo me rasgaba la mejilla, y de un cabezazo violento logré apartarlo de mi rostro. El animal chilló ante el impacto y, en su afán de huir, clavó las garras de sus zarpas en mi espalda una y otra vez. Lorna lo sujetaba de la correa atada a su collar impidiéndole escapar. El olor de la sangre me golpeó, el dolor me nubló la vista y, entre carcajadas y graznidos, la negrura una vez más me llevó…