Capítulo 26

árbol
Un punto rojo en el horizonte

Partimos a la mañana siguiente rumbo a la región de Drymen, cabalgando por verdes praderas entre majestuosas montañas, de cuyas altas cumbres descendían plateados y revoltosos riachuelos, arroyos briosos que espumeaban su vitalidad contra las rocas con las que se topaban, saltándolas con ligereza en un bullicioso y fresco murmullo reconfortante.

El perfume del brezo flotaba amable en una brisa lánguida que agitaba la larga cabellera rizada de Cora y convertía sus ondulantes mechones en vivarachas serpientes de fuego. De vez en cuanto, algún resuelto rayo de sol escapaba de la prisión de las densas nubes que esponjaban la gran totalidad del cielo y se reflectaba en el cobre de su cabello, haciéndolo refulgir con tal viveza que parecía una crepitante llama estirada por el viento. Y, como tal, experimenté la necesidad de acercarme a ella y sentir su calor.

En mi mente revivía una y otra vez la noche anterior. Me había sumergido tanto en aquella mirada esmeralda que todavía era incapaz de ver otra cosa. Aún estaba hechizado por ella, por la tangible magia que había envuelto nuestra primera entrega. Todavía las mariposas aleteaban en mi pecho y mi pulso se aceleraba cuando nuestros ojos se encontraban. Mi sonrisa lucía más amplia y mi ánimo permanecía en una ingrávida sensación de ensueño difícil de disimular.

No obstante, debía esforzarme por controlar mis impulsos, al menos hasta que Ayleen asimilara mi rechazo. Estrangulaba, casi constantemente, el deseo de tomarla entre mis brazos cuando pasaba por mi lado observándome subrepticiamente, dedicándome una traviesa mirada cómplice que me desarmaba. Sofocaba sonrisas sin fundamento o evitaba mirarla más de la cuenta, aunque mis traidores ojos a menudo la seguían sin remisión.

Azucé a mi caballo hasta ponerme a su altura, solo para capturar su mirada y embeberme de su perfil, sin cruzar palabra. No hacía falta, nuestros ojos hablaban más de lo debido. Conversaban en un mismo idioma, manifestando el deseo oculto de que llegara la noche para poder escabullirnos como fugitivos, como amantes secretos, lejos de miradas, de reproches, de rencores o de juicios condenatorios. Nada me importaba hasta llegar a Dumbarton, nada deseaba más que entregarme sin reservas a esa implacable necesidad de fundirme con ella. La deseaba como jamás había deseado nada, y fue precisamente eso lo que me hizo entender el duelo de Ayleen.

Mirarla me hacía sentir un miserable, ella procuraba no prestarme atención, endurecerse ante mí, y yo anhelaba fervientemente que lo consiguiera. Nada podía hacer por ella, excepto ocultar la pasión que sentía por otra mujer.

Malcom, que iba en cabeza, alzó la mano de repente, frenando abruptamente a su montura. Todos nos detuvimos alertas. Avancé hacia él, dirigiendo la vista hacia donde señalaba con expresión tensa.

Divisé un punto rojo en el horizonte, que comenzó a extenderse convirtiéndose en una masa roja silueteada. Entorné los ojos aguzando la mirada. Parecían jinetes uniformados. Aquellas casacas rojas dejaban bien claro su origen: era una patrulla inglesa.

Descendían una empinada colina, todavía lejos de nosotros. Pero, al igual que los veíamos, ellos también habían reparado en nuestro grupo. Miré agitado hacia atrás, hacia el vado del que proveníamos, y decidí retroceder y que nos escondiéramos en lugar de enfrentarnos a la patrulla. Ellos llevaban mosquetes y eran al menos una veintena.

Los caballos relincharon nerviosos, olisqueando un peligro inminente.

—Debemos volver y galopar como si nos persiguiera la muerte —aduje en tono apremiante.

Maniobré con las riendas reconduciendo a Zill, presionando con las rodillas sus flancos para cambiar de dirección.

Miré con preocupación a Dante, que montaba detrás de Ayleen, abrazado a su cintura. Ella me regaló un gesto tranquilizador que agradecí con un ligero asentimiento de cabeza y una tímida sonrisa. Rosston llevaba la jaula de Sahin, cubierta con un oscuro paño y amarrada a su silla.

—Marchad delante, yo tomaré otro camino para despistarlos, Zill es más rápido que cualquiera de vuestras monturas, os alcanzaré. Rosston, no podréis galopar con esa jaula, liberad a Sahin.

El gigante pelirrojo me miró asombrado, pero se limitó a obedecer.

—Es demasiado arriesgado. Además, es posible que se dividan para perseguirnos a todos —indicó Malcom reticente.

—Es una temeridad —coincidió Alaister reprobador.

—Yo creo que es una medida sensata —apuntó Gowan—, solo lo persiguen a él. Mató a uno de los Grant, y ese clan es un poderoso aliado de Argyll, han puesto precio a su cabeza. Podemos acordar un punto de encuentro y volver a reunirnos. No tiene sentido poner en riesgo a todo el grupo, hay mujeres y niños en él.

—Gowan lleva razón —afirmé—, me persiguen a mí. Nos encontraremos en el muelle de Dumbarton. Si en un plazo máximo de una semana todavía no he llegado, embarcad sin mí.

Ayleen miró con aprensión en el rostro y miedo titilando en sus ojos.

Pero, cuando dirigí la mirada hacia Cora, encontré una expresión ansiosa y decidida que me desconcertó.

—¡Apresurémonos, ya llegan! —exclamó Duncan inquieto.

—¡Marchad, maldita sea! —apremié rotundo.

Un gañido acompañó a la liberación de Sahin. El animal desplegó sus esplendorosas alas y las agitó con elegancia antes de alzar el vuelo.

Y como el hermoso halcón, todos partieron raudos, entre el atronador sonido hueco de los cascos de sus monturas. Aguardé un instante controlando a Zill, que se agitaba nervioso. Observé a la patrulla inglesa, temeroso de que dieran uso a sus mosquetes, pues no tardarían en tenerme a tiro.

Volví a mirar a mis hombres, que se perdían en lontananza, excepto uno, que parecía perder carrera y quedó rezagado. Un rostro se volvió a mirarme, su leonada cabellera refulgía como un halo, era ella. Cora se había detenido. Maldije para mis adentros. Los ingleses se acercaban veloces, pude advertir cómo algunos apuntaban sus mosquetes en mi dirección.

Yo miraba alternativamente a ambos lados con el corazón en un puño, y me sentí desfallecer cuando Cora cambió de dirección y cabalgó de nuevo hacia mí.

Un disparo surcó el prado como el silbido de un cóndor. Instintivamente, me agaché y sacudí las riendas, enfilando a Zill rumbo a Cora. Ella tuvo la prudencia de detenerse a aguardar a que yo llegara y, cuando la alcancé y me puse a su lado, le lancé una mirada furibunda. Me dirigí hacia los altos y pedregosos peñascos, esperando encontrar algún escondrijo donde poder ocultarnos. Atravesar la pradera hasta llegar a las montañas ya no era una opción, Zill era rápido, pero la yegua de Cora no lo era. Y no podía arriesgarme.

Galopamos cortando el viento, poniendo al límite a los caballos, sacudiendo vehementes las riendas y mirando atrás para descubrir que los ingleses nos ganaban terreno. Constantemente, Zill se adelantaba y tenía que frenarlo para no perder a Cora. Su yegua resollaba exhausta, no aguantaría mucho más. Tampoco teníamos el suficiente tiempo como para lograr ocultarnos con tan poco trecho de distancia entre ellos y nosotros. Solo encontré una alternativa.

Acompasé la velocidad con la de Cora y me acerqué a su yegua todo lo que pude. Ella me miró confusa y asustada.

Anclé con fuerza mis piernas a los flancos de Zill, me agarré tenazmente al cuerno de la silla, me alcé en los estribos y me incliné todo lo que pude sobre ella. A continuación, la aferré fuertemente de la cintura y me impulsé raudo de nuevo a mi silla, arrastrándola conmigo. Cora dejó escapar un grito sorpresivo y un débil gemido dolorido cuando la deposité con brusquedad sobre mí. Se abrazó a mi cuello temblorosa y yo tomé las riendas de nuevo, agitándolas vigorosamente, alentando a Zill a que pusiera a prueba su raza.

Volamos sobre el páramo como vuela una brizna de hierba en un viento huracanado. Miré atrás y descubrí complacido que la patrulla iba perdiendo terreno. De pronto, algo voló más rápido que nosotros, y un reconocible estruendo me encogió sobre Cora en un gesto protector. Sentí una ardorosa punzada en el muslo. Ella se sobresaltó contra mi pecho. Y yo azucé a Zill con desesperación.

Cambié de dirección en una cañada entre colinas, donde se abrían varios desfiladeros sinuosos; atrás resonaban los disparos de mosquetes y los cascos de caballos. Me adentré en uno de ellos buscando cobijo en sus recodos, pero en lugar de seguir el angosto sendero entre montañas, me aposté tras una roca cubierta de liquen. Cora me miró jadeante, posé en sus labios mi dedo índice y la rodeé con los brazos. Al cabo oímos cómo la patrulla atravesaba el desfiladero y contuvimos el aliento. Vi pasar un grupo de seis hombres, adivinando que el resto se habría repartido entre las otras bifurcaciones. Era arriesgado salir de aquel desfiladero para regresar al páramo, pero si el grupo que nos había sobrepasado volvía, nos encontrarían de frente. Respiré hondo y miré mi pierna, un largo rasguño sangraba empapando mi pantalón.

Tensé las riendas alrededor de las manos y dirigí mi montura hacia la entrada, rezando por no toparme con ningún soldado.

Cabalgué entre las abruptas paredes de la quebrada, alerta y temeroso. Ya salía cuando un jinete me cortó el paso. Me apuntó con su arma y gritó a sus compañeros, advirtiéndolos. Alcé una mano en señal de rendición, con la otra sujetaba a Cora y las riendas.

—Las dos manos bien visibles, sucio bastardo.

Aprovechando que la capa de Cora ocultaba mi mano, extraje el puñal del cinto y, cuando hice ademán de levantarla, lancé contra la garganta del soldado el cuchillo, que se clavó certero en ella. El hombre agrandó los ojos, abrió la boca regurgitando su agonía y se llevó las manos al cuello, que comenzó a sangrar profusamente. Cora volvió a gemir escondiendo su rostro en mi pecho. No perdí el tiempo, salí de allí a todo galope.

Esta vez no miré atrás. Cabalgué como si me persiguiera el alarido de una banshee. Espoleé a mi montura al tiempo que la alentaba con sonoros gruñidos y sacudía frenético las riendas.

Recorrimos la amplia pradera, ya sin oír cascos ni voces, tan solo el viento silbaba a nuestro alrededor.

No supe cuánto tiempo había transcurrido ni dónde estábamos, pero Zill se hallaba al límite de sus fuerzas y debíamos detenernos. Divisé el remanso de un riachuelo en el cobijo de un bosquecillo de alerces, medio ocultos por grandes rocas, y decidí descansar allí.

Bajé del caballo y ayudé a Cora a desmontar. Parecía conmocionada.

—¿Estás bien?

Aparté la espesa melena de su rostro, sujetándolo con ambas manos.

Ella asintió y bajó la mirada trémula.

—¿Por qué demonios…?

La alzó de nuevo y me observó con honda emoción.

—Algo tiró de mí hacia ti, es cuanto puedo decir.

—Ha sido una completa locura —la reprendí forzando un ceño que no lograba sostener, pues solo deseaba besarla.

—Abrázame —pidió escondiéndose en mi pecho.

Y lo hice, y lo habría hecho sin que me lo hubiera pedido, y supe que lo haría gustoso por el resto de mi vida si tuviera un futuro que ofrecer.

Permanecimos así un largo instante, deseando evaporar la angustia sufrida, la tensión de la persecución y aquel extraño pero férreo hilo que nos unía.

Tuve que reconocer que me costó soltarla, pero me costó mucho más asimilar esa apabullante necesidad de ella. Me negué a pensar de más, a ahondar en aquellas desconocidas emociones que me zarandeaban con tan apasionado ímpetu. Tan solo me dejé llevar por ellas, paladeando cada instante a su lado.

Apenas llevaba algo de pan y queso en las alforjas, pero fue suficiente para calmar nuestra hambre. La tarde dio paso a un perezoso ocaso que oscureció el umbroso remanso, envolviéndonos en sombras cobrizas. No podíamos encender una hoguera, así que me senté apoyado en el tronco de un árbol con ella entre mis piernas, admirando cómo el ascenso de la luna se reflejaba en la brillante superficie del arroyo.

—¿Echas de menos tu vida en Sevilla?

—Echo de menos a gente en Sevilla.

—¿Alguna mujer en especial?

—Dos.

Cora se volvió para mirarme consternada, su nariz se arrugó en un mohín escandalizado.

—¿Tenías dos mujeres? Bueno, eres medio árabe y dicen que la poligamia es algo común entre vosotros, pero pensé que era tan solo una leyenda.

Su voz traslució un desagrado tan evidente que esbocé una sonrisa divertida.

—No eran mías —aclaré—, y para practicar la poligamia has de casarte con dos mujeres. Yo siempre fui tan libre como lo es ahora Sahin.

—¿Dos enamoradas?

—No, solo dos maravillosas mujeres que caldeaban mi cama y espantaban mis pesadillas, pero también añoro a mi maese y a mis compañeros de la germanía.

Cora arrugó el ceño intrigada, mostrando su incomprensión.

—Una germanía digamos que es como una hermandad de delincuentes, birladores, matones y estafadores. Suelen regentar prostíbulos y garitos de juego, también hacen encargos de todo tipo —expliqué nostálgico.

—Y ¿puedo saber cuál era tu función allí?

—Bueno, tuve muchas, empecé de muchacho siendo un ladronzuelo hábil, pero luego me entrené con la espada y, viendo don Mendo talentosa habilidad en mí, me acogió bajo su cuidado, afinando mis dotes en la esgrima. Era jaque en Sevilla, controlaba que se cumplieran las reglas y se pagaran las deudas. Ponía orden en rencillas, protección en las mancebías y ofrecía mi espada cuando se la requería.

—Un rufián —simplificó ella.

—Eso me temo.

—Y esas… dos mujeres eran…

—Son prostitutas, las más bellas sarracenas de toda Sevilla.

—Y ¿las echas de menos? —inquirió con indignado asombro.

—Pues sí, no solo compartíamos lecho, sino también largas charlas, amistad y risas.

Cora frunció los labios, lo que atrajo mi atención sobre ellos. Me observó más detenidamente, con abierta curiosidad.

—¿Y… te… te acostabas con las dos… a la vez?

Asentí sonriendo pícaro, esta vez fue ella la que se prendó de mi boca.

—Ellas me enseñaron cómo complacer debidamente a una mujer. Me revelaron que no solo se da placer con el cuerpo, que las miradas, los susurros, los gestos son los que verdaderamente muestran la dedicación que toda entrega exige.

—¿Dedicabas tanta atención a todas tus amantes?

—En realidad, no, solo a aquellas con las que me acostaba por gusto. Cuando me pagaban, era todo más… frío y distante.

Cora agrandó los ojos estupefacta y se separó apabullada de mí, con un claro velo perturbado en su rostro.

—¿Tú… también…? —Entreabrió los labios conmocionada y me contempló arrugando el cejo en una mueca consternada—. No sabía que los hombres… también…

El emergente rechazo que afloró a su mirada, junto con su asombro, acuchilló mi orgullo. Ella se envaró nerviosa y contrariada alejándose entre perpleja y confusa. Quizá fuera mejor que supiera cuanto antes quién era yo realmente.

—Créeme, he hecho cosas mucho peores. Y, aun así, las que me han hecho a mí palidecen en comparación.

Irritado por su reacción, me puse en pie y me acerqué a la orilla del riachuelo, sumergiendo mis funestos pensamientos en sus ennegrecidas aguas.

Oí sus titubeantes pasos acercándose a mi espalda. Su mano se posó en mi hombro.

—Lamento haberte ofendido, yo… No era mi intención…, tan solo me ha sorprendido.

Me giré hacia ella y la cogí por los hombros con firmeza.

—No soy más que un pobre demonio, Cora —musité penetrándola con una mirada fría y dura—. Un ser oscuro y atormentado que únicamente busca la paz impartiendo lo que considero justo, y es partir al infierno de una maldita vez arrastrando conmigo a quienes me convirtieron en lo que soy.

Unos gráciles brazos me rodearon y me ciñeron con fuerza. Su cuerpo se adhirió a mi espalda, pero su calor no evaporó mi frialdad.

—No atisbo a imaginar cuánto pudiste sufrir, pero estos días sí he vislumbrado en ti gestos que contradicen tus palabras. He visto bondad, generosidad, cariño, valentía, honestidad y compasión. Y una sensualidad tan abrumadora que las mujeres no pueden despegarse de ti. No eres un demonio, Lean.

Incliné la cabeza hacia atrás y contemplé la luna inmerso en recuerdos dolorosos.

—Quizá todavía me encuentre a mitad de camino de serlo, porque solo un demonio podrá acabar con otro.

Cora me rodeó colocándose frente a mí y cogió mi rostro entre las manos.

—Quizá debas regresar a Sevilla.

Su semblante se ensombreció, su rictus se crispó en una mueca desolada y bajó de inmediato la vista. Esta vez fui yo quien sujetó su barbilla y la obligué a mirarme.

—No eres la primera que me lo aconseja, y en verdad sería lo más sensato. Pero aquí nací y aquí moriré. Aquí he de arreglar mis cuentas, liberar mi odio y entregarme a mi destino.

—Un destino que te conduce a la soledad, al peligro y quizá a la muerte.

Sus hermosos ojos se oscurecieron afligidos.

—He visto tu cuerpo, Lean, tus cicatrices hablan por sí solas del tormento sufrido. He oído a los hombres hablar de tu historia en torno al fuego, imagino que lo que se cuenta no es ni una pincelada de todo lo que viviste. Te he oído sollozar en sueños, gruñir en pesadillas que me han erizado la piel, veo el dolor en tus ojos ante la remembranza de alguna escena de tu pasado y, aun así, sigo sin entender tus ansias de venganza. —Acercó su rostro al mío clavando su sesgada mirada en mis ojos con penetrante intensidad—. Porque no hallarás paz en la venganza, porque acabar con quien te hizo tanto daño no diluirá tus pesadillas ni borrará tu pasado. No solo no cambiará nada, sino que lo empeorará. Eres un hombre bueno, Lean. Yo creí odiarte, pero no te conocía, veo cómo tratas a ese niño, cómo intentas no herir a Ayleen, cómo cuidas incluso de ese halcón y te preocupas de tus hombres. Al final, ese demonio que buscas no logró acabar contigo, no pudo apagar la llama de un corazón bueno aunque maltratado. Vive tu vida y demuéstrale al destino que has vencido. Ya estuviste en el infierno, no bajes de nuevo a él.

Me embebí de su emocionada expresión un instante. Acaricié su rostro con ternura, delineando el contorno sumido en mis pensamientos.

¿Cómo explicarle que nunca había salido del infierno? ¿Cómo hacerle entender que ya no había vida posible para un hombre marcado por el dolor? ¿Cómo atreverme siquiera a confesar que cada pesadilla me hundía cada día un poco más en el abismo, oscureciendo mi alma? No, era imposible hacerle ver que la bola de odio que contenía en mi interior crecía de manera alarmante, que solo sería justo liberarla ante quienes la habían sembrado en mí. Pues, en caso contrario, terminaría estallando, masacrando sin piedad a quien se me pusiera delante en cualquier situación violenta, en una última gota que desbordaría esa furia contenida y latente que amenazaba con devorar mis entrañas… como lo hizo aquella noche…

—Le advertí que no aceptara el encargo, Asad, pero no me hizo caso.

Azahara comenzó a llorar desconsolada, la abracé para tranquilizarla.

—Tranquila, la traeré de vuelta, nadie ha de saberlo, ¿entendido?

Asintió apresuradamente. Besé su cabeza y acaricié su zaína melena antes de salir de la alcoba.

Fabila llevaba un día desaparecida. La noche anterior había salido con un cliente de la mancebía para un trabajo misterioso pero bien remunerado. El cliente en cuestión no había acudido a don Nuño para acordar un precio, sino que había negociado el asunto directamente con ella, algo que, de saberlo el viejo jayán, pondría en severos aprietos a Fabila, que por algún maldito motivo estaba actuando por su cuenta. Nadie que él conociera salía vivo si se le sorprendía escatimando beneficios a la germanía.

Don Nuño era muy rígido al respecto. Tenía el convencimiento de que, si alguien fallaba una vez y era perdonado, no solo alentaba al resto a relajar su juramento de fidelidad a la hermandad, sino que volvería a flaquear de nuevo. Don Nuño valoraba por encima de todo la lealtad, y una traición, por pequeña que fuera, tenía que ser castigada, como escarmiento. En una sociedad delictiva como aquella, repleta de hombres sin moral, debía ser severo con las normas, desde cortar algún dedo, hasta atar una piedra en el pie y lanzar al traidor al Guadalquivir, pasando por toda una serie de correctivos pavorosamente creativos. El último había sido tan estremecedor para mí que había estado a punto de embarcarme en cualquier galeón rumbo a Tierra Firme.

Al condenado por traición lo habían encerrado y maniatado en una cama, donde había sido violado brutalmente por cuatro sodomitas turcos que trabajaban para don Nuño, en uno de los antros para tal fin que regentaba en Huerta del Rey. Después se le dejó tirado en una calle pública, golpeado y desgarrado, con un cartel de sodomita en el cuello. No tardaron en apresarlo los alguaciles acusándolo de pecado nefando, una pena que se pagaba con la muerte en la hoguera en caso de ser juzgado por un tribunal civil, o con prisión y castigo público si se hacía cargo el Tribunal de la Inquisición con su correspondiente arrepentimiento. El hombre no tuvo esa suerte, pues fue juzgado por los seglares.

Caminé envuelto en mi capa, tocado con mi sombrero emplumado de ala ancha bastante calado e inclinado sobre el rostro, justamente para ocultarlo. Acostumbraba a llevar el pelo recogido en una cola, aunque mis hechuras solían identificarme en aquellos barrios portuarios infestados de maleantes y soplones. Y era a estos últimos a quienes buscaba.

Recorrí el barrio del Arenal empezando desde la Torre del Oro, a orillas del Guadalquivir, que a aquellas horas de la noche era uno de los más peligrosos de toda Sevilla, a pesar de estar repleto de capillas. Me aventuré por una callejuela anexa a las murallas de los Alcázares, recordando una inolvidable visita a su interior acompañando a mi maese, que debía entregar unos documentos de la Casa de Contratación. Nunca olvidaría que había podido atravesar la Puerta de la Montería y admirar aquellos excelsos jardines. Suspiré pensando si alguna vez tendría ocasión de regresar.

Tras preguntar a un par de soplones, supe que Fabila había sido llevada a una casa en el barrio de la Cruz. Así pues, enfilé mis pasos hacia la Giralda, el emblemático campanario de la catedral de Sevilla. Un poco más al este se encontraba el barrio de Santa Cruz, antigua comunidad hebrea que, tras la expulsión de los judíos, había desmejorado mucho, por desgracia.

No tuve problemas en hallar la hospedería que me habían señalado.

Cuando me adentré en el infecto lugar, varios ojos recelosos me siguieron hasta la barra. Deslicé intencionadamente mi mano a la empuñadura de mi acero para desalentar a algún atrevido cliente.

Pregunté por una hermosa sarracena que acompañaba, según indicaciones del soplón, a un hombre de porte distinguido, posiblemente algún principal de alguna casa de alcurnia; un noble de tantos, pervertido en el goce de lo prohibido, con gustos peculiares que satisfacía en antros como ese.

Recibí solo silencio y una mirada pendenciera del tabernero, que negó con la cabeza a la par que miraba significativamente mi bolsa.

Deslicé unas cuantas monedas sobre la barra, acechando cauto a mi alrededor.

Entonces me indicó en un susurro quedo una habitación en la segunda planta.

El quejido de los destartalados escalones de madera acompañó mis pasos. De las distintas puertas brotaban toda clase de sonidos: estentóreas carcajadas masculinas, risitas femeninas, ardorosos gemidos, gruñidos, golpes y ronquidos, algún grito juguetón y murmullos de conversaciones.

Me detuve frente a la puerta más retirada, al fondo de aquel corredor.

Respiré hondo y la abrí. De todo lo que había imaginado ver, la escena que se descubrió ante mí me sobrecogió cortándome el aliento.

Fabila estaba desnuda y amordazada sobre una desvencijada cama, de rodillas, con las manos atadas a la espalda, cubierta de sangre que manaba abundante de varios cortes en su cuerpo. Detrás de ella, un hombre de mediana edad la montaba con salvajismo, mientras manoseaba el cuerpo sangriento de la muchacha, esparciendo su propia sangre con una mano al tiempo que, con la otra, continuaba sesgando donde le parecía con una navaja de barbero.

Aquel escalofriante espectáculo desató en mí tal odio, tan duros recuerdos que, cuando entré en la habitación, algo estalló en mi interior rugiendo de rabia y de odio.

Me abalancé sobre aquel hombre con un gruñido feroz y lo arranqué del cuerpo de Fabila, que se derrumbó como un saco sobre el lecho. Comencé a golpearlo con tal saña que no supe ni discernir dónde lo hacía. Desaté toda mi brutalidad en él, enloquecí liberando todo mi odio.

Ni los gemidos sofocados, ni el llanto suplicante, ni el quebrar de sus huesos bajo mis puños, ni su mirada aterrorizada y dolorida lograron apaciguar la bestia en que me había convertido. Ni siquiera fui capaz de dejar de golpearlo en el suelo, inerte y sanguinolento. Sin embargo, tampoco es que lo viera a él, sino que ante mí únicamente veía a los verdugos de mi niñez, a aquella sádica zorra y a sus secuaces. Ante mí únicamente tenía al maldito destino que me lo había arrebatado todo. Solo me detuve cuando el agotamiento me venció.

Jadeante, por fin logré ver el horror de mi locura.

El hombre yacía muerto y destrozado a mis pies. Retrocedí conmocionado y trémulo, apabullado y espeluznado ante mi ferocidad, una brutalidad que nunca había desplegado ni en las batallas en las que había participado. Me cubrí el rostro con las manos y negué con la cabeza.

¡Dios mío! ¿Qué había hecho? ¿Qué demonio se escondía dentro de mí? Sentí repugnancia de mí mismo, y una angustia tan inconmensurable que por un instante no pude respirar. Me faltó el aire y caí de rodillas.

Un sofocado sollozo logró sacarme de mi estupefacción para dirigirme raudo a la cama y desatar a Fabila, que me abrazó con desespero. Tenía que lavarla, vendarla y vestirla para sacarla rápido de allí. Y así hice, mientras ella solo lloraba y gemía.

—Todo saldrá bien, todo saldrá bien —repetía incesante, todavía afectado y confuso por lo ocurrido.

Mientras la sacaba de la hospedería en brazos y recorría los angostos y oscuros callejones de la ciudad, rumbo a la mancebía, quise convencerme de que, en efecto, todo saldría bien.

Poco podía saber entonces que aquel acto de locura me llevaría a prisión días más tarde…

Tragué saliva con desagrado, aquellos recuerdos secaron mi garganta y agitaron mi estómago. Me estremecí y me alejé de Cora aproximándome más a la orilla, donde me acuclillé para coger agua en el hueco de mis manos y refregarme el rostro con ella. Agradecí su frescor, aunque el malestar permaneció.

—Ya nada puede detener lo que he empezado —murmuré apático—. Maté a tu esposo y a uno de los Grant. Vendrán por mí, y yo los esperaré ansioso.

No fui capaz de mirarla, aunque pude adivinar cómo se extendía la desesperanza por ella. Sentirse atraída por un hombre condenado era un duro trago, al menos acababa de darle un escudo para mantener su corazón lejos de mí.

—¿Has pensado lo que harás con tu vida si sobrevives a tu venganza?

Me puse en pie, todavía dándole la espalda, observando meditabundo las burbujeantes aguas del arroyo; la claridad lunar arrancaba destellos en su superficie.

—No lo sé, una vez cumplida mi venganza se perdería el único motivo que me mantiene en pie.

—Busca otro motivo —musitó con firmeza.

Me giré hacia ella y la contemplé inquisitivo.

—Quizá esté tan roto que ya no pueda buscar nada.

—En tal caso —murmuró dirigiéndose hacia mí, enlazó los brazos a mi cuello y reparé apesadumbrado en su empañada mirada y en su contrito semblante—, deja que te lo busque yo.

Se alzó sobre la punta de los pies y me besó con tan exquisita dulzura, con tan aterciopelada ternura que algo dentro de mí se rasgó. Sentí ganas de llorar, el nudo que aprisionaba mi pecho se suavizó. Su boca fue la conductora a un ansiado olvido momentáneo. Su lengua me llevó muy lejos, a una nube etérea que evaporó la realidad y me sumió en un paraíso de emociones maravillosamente desconcertantes. Sentí el corazón más ligero y un solaz que hacía tiempo que no disfrutaba.

Me dejé arrastrar por aquel dulce beso, que con su magia alejó mis sombras y me llenó de una luz desconocida.